Poesía y crítica

Jul 2 • destacamos, principales, Reflexiones • 17644 Views • No hay comentarios en Poesía y crítica

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

 

  1. Poetas al azar

Cuando a Marcelino Menéndez Pelayo le encargaron una Antología de poetas hispanoamericanos para festejar el IV Centenario del Descubrimiento de América, la Academia Mexicana se quiso pasar de lista y “normar” el criterio de quien entonces era uno de los grandes críticos literarios europeos –aunque la literatura española estuviese, previa al renacimiento modernista, de capa caída– mandándole a hacer una antología al gusto de los mexicanos e imprimiendo sólo seis ejemplares con la intención de cribarle los seleccionados al de Santander.

 

El polígrafo se opuso también, nada tonto, a incluir a autores vivos en su selección. Don Marcelino rechazó las sugerencias y caso único en su Antología –que a partir de 1911 aparecerá como Historia de la poesía hispano–americana, publicó una postdata donde le decía, enfadado, a los mexicanos que el conocimiento de su poesía “no es ninguna ciencia misteriosa y reservada para algunos privilegiados”, reafirmando su derecho a escudriñarla sin jueces ni tutores.[1]

 

La frase marcelinesca viene a cuento de la exclusividad que se arrogan los pocos críticos de poesía que tenemos, endogámicos al grado de nunca leer o comentar lo que de ellos (y por extensión de nuestra poesía)  escribimos, rara vez, algunos otros.  O quienes, como yo, estamos más interesados en la prosa y en la historia que en la poesía y el mito, no tenemos nada interesante que decir o ellos carecen de tiempo para leernos, perpetrados en una eterna batalla campal que rara vez tiene por motivo a la vieja lírica. Su asunto son los destinos del dinero público utilizado para publicar poemas aquí o en el extranjero, que excita, sobre todo, a los malos poetas y a los envidiosos. De los subgéneros de la familia literaria el más tiquismiquis es el poético. Los narradores, los ensayistas y los dramaturgos son más tratables. Si a un Vicente Leñero, caballeroso ante la crítica como pocos –al menos la literaria– se le decía que era más dramaturgo que novelista, antes de enojarse, se quedaba pensando. Semejante cosa ocurre cuando a un prosista uno le dice preferir a sus cuentos a sus novelas: el aludido argumenta en uno u otro sentido. Pero decirle a un poeta que no es poeta, es pecado mortal o decirle que tales versos no funcionan a diferencia de otros, es meterse en alguna herida profunda de la cual mana casi siempre, sangre.

 

Desde la comodidad que me da mirar con atención pero con la debida distancia a nuestra poesía contemporánea, decidí con jugar con lo aleatorio –lo cual de nuevo no tiene nada– y escoger, de las novedades poéticas que recibo,  los primeros siete libros del bonche y leerlos para escribir estas páginas.  Ordenados por orden alfabético salieron los siguientes títulos y autores: Hasta aquí (Almadía, 2014), de Hernán Bravo Varela, Borealis (FCE, 2016), de Rocío Cerón, Teoría de las pérdidas (FCE, 2015), de Jesús Ramón Ibarra, Acapulco Golden (ERA, 2012), de Jeremías Marquines, La imaginación pública (Conaculta, 2015), de Cristina Rivera Garza, Me llamo Hokusai (FCE, 2014), de Christian Peña y Deniz (Ediciones sin nombre, 2015), de Josué Ramírez.

 

Casi la mitad de mis autores (Marquines, Ibarra, Peña), descubrí con cierto disgusto, han ganado recientemente el usualmente codiciado y respetado Premio Bellas Artes de Poesía de Aguascalientes, pero como los premios también hablan, bien o mal, del estado de una literatura, decidí mantenerlos. Es curioso, además, que pocos de los autores o editores de esos libros se les haya ocurrido enviarme previamente sus obras, lo cual recalca lo obvio: premio mata carita.

 

Entro en materia. El libro de Bravo Varela (1979), a quien conozco, trato y respeto, me intrigó. Con el de Peña, es el más autobiográfico y cuenta, a ratos, la penosa enfermedad del hígado que el autor  padeció, materia de un bondadoso ensayo previo, Historia de mi hígado y otros ensayos (2011). Me pregunté porque Hasta aquí insistía, ofreciéndonos una bitácora poética de lo que ya había sido previamente ensayado y bien ensayado en prosa. Además, Hasta aquí, recopila poemas viejos, de la estancia washingtoniana entre 2008 y 2009, de Bravo Varela y casi todos me parecieron inferiores al otro libro suyo que leí con atención, Sobrenaturaleza (2010).

 

Disfruto lo mismo de la antes llamada “poesía existencial” de la que en mi juventud era símbolo Pessoa de aquella escrita para desafiar al lector mediante la dificultad, como es el caso de Góngora, Mallarmé, Pound o entre nosotros, Deniz. La primera es más cómoda pues el poeta arropa al lector y despliega un proceso de identificación bien estudiado. También, en mis años mozos, era imposible romper con una mujer y no lanzarse, lloroso, a recitar Cantata a solas, de Tomás Segovia, ni mandada a hacer para esos casos de desgarradura. La otra, la difícil, da al lector satisfacciones de otro orden. Lo cultiva, pero a menudo, lo deja pleno de sensación y no de sentimiento, como recuerda Luis Vicente de Aguinaga, uno de los críticos que examinaré,  en su elogio de Ramón López Velarde contra Salvador Díaz Mirón. Pese al tono ligero, conversacional sin ser nunca callejero, de Bravo Varela, cuando trata de sentimientos, éstos no me conmueven, son demasiado generales, pertenecen a lo que David Huerta bautizó hace mucho como “las intimidades colectivas” (moscas, escenas de iniciación en el baño, busca del enigma del propio nombre a través de Google) y en Hasta aquí se abusa de ellas. Por ello, me interesan más los poemas de Bravo Varela donde  predomina su sentido de lo visual, como ante un cuadro de Hooper e incluso, cuando abandona su ligereza un tanto comodina y se torna en vate, a la Lizalde: el engolamiento, entonces, gravita, como en el mejor poema de Hasta aquí, donde se llama a cuentas a Lupercio y se concluye así: “Lupercio, abre las fauces. Resume una vez más/tus egregias lecciones de retórica/en un bostezo que parece aullido;/que quien anda contigo aprende el arte/de mamar en dos lenguas con la suya.”

 

Sigue Rocío Cerón (1972), autora de Borealis y habitante notoria de la tierra experimental de nuestra poesía. Su proyecto “aeroestático” no me interesó mucho en cuanto tal y me pregunté qué tanto le hubiese importado a un Marinetti o a los concretistas. Algo hay de la “descreación” de la enorme Anne Carson, sospecho, en este asunto. Pero la caja es difícil de abrir y una vez resuelto el embrollo, uno busca un manual de instrucciones que no existe dado que se trata de “poesía experimental”, es decir, creadora envidiosa de sus propias reglas. Sólo Gerardo Deniz (que tiene que ver mucho con este artículo gracias a Deniz a mansalva, 2008), tuvo el genio de “explicar” en Visitas guiadas su poesía una vez que le dijeron que ésta no era tal. Me pregunté, insidioso y sin saber la respuesta, qué haría Cerón si fuese encerrada, a pan y agua y obligada  a escribir ese comentario o exégesis de su Borealis. Curiosamente, indiferente al artefacto, de todos los poemarios leídos para esta ocasión, el de Cerón fue el que más subrayé con palabras, líneas, expresiones o versos que me gustaron sin necesidad de compartir el supuesto credo de la poeta, como “guarda para sí el teatro del mundo”, “martillando se llega a Roma” o “satélites de Saturno en huella dactilar”. Acaso ello se deba a que como la artista del performance que ella también es escribe leyéndose en voz alta y el truco a veces funciona, incluso para mí, un lector agustiniano. En fin, deniziniamente, lo que de Cerón más me gusta es lo que tiene de antigua, de lectora de Jules Verne.

 

Tres de los libros restantes son homenajes al padre poético, el de Ibarra, el de Marquines y el de Ramírez, así que los comentaré juntos. El más denso es el del sinaloense Ibarra (1965) cuya Teoría de las pérdidas es, en cierta medida, una laudatio de Álvaro Mutis (hay otras entre nosotros, la de María Baranda en sus primeros libros) y de La nieve del almirante, aquel soberbio poema en prosa que  convenció al colombiano, divertido e irresponsable, de que podía ser novelista. Esta “niebla del almirante” es, desde luego,  un buen pretexto, para que Ibarra haga poesía erótica, un tanto belicosa, acaso tradicional en el sentido más sobado de la palabra. Leo: “Al entrar en su cuerpo/ quema las naves./Deja ceniza a orillas del misterio,/un túmulo amansado/y la resignación/de quien sale dañado de la guerra.”

 

Estos versos me impresionan en principio, pues apelan a lo más primario en el lector de poesía, esa necesidad de identificarse, de la que ya hablamos, a la carta, con el poema. Pero leer poesía y leer crítica  desengaña  y no debe correrse el riesgo de impresión superflua. ¿Mi almirante es el de Ibarra? Sí, si es aquel quien en Teoría de las pérdidas, “Enseñó a las sombras todo lo que saben…”

 

El de Marquines, dedicado explícitamente a Malcolm Lowry y su estancia, etílica desde luego, en el puerto de Acapulco entre octubre y noviembre de 1936, es el más literario de los poemarios y por ello el menos difícil. A diferencia de sus paisanos, los mexicanos tenemos a Lowry como uno de nuestros héroes culturales, un amante del México dizque surreal que nos dio fama y fortuna y turistas de postín, antes de la Segunda Guerra. Además, aunque no soy tabasqueño como Marquines (1968), si soy un chilango hijo de una generación para la cual el Acapulco de los años sesenta era el cosmopolitismo, el jipiteca y el otro, al alcance de casi todos los bolsillos, tan es así que una de las grandes novelas mexicanas del siglo pasado trata de eso: Se está haciendo tarde (final en Laguna), de José Agustín. A mí me tocó ver, entre la niñez y la adolescencia, la decadencia irremediable de ese puerto, hoy inhabitable. En 2010, estando en el hotel de La Quebrada donde se hospedó Lowry cayó aquel rayo que dividió la noche y parió Canción de tumba, de Julián Herbert, a su vez, el más intrépido de nuestros críticos de poesía, quien mejor ha integrado la dicotomía tradición y ruptura como se pudo leer en Caníbal (2010).

 

Esta relectura acapulqueña de Lowry me fascinó, aunque abunden en ella versos censurables o inútiles, truncos y torpes. Da la impresión de que la doble columna, al dividir cada página de Acapulco Golden, en una columnita narrativa al lado de otra del orden poético, hubiera requerido de un artífice más dotado que Marquines para lograr un libro más potente. Se argumentará que semejante cosa se puede decir contra los Cantares, de Pound, donde no sólo abunda la mala poesía, si no la no–poesía, que ahora goza, en parte por la culpa del tío Ez, de gran predicamento. Pero tendría que releer a il miglior fabbro para encontrar una sincera confesión de impotencia como la de Marquines en Acapulco Golden: “Todo es cuestión de estilo, porque el amor es lenguaje/ y a veces, como en la literatura, mucha autenticidad suena falsa.”

 

Más complejo de leer,  dada la vastedad del horizonte es Me llamo Hokusai, de Peña, pleno en referencias geográficas y culturales. Siendo tan distinto a Borealis, de Cerón, los une la polisemia y la “descreación”, así como una novedad: lo tropical se ha vuelto ártico. El mundo de Peña, que parte con orgulloso conocimiento de causa del  National Geographic, es una epifanía al padre perdido y reencontrado a través de la poesía, como la hace deliberadamente, Ramírez (1963), en su Deniz. Las referencias letradas abundan, desde el pintor Hokusai mismo y otros japonesismos hasta Shakespeare, Conrad, Onetti y Kurosowa, hábilmente entreverados con experiencias oncológicas,  desmesuradas como el accidente nuclear de Fukushima, ubicando cabalmente al autor en la segunda década del siglo en curso. Se me ocurre otra pregunta provocadora  o ingenua, de esas que a todos los escritores nos sacan de quicio: ¿cómo habría sido valorado este libro de titulándose Me llamo González y borrado todo el armorial de glorias literarias y artísticas?

 

Este corte de caja o cajón desastre en un poeta nacido en 1985, el año de Cantata a solas, no puede sino incluir a la mujer recién descubierta pues para Peña, aún, todo es iniciático y por ello recurre a las facilidades del poema en prosa con más frecuencia que a la versificación, que por fuerza depura o debería hacerlo. Siguiendo la práctica al uso, Peña confiesa sus  “honrados hurtos”, como los llamaría don Marcelino. Van, nos dice, de Dante a Jorge Fernández Granados, pasando por Charles Simic. Este uso se ha vuelto ya un academicismo que a Aguinaga, en su reseña de Tríptico del desierto (2009), de Javier Sicilia, no le molesta, a diferencia de otros críticos que se preguntaron qué tan honrado, después de Pound, sigue siendo ese hurto. En todo caso, Peña trae encima demasiada literatura como para desaparecer del canon al que aspira. En su próximo libro, deberá ayudarse con tijeras y goma de borrar, para hablar de utensilios de antaño. Entonces, acaso, encontrará, al padre.

 

De todos los libros el más desigual es Deniz, de Ramírez. Sabida es la devoción de este buen poeta por su maestro muerto en diciembre de 2014. Sobre todo Cerón, Ibarra y Piedra, mantienen un tono, a ratos hasta monótono en su prosodia, mientras que Marquines y Ramírez, batallan mucho. En el caso de Deniz me temo que Ramírez tomó una mala decisión: la primera parte  (“Wicce o la noche del caos”) es decididamente parafrásica, pues Ramírez sabe a qué está jugando con su maestro, mientras que las últimas dos partes son solemnes, oficialescas (del oficio deniziano) y menudean  confesiones que causan rubor al estilo de “me vienen a la memoria tantos poemas,/donde la vida ocurre cada vez que se leen,/ y quiero imitarlos…”

 

Termino esta revisión, sin aspirar a ningún juicio generalizador, con Rivera Garza (1964). Hace más de un año publiqué en Letras Libres una crítica de casi toda su narrativa y la manía teorética que de ello se desprende: nuestra época tendría, el monopolio de una necromemoria y de una necroescritura, ufanándose, ella y otros, en registrarla. Cuando el azar permitió que La imaginación pública apareciera en mis manos pudo más mi curiosidad que la consideración de que debería atreverme con un autor desconocido. No me equivoque. Como lo había escrito en abril de 2015, corroboré que el mérito mayor de la escritora tamaulipeca aunque ya muy hecha a los usos y costumbres del Resentimiento académico californiano, es que es casi la única que se atreve a ser consecuente con su prédica.

 

Sus poemas, en la primera parte del volumen, derivan casi por complemento de lo escrito en la Wikipedia sobre las caries, la cefalopatía, la tos en todas sus variantes, el síndrome de Carpo y otras dolencias, síntomas o diagnósticos que remiten a la hipocondría de la autora o la transcriptora deseosa de una literatura posterior a la “autonomía del autor”. En la segunda parte de La imaginación pública mezcló con una máquina que para eso fue inventada un cuento de la mexicana Guadalupe Dueñas (1920–2002), a quien Rivera Garza quiere rescatar del olvido  con traducciones suyas de Doddie Bellamy, una feminista hiperradical, según entiendo. El resultado, como el de todo cadáver exquisito, es chistoso. En todo caso, me parece más simpático aquello que Juan José Arreola me pidió de niño y ya he contado en otra página. Me dictó un poema de Bécquer y me dijo que recortara cada palabra. Con esas mismas palabras me ordenó que hiciese mi propio poema.

 

  1. Críticos por azar

 

Mientras que tratándose de libros de poesía escogí al azar, a la hora de seleccionar críticos de poesía hacerlo no era tan fácil y desistí. El montón que reúne a ese género es muy escaso. Junto a En suelo incierto, ensayos, 1990–2006 (FCE, 2014), de Eduardo Milán (1952), estaba su recopilación más reciente, Ensayos por ahora (Conaculta, 2014) y me reencontré con un viejo amigo. Ni él ni yo somos los mismos que terminando las reuniones de Vuelta nos íbamos a beber a “El hijo del cuervo”. La muerte de Paz nos separó, mientras yo decidí seguir ese camino o lo que yo creía que era en Letras Libres, él hizo examen de conciencia ideológica y de alguna manera, tras arrimarse a la sombra de Paz, buscó la de Juan Gelman y en algunos poemas suyos, malos, ejerció de gurú ideológico.

 

Pero Milán sigue siendo, para bien, el principal crítico de poesía en México y por no ser mexicano, entre otras cosas, su importancia es capital. Ni la poesía ni el pensamiento poético mexicano tiene en su obra más importancia que el del Neobarroco  y otras escuelas, ya de origen cubano o emanadas en las  orillas del Río de la Plata. Esa impermeabilidad de Milán a lo mexicano –aunque lo sean sus hijos y sus amigos– ha ratificado el actual carácter cosmopolita de nuestra poesía, característica ausente no en el Brasil pero sí en la Argentina, donde siguen pensando, con honrosas excepciones, que lo cosmopolita es lo afrancesado. Empecemos el siglo XX con Pedro Henríquez Ureña y su versificación irregular y  lo terminamos con Eduardo Milán y lo neobarroso.

 

La prosa crítica de Milán, además, se ha ido espigando. Ha desaparecido cierta parafernalia postestructuralista, tan molesta  en sus primeros artículos en Vuelta  y se ha impuesto, contra ella, su ascetismo, que es el de Juan de la Cruz y de José Ángel Valente. Ese ascetismo, en Ensayos por ahora,  hace juego con su reprobación del llamado mundo neoliberal: el de un joven uruguayo que llegado a México en 1979, trayendo sobre las espaldas a su padre preso entre otros tupamaros, no lo llevó a la militancia política sino a la crítica poética. En el verdadero fondo de las cosas, el que no se ve, fue consecuente:, porque no es un pesimista trágico quien sigue creyendo, como él y con Breton y el Paz de Los signos en rotación (1965) que Marx y Rimbaud van de la mano; transformar el mundo, cambiar la vida. Para mí es sólo una bella consigna: efectiva como tal y muy dudosa por motivos que no vienen al caso.

 

Milán lee a los poetas de su generación (David Huerta, Raúl Zurita, Coral Bracho o Diego Maqueira) desde ese ascetismo insisto, que además –y vuelvo a Henríquez Ureña– lo conduce a una definición territorial y climática de la poesía latinoamericana. Estamos, dice Milán, entre dos referentes intelectuales “–lo indecible francés, la cercanía norteamericana–“ y entre otros dos límites, ésta vez, idiomáticos: el inglés al norte, la lengua portuguesa hacia el Atlántico. Por ello, Milán –ésta vez con Paz y no Menéndez Pelayo– descree de la unicidad de la poesía en lengua española, considera (como también lo cree Aguinaga) que con los poetas peninsulares cabe el diálogo, tan intenso como  pueda serlo pero, la homologación, jamás. Juntos pero no revueltos. Darío siempre estará más cerca de su odiado Whitman que de cualquier modernista español.

 

Son penates de Milán, desde luego, Nicanor Parra y  los concretistas  pero por razones muy distintas a las predicadas por la postpoesía sobre todo en los Estados Unidos y en España. El crítico uruguayo ve, más como lo vería Gabriela Mistral que como lo clasifica Josefina Ludmer, que el chileno representa a lo líquido y los brasileños, a lo pétreo. Milán, empero, ha decidido ser maestro. Lo suyo es vindicar sin fin a Carlos Martínez Rivas, a Héctor Viel Temperley, a José Miguel Ullán, pero escasamente se ocupa de poetas jóvenes mexicanos de hoy, para quienes reserva más la intimidad que la reseña. Ensayos por ahora, así, es un reto. El maestro ha cumplido pero una nueva generación de críticos de poesía, así sean un puñado, más no se necesitan, tienen y deberán empezar, como lo hizo Milán, por la fajina de la reseña. Y no lloren. El internet, entendido como un medio de comunicación digno, serio y elegante, hace más fácil ejercer la crítica que lo que permitían nuestras amadas revistas del siglo pasado.

 

Junto a Milán, encuentro a un espíritu de un carácter muy distinto: Luis Vicente de Aguinaga, tapatío nacido en 1971 y él mismo buen poeta. Destaco dos de sus libros: Sabemos del agua por la sed. Puntos de reunión en la poesía latinoamericana y española (Orbis Tertius, 2014) y El pez no teme ahogarse. Lecturas de poesía mexicana (2014). Académico y formal, lo suyo es la tradición, aquella la más detestada, antes y ahora, por los novatores. Con la excepción de López Velarde, a quien todo el mundo le cuelga la medalla de la profecía en el decir poético, Aguinaga apuesta no por los antiguos, sino por los anticuados, o sea, Francisco González de León, Enrique González Martínez o por un Arreola poeta sólo reconocido como tal en Poesía en movimiento (1966), dialoga sin cesar con la poesía española, además de ser docto y doctorado en Juan Goytisolo. Apuesta, a veces, por poetas de su tierra y no tiene reparos aunque sin dejar las buenas maneras, en enfrentar las oleadas de miserabilismo patrio, que hace tiempo arremetieron contra una supuesta Escuela de Guadalajara, ajena a “las pinches piedras” que en los años setenta contraponían con más bajeza ideológica que conocimiento de la historia de la poesía, a Paz contra Sabines o Efraín Huerta, supuesta cesura, que Milán y Aguinaga, entre otros, han rechazado una y otra vez. Tal parece que el motín se armó como protesta porque Jorge Esquinca escribe muy bien. En Signos vitales (2005), Aguinaga, previsor, ofreció una caracterología de los seres poéticos que habría de volver a poner en circulación: El Energúmeno Sensato, El Vanguardista de Segunda Fila, El Maestro Neumático, El Profesor Culpable y El Promotor Ascendente.

 

Aun más formal en sus maneras es el poeta y crítico Jorge Fernández Granados (1965), quien en El fuego que camina (Conaculta, 2014) retrata a los poetas que lee y admira. Descartando, por falta de espacio, sus lecturas latinoamericanos, Fernández Granados es un maestro de lo sustantivo. Explica por qué es y no es barroco, Bonifaz Nuño. Compara las reducciones sucesivas a las que José Emilio Pacheco sometió su poesía, obsesionado por la perfección del epigrama, camino que en El fuego que camina  se aplaude y yo repruebo, puestas las pruebas sobre la mesa por Fernández Granados. Pacheco, lo sigo pensando, con esa manía, empobreció algunos de sus mejores poemas. [2]

 

Malva Flores (1961), en cambio, en La culpa es por cantar. Apuntes sobre poesía y poetas de hoy (Literalpublishing/Conaculta, 2014), ofrece un ensayo en la cuerda de Cyril Connolly, sobre las condiciones que padece, según ella, la profesión del poeta en México. Los enemigos de la poesía –promesa que ella detecta y denuncia son los de siempre: la anemia profesoral, la fobia ideológica, la creencia en que de la analogía paziana entre poesía y tecnología saldrá  otra creatura del doctor  Frankestein, quien cumplirá el sueño romántico de una “poesía para todos” con el que Paz  coqueteó.

 

Usuaria de las redes sociales y quizá por estar en ellas, Flores acaso magnifica las cosas y convierte en gigantes a los proverbiales molinos de viento. Desde luego que ocurren cosas desagradables exageradas por las redes: la creencia de que todo tuitero es un Cioran o un La Rochefoucauld, los maratones de lectura en homenajes por centenarios, bicentenarios y las centenas a acumularse, o la flojera mental de ciertos poetas izquierdistas que creen que el dominio de Paz sobre la poesía mexicana equivalía a el reino del PRI, para lo cual llegan a falaces justificaciones no sólo ideológicas sino dizque métricas,  la convocatoria a una inverosímil copa poética o los insultos cobardes y anónimos. Otros fenómenos que le preocupan a Flores son propios del vértigo de la globalización: nunca hubo tantos turistas en el planeta y unos pocos de ellos son poetas que van de feria en feria. Ello me parece un delicioso anacronismo: el mano a mano sigue siendo el correo más eficaz entre escritores pues donde no ha habido globalización y mucho menos en América Latina, es en el mercado editorial.

 

Es obligación del clérigo, diría Julien Benda, denunciar una y otra vez todo aquello que ensucie o descalifiqué la nobleza moderna de la tradición poética en la que creían José Gorostiza o Octavio Paz, Lezama Lima o Alejandra Pizarnik. Malva Flores, contra el profesorado osificado allí donde lo Real es lo Oficial, ha cumplido y seguirá cumpliendo con esa obligación que el propio Paz calificaba como un incesante ejercicio de higiene moral.[3] La culpa es por cantar nos devuelve al asunto de nuestras obligaciones profesionales como escritores y más vale el aire apocalíptico de Flores que la desidia o la indiferencia.

 

Me hubiera gustado comentar la poética que está publicando Alberto Blanco (1951) pero me faltan tomos.  Y termino estas desordenadas disquisiciones con una nota de esperanza. En el lugar donde pongo las novedades permaneció de manera misteriosa, pues fue publicado en 2008 y hace rato que debía estar en el librero junto a las obras de Deniz, un libro colectivo titulado Deniz a mansalva, compilado por Josué Ramírez con introducción de Mónica de la Torre, a su vez traductora al inglés de quien en vida se llamó civilmente Juan Almela.

 

A diferencia de la mayoría de los libros surgidos de coloquios y retacados de ponencias, que son los primeros que uno descarta cuando hay que desahogar la biblioteca, casi todos los ensayos –pues eso son– de Deniz a mansalva, son excepcionales, no sólo porque desmontan el supuesto hermetismo del autor de Picos pardos, sino por su buena escritura y llana comprensión del fenómeno poético, a veces rebelándose contra lecturas canónicas (como la función del capricho en Deniz sostenida a ratos por Milán).

 

La riqueza, desde luego que polémica del libro –escrito por Daniel Saldaña París, Amaranta Caballero Prado, Eduardo Padilla, Zazil Collins, Rodrigo Castillo, Santiago Matías, Jorge Solís Arenazas, Rodrigo Flores Sánchez, Minerva Reynosa, Hugo García Manríquez, Luis Jorge Boone y Feli Dávalos– merecería reseña aparte. A la mayoría de estos colegas, nacidos todos después de 1973, no los conozco, no sé dónde están, ignoro si son académicos o diletantes como yo, de qué viven. Me inquieta saber que habrá sido de ellos en estos últimos seis años. Si persisten en la crítica literaria, en la crítica de poesía, no tenemos nada qué temer y esa tradición, mexicana y cosmopolita, que va de Pedro Henríquez Ureña a Eduardo Milán, quedará a cargo de los mejores lectores.

 

[1]                     A quien le interese el asunto le recomiendo mi recién aparecido libro, La innovación retrógrada. Literatura mexicana, 1805–1863 (El Colegio de México, 2016) donde cuento el chisme completo.

 

[2]                Aprovecho la oportunidad para hacer una pequeña aclaración. Cuando murió Pacheco el 26 de enero de 2014, yo me encontraba escribiendo Octavio Paz en su siglo donde critico, entre otros puntos, que lo que en Paz era falsificación y autoendiosamiento al corregir sus poemas de juventud, en JEP era celebrado, por las mismas personas, como “autocrítica activa”.  Hubiera yo querido que él lo leyese con su habitual generosidad y paciencia. Todas mis críticas (y mis alabanzas) a su obra fueron públicas, estando él en pleno conocimiento de ellas y respetuoso, aunque desde luego disidente, de mis opiniones. Ello desde noviembre de 1989 cuando en plena querella entre denizianos y pachequianos,  tomé partido por los primeros en la Residencia de Estudiantes de Madrid, estando presente José Emilio. Luego nos fuimos a cenar. Equivocado o no en mis ideas, con JEP perdí, como toda nuestra literatura, ese otro indispensable quien me miraba escribiendo y con cuya opinión, infrecuente, soñaba.

 

[3] Otra aclaración. Algunos de mis adversarios ni los elogios entienden. Cuando yo repito aquella frase de Valery Larbaud de que provinciano es aquel que confunde lo Real con lo Oficial enfatizó que la provincia está en el alma y no en Los Mochis, Xalapa, Calexico o Tours. Se puede vivir en la esquina de Saint–Germain y Saint–Michel y ser la persona más provinciana del mundo. El espíritu de campanario, insisto, no es geográfico. Es caracterológico.

 

*ILUSTRACÓN: Rosario Lucas.

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