“Poeta por maldición y tonto de capirote”
POR JAVIER VARGAS PEREIRA
El poeta chileno Pablo Neruda, de cuya muerte se cumplen 40 años, solía hacer gala de un humorismo irónico, socarrón y desenfadado, al estilo de los campesinos de su país. Lo exteriorizaba en conversaciones con amigos, discursos políticos, polémicas e incluso en algunos de sus poemas. En no pocas ocasiones se reía de sí mismo, aunque muchas veces sus humoradas eran agudas pullas destinadas a mofarse de los valores decadentes y mojigatos de la burguesía chilena. Más que hacer reír, lo que buscaba era poner al descubierto las cursilerías y ridiculeces de los poderosos. Lo hacía tan formal y circunspecto, que a veces no se sabía si hablaba en serio o en broma.
El día que visitó por primera vez las ruinas de Machu Picchu, los reporteros le preguntaron ¿qué opina, qué le parece este lugar? Como respondería cualquier huaso chileno, simplemente dijo: “Muy buen lugar para hacer un asadito”. Muchas de sus bromas eran infantiles, otras, simples travesuras. El escritor Marco Antonio Millán, en La invención de sí mismo, cuenta una anécdota ocurrida a principios de los años cuarenta del siglo pasado en la ciudad de México: “Una vez agotó terriblemente a mi mujer: ambos se aplicaron en la calle, por cinco o seis cuadras consecutivas, a tocar timbres de cada puerta a las 2 de la mañana; nosotros los esperábamos en un automóvil, y salíamos pitando hacia otro sitio y otra puerta y otro timbre”. En un artículo titulado “Pablo Neruda en México”, Millán dice: “Recuerdo la ocasión en que me dijo: ‘Ya estoy aburrido de mi casa; voy a hacer un viajecito, tardaré unos tres días. Me haces el favor de venirte con tu mujer y cuando yo regrese y toque, como dueños de casa me preguntan: ¿Quién es?, y yo les digo: El señor Neruda. Entonces abren la puerta y me invitan a pasar. ¿Qué se le ofrece? Yo digo que nada, que simplemente venía a platicar con ustedes. Me ofrecen asiento y una copita. ¿De qué me darían la copita?’… Otra extravagancia que hacía más seguido era enrollarse las perneras del pantalón hasta las rodillas, pintarse bigotes, simular con algo una peluca; así ataviado, bajaba de pronto a la sala de su casa donde platicábamos sus amigos. Lo que hacía era pasear frente a nosotros en completo silencio, y volverse por donde se vino para regresar al poco tiempo ya arreglado”.
Por aquellos años, Neruda no congenió del todo con algunos de los intelectuales de la época, entre ellos, Gil-Albert y Xavier Villaurrutia. Por ello, en una cena realizada en su honor, tuvo una confrontación verbal con Octavio Paz, porque se había incluido a Vicente Huidobro en un artículo de la revista Laurel. Según refiere Octavio Paz, “elogió mi camisa blanca —’más limpia’, agregó, ‘que tu conciencia’— y enseguida comenzó una interminable retahíla de injurias en contra de Laurel. Estuvimos a punto de llegar a las manos”.
En su libro de memorias, Confieso que he vivido, Neruda relata una anécdota ocurrida en Xochimilco, durante su estadía en el Distrito Federal como cónsul: “El México de aquel tiempo era más pistolista que pistolero. Había un culto al revólver, un fetichismo de la ‘cuarenta y cinco’. Los pistolones salían a relucir constantemente. Los candidatos a parlamentarios y los periódicos iniciaban campañas de ‘despistolización’, pero luego comprendían que era más fácil extraerle un diente a un mexicano que su queridísima arma de fuego. Una vez me festejaron los poetas con un paseo en una barca florida. En el lago de Xochimilco se juntaron quince o veinte bardos que me hicieron navegar entre las aguas y las flores, por los canales y vericuetos de aquel estero destinado a paseos florales desde el tiempo de los aztecas. La embarcación va decorada con flores por todos lados, rebosante de figuras y colores espléndidos. Las manos de los mexicanos, como las de los chinos, son incapaces de crear nada feo, ya en piedra, en plata, en barro o en claveles. Lo cierto es que uno de aquellos poetas se empeñó durante la travesía, después de numerosos tequilas y para rendirme deferente homenaje, en que yo disparara al cielo con su bella pistola que en la empuñadura ostentaba signos de plata y oro. En seguida el colega más cercano extrajo rápidamente la suya de una cartuchera y, llevado por el entusiasmo, dio un manotazo a la del primer oferente y me invitó a que hiciera los disparos con el arma de su propiedad. Al alboroto acudieron los demás rapsodas, cada uno desenfundó con decisión su pistola, y todos las enarbolaron alrededor de mi cabeza para que yo eligiera la suya y no la de los otros. Aquel palio movedizo de pistolas que se me cruzaban frente a la nariz o me pasaban bajo los sobacos, se tornaba cada vez más amenazante, hasta que se me ocurrió tomar un gran sombrero típico y recogerlas todas en su seno, tras pedírselas al batallón de poetas en nombre de la poesía y de la paz. Todos obedecieron y de ese modo logré confiscarles las armas por varios días, guardándolas en mi casa. Pienso que he sido el único poeta en cuyo honor se ha compuesto una antología de pistolas”.
El poeta y filósofo alemán Friedrich Nietzsche decía que el hombre sufre tan terriblemente en el mundo, que se ha visto obligado a inventar la risa. Así, el humor no sería más que un tipo de catarsis o purificación que permite sublimar la tristeza, nacida de la frustración y el desencanto. Por eso, aun en los momentos más difíciles o dramáticos de su vida, Pablo Neruda solía reírse de sí mismo. En Confieso que he vivido, rememora su época de perseguido político por el gobierno chileno de entonces (1949) y los preparativos que hubo que hacer para su huida del país: “El plan era que yo me embarcara clandestinamente en la cabina de uno de los muchachos y desembarcara al llegar a Guayaquil, surgiendo de en medio de los plátanos. El marinero me explicaba que yo debería aparecer inesperadamente en la cubierta, al fondear el barco en el puerto ecuatoriano, vestido de pasajero elegante, fumándome un cigarro puro que nunca he podido fumar. Se decidió en la familia, ya que era inminente la partida, que se confeccionara el traje apropiado, elegante y tropical, para lo cual se me tomaron oportunamente las medidas. En un dos por tres estuvo listo mi traje. Nunca me he divertido tanto como al recibirlo. La idea de la moda que las mujeres de la casa tenían estaba influida por una famosa película de aquel tiempo: Lo que el viento se llevó. Los muchachos, por su parte, consideraban el arquetipo de la elegancia el que habían recogido en los dancings de Harlem y en los bares y bailongos del Caribe. El vestón, cruzado y acinturado, me llegaba hasta las rodillas. Los pantalones me apretaban los tobillos. Guardé tan pintoresco atuendo, elaborado por tan bondadosas personas, y nunca tuve oportunidad de usarlo. Nunca salí de mi escondite en un barco, ni desembarqué jamás entre los plátanos de Guayaquil, vestido como un falso Clark Gable. Escogí, por el contrario, el camino del frío. Partí hacia el extremo sur de Chile…”
El escritor Andrés Henestrosa, citado por Volodia Teitelboim en su libro, Neruda, recuerda que el poeta “aprovechaba cualquier reunión para vestirse de general, de bombero, se ponía una gorra y una chaqueta y recorría la fiesta cobrando los boletos”.
Cuando el presidente Salvador Allende lo nombró embajador de Chile en Francia, en 1971, Neruda fijó su residencia en una casa de campo en Normandía, la que alguna vez había sido caballeriza de un castillo. Gabriel García Márquez, en su artículo “La suerte de no hacer colas”, recuerda: “los domingos invitaba a almorzar a sus amigos, que nos íbamos en tren durante 20 minutos desde la estación de Montparnasse, en París, y lo encontrábamos sentado como un Papa en su cama papal, y muerto de risa como siempre de saber que parecía un Papa y que sus mejores amigos nos moríamos de risa de que lo pareciera”.
La periodista Virginia Vidal, en un reportaje titulado “Los héroes no están cansados”, rememora los felices días cuando Neruda recibió el Premio Nobel en Estocolmo: “Cómo olvidar su bajada del avión junto a él. Periodistas ávidos lo rodearon y empezaron a ametrallarlo con preguntas. Él, sobrio, canchero, sereno. ¿¿Cuál es su objeto predilecto?’ ‘Los zapatos viejos’. ‘¿Qué va a hacer con el dinero del premio?’ ‘Eso pregúntenselo a mi mujer’. ‘¿Cuál es su palabra favorita?’ ‘La palabra amor. Vieja, muy usada, desgastada. No nos cansamos sin embargo de repetirla’”.
En un homenaje que se le rindió en la UNESCO, en París, en junio de 1983, Julio Cortázar calificó a Neruda como un “guerrero sonriente… que solía convertir las reuniones sociales en batallas de flores, en una farándula en torno a las mesas y las sillas, en un fuego de artificios donde la música y la palabra, los sombreros de papel y las improvisaciones de una comedia del arte, del arte chileno de manejar el humor con seriedad y la seriedad con humor, eran las armas con que Pablo transformaba los mausoleos en tablados para juglares y trovadores”.
El libro de poemas más emblemático de la irreverencia y el humorismo nerudianos es Estravagario. Él mismo lo reconoce en sus memorias: “De todos mis libros, Estravagario no es el que más canta, sino el que salta mejor. Sus versos saltarines pasan por alto la distinción, el respeto, la protección mutua, los establecimientos y las obligaciones, para auspiciar el desacato irreverente”. En varias estrofas dejó testimonio de ese humor que a veces, si no del todo negro, parecía sombrío, incluso fúnebre, pero siempre ingenioso y divertido. En “Solo la muerte”, dice:
Pero la muerte va también por el mundo vestida de escoba,
lame el suelo buscando difuntos,
la muerte está en la escoba,
es la lengua de la muerte buscando muertos,
es la aguja de la muerte buscando hilo.
La muerte está en los catres:
en los colchones lentos, en las frazadas negras
vive tendida, y de repente sopla:
sopla un sonido oscuro que hincha sábanas,
y hay camas navegando a un puerto
en donde está esperando, vestida de almirante.
En rigor, el humorismo es una forma de comunicación humana. El escritor Augusto Monterroso decía que es el realismo llevado a sus últimas consecuencias. En “Walking around”, Neruda confiesa:
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos…
Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.
El humorismo es una forma de expresión que activa los mecanismos de la risa a partir de imágenes o sugerencias que responden a sensaciones reales. Nietzsche decía que la potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar. En el prólogo de sus memorias, Neruda reflexiona: “Tal vez no viví en mí mismo; tal vez viví la vida de los otros… Mi vida es una vida hecha de todas las vidas: la vida del poeta”. Acaso por eso, en una especie de autorretrato se describe a sí mismo:
Por mi parte, soy o creo ser duro de nariz,
mínimo de ojos, escaso de pelos
en la cabeza, creciente de abdomen,
largo de piernas, ancho de suelas,
amarillo de tez, generoso de amores,
imposible de cálculos,
confuso de palabras,
tierno de manos, lento de andar,
inoxidable de corazón,
aficionado a las estrellas, mareas,
maremotos, administrador de
escarabajos, caminante de arenas,
torpe de instituciones, chileno a perpetuidad,
amigo de mis amigos, mudo
de enemigos,
entrometido entre pájaros,
mal educado en casa…
desordenado, persistente, valiente
por necesidad, cobarde sin
pecado, soñoliento de vocación,
amable de mujeres,
activo por padecimiento,
poeta por maldición
y tonto de capirote.
*Fotografía: Pablo Neruda, de cuya muerte se cumplen 40 años, solía hacer gala de un humorismo irónico, socarrón y desenfadado, al estilo de los campesinos de su país/ESPECIAL.