Política y escolástica del plagio

Jul 22 • destacamos, principales, Reflexiones • 2283 Views • No hay comentarios en Política y escolástica del plagio

 

Aunque en la arena pública se revelen acusaciones de deshonestidad intelectual, que ciertos funcionarios ostentan con descaro, en las universidades priman el silencio y el disimulo

 

POR HÉCTOR VERA
El plagio académico es, en su acepción más común, el uso no autorizado de ideas, datos, textos o imágenes de otras personas para hacerlas pasar como propias. Esto usualmente se presenta cuando alguien incorpora en un escrito frases (o gráficas, tablas, mapas, etc.) textuales o parafraseadas sin indicar con comillas o referencias bibliográficas cuál es la fuente original. En un sentido más amplio, el plagio es la apropiación no reconocida del trabajo ajeno. Esta es una práctica regular en la academia: profesores cuyos adjuntos dan la mayoría de las clases, investigadores que no incluyen como coautores a ayudantes que escribieron buena parte de sus artículos o libros, funcionarios universitarios que justifican sus altos sueldos porque dicen combinar tareas administrativas y académicas pero que delegan en sus subordinados gran parte de sus responsabilidades.

 

La mayoría de los casos de plagio que en años recientes han llegado a los titulares de la prensa tienen la doble característica de tener una dimensión académica, que compete a las instituciones científicas y de educación superior, y una dimensión política donde entran en juego los intereses de partidos y funcionarios. Ha sido así con el fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, quien fue facciosamente admitido al Sistema Nacional de Investigadores (SNI), y que pese haberse documentado que en sus libros hay extensas transcripciones verbatim y sin comillas, fue absuelto por el Conacyt. Lo mismo sucedió con el director del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), José Romero Tellaeche, quien plagió en un artículo publicado en la revista Trimestre Económico, pero no tuvo el decoro de renunciar a su cargo al frente de ese Centro Público de Investigación y más bien recibió un espaldarazo de su correligionaria Elena Álvarez-Buylla, directora del Conahcyt. Y el caso más sonado, el de la ministra de la Suprema Corte de Justicia, Yasmín Esquivel Mossa, quien plagió en sus tesis de licenciatura (UNAM) y doctorado (Universidad Anáhuac), lo que desembocó en un prolongado proceso jurídico y un agrio debate público donde ha participado hasta el Presidente de la República para proteger a la ministra.

 

En casos de esta naturaleza lo que está en juego no sólo es la integridad intelectual, si no el balance de fuerzas entre facciones políticas. Las acusaciones de plagio contra figuras públicas rara vez son políticamente neutras, tienen el objetivo —obvio, aunque no explícito— de abollar la imagen de los contrincantes políticos. Así fue durante el sexenio pasado, cuando se dio a conocer el plagio del presidente Enrique Peña Nieto en su tesis de licenciatura (Universidad Panamericana) o ahora que se evidenciaron los plagios de Esquivel Mossa. En estas instancias, donde se trenzan las querellas partidistas con las consideraciones de la honestidad intelectual, tiende a predominar lo político sobre lo ético. Quienes son afines al PRI minimizaron las chapucerías tesísticas de Peña Nieto, pero hoy atacan a Esquivel; los partidarios de Morena, que fueron vociferantes contra el expresidente, hoy disculpan abiertamente —o condonan con su silencio— los plagios de Esquivel… y los de Romero Tellaeche, Gertz Manero, Fabrizio Mejía Madrid, Sabina Berman, etcétera.

 

Si algo ha quedado de manifiesto en los últimos dos sexenios es que en cuestiones de plagio el poder político impone su lógica sobre las instituciones académicas y científicas. No siempre ha sido así. Hace casi 30 años sucedió que el secretario de Educación Pública, Fausto Alzati, renunció a su cargo cuando se descubrió que se atribuía el grado de doctor, aunque no había concluido sus estudios de posgrado en Harvard. Un gesto así se ve lejano hoy. En la actual polarización política parece que ninguna deshonestidad es lo suficientemente grave para ameritar un despido o una renuncia. Como muestra el caso de Esquivel Mossa (o el del diputado George Santos de Estados Unidos), la lealtad a un partido o interés políticos, aunada al ánimo generalizado de no reconocer ninguna falla (por más evidentes que ésta sea), han hecho que las consideraciones de honestidad intelectual pasen a un lejano segundo plano.

 

Hoy no se puede asumir que si se le comprueba un plagio a alguien, la indignación pública o la vergüenza personal serán suficientes para que los plagiarios renuncien a sus cargos. Cuando el miedo a las consecuencias de un escándalo parecía un disuasivo suficiente para evitar el plagio, las instituciones académicas no sentían una necesidad apremiante de establecer códigos explícitos contra esa falta. Pero ese miedo ya no es efectivo. Hoy tenemos que después de que El País demostró que más del 40% de la tesis de doctorado de Esquivel Mossa consiste en plagios, ésta no negó los hechos y se conformó con informar públicamente y sin empacho, a través de su representante legal, que lo que hizo no se trató “jamás de una forma de plagio, porque técnicamente esta figura jurídica implica la publicación de una obra completa a nombre de otro”. Pasamos de la hipocresía al cinismo. Los mecanismos informales de disuasión ya no son suficientes y es menester hacer explícito en los reglamentos universitarios lo que antes se obviaba: el plagio es inaceptable.

 

“Sí se le puede reprochar a las autoridades de la UNAM es no haber actuado antes”

 

No se puede acusar a la UNAM de actuar inadecuadamente ante el caso de Esquivel Mossa. Ha hecho lo que ha podido al enfrentarse a una persona protegida desde las más altas esferas del poder político y económico. Lo que sí se le puede reprochar a las autoridades de la UNAM es no haber actuado antes para prevenir este tipo de sucesos cuando se presentaron numerosos casos similares en el pasado reciente. Lo que nos lleva a señalar que junto a la vida política del plagio debe considerarse lo que sucede al interior de las universidades, donde el panorama tampoco es halagüeño.

 

Si en la arena pública han predominado las acusaciones rimbombantes, en el ámbito universitario priman el silencio y el disimulo. Uno de los principales problemas con el plagio en las universidades ha sido la falta de mecanismos adecuados para lidiar con el problema; pero también es grave la tendencia a darle carpetazo a los incidentes de plagio cuando éstos se tornan bochornosos. Veamos, a modo de ilustración, tres casos de la UNAM que en su momento fueron atendidos por la prensa.

 

Como detallaremos en un libro de próxima aparición —escrito al alimón con Alejandro González Ledesma: El plagio. Préstamos indebidos entre académicos, escritores, periodistas y estudiantes (editorial Grano de Sal)—, las instituciones académicas tienen una amnesia selectiva con la que relegan al olvido los vergonzosos casos de plagio que cometen sus profesores. Se trata de un “estado de negación” institucional, una conspiración de silencio para evadir una verdad incómoda. Todo mundo sabe y todo mundo se hace como que no sabe —hasta que se logra que en la práctica las cosas esencialmente no hayan pasado—. Es algo que se ha presentado en varias épocas y niveles. En los años 60 al célebre antropólogo Juan Comas le documentaron plagios en tres de sus libros (Los mitos raciales, 1952; Manual de antropología física, 1957; Introducción a la prehistoria general, 1962). El asunto se ventiló en EL UNIVERSAL y llegó hasta el Tribunal Universitario. No pasó nada. O mejor dicho, sí pasó: dos décadas después del escándalo, la UNAM honró la memoria de Juan Comas bautizando con su nombre la biblioteca del Instituto de Investigaciones Antropológicas y hasta la fecha su figura es un tótem de veneración entre los antropólogos mexicanos.

 

Estas historias no sólo pasan entre las vacas sagradas. En 2005 se descubrió que el alumno de sociología Roberto Josué Bermúdez Olivos había plagiado más de 40 párrafos en su tesis de Licenciatura. Aunque ya había aprobado el examen profesional, al ser evidenciado por el periódico Reforma, tuvo que repetir la tesis y el examen para poder titularse. Después no pasó nada. O mejor dicho, sí pasó: diez años más tarde las autoridades de la Facultad, aun sabiendo de los antecedentes de honestidad intelectual de Bermúdez Olivos, lo contrataron como profesor de asignatura en la misma licenciatura donde había perpetrado su plagio.

 

En 2010, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, el profesor Juan Carlos Velázquez Elizarrarás publicó, en una revista de esa misma Facultad, un artículo que resultó tener 15 páginas de una traducción prácticamente literal de una investigadora francesa. La revista tuvo que ofrecer disculpas públicas y retirar el texto. Después no pasó nada. O mejor dicho, sí pasó: el plagiario fue recompensado con una designación como miembro de las comisiones evaluadoras del Sistema Nacional de Investigadores.

 

Episodios como éstos evidencian varias cosas. Aunque públicamente se condena el plagio, en la práctica se le condona con facilidad. Estas personas no fueron premiadas por ser plagiarios, pero sí fueron plagiarios. En su “rehabilitación” no medió un examen de conciencia donde la comunidad reflexionara sobre la naturaleza de la falta cometida, sobre su gravedad y los caminos para reparar daños y evitar futuros tropiezos. Todo se hizo en lo oscurito. Las autoridades optaron por no agitar el barco, hasta que el secreto a voces se convirtió en olvido generalizado: preferible proteger reputaciones que corregir el rumbo de la institución. Ese camino de ocultamiento y simulación fue el que llevó a la Universidad directo hacia el brete en el que ahora está metida con Esquivel Mossa.

 

Tenemos que hablar abiertamente de estas historias. No para alimentar el morbo y el cotilleo, si no para actuar a la luz de lo que podamos aprender de ellas. Como ha notado sugerentemente el sociólogo Eviatar Zerubavel, en hebreo las palabras silencio y parálisis tienen la misma raíz. Será difícil avanzar si voluntariamente cerramos los ojos para ahorrarnos el dolor y la vergüenza de ver de dónde venimos.

 

 

 

ILUSTRACIÓN: Ani Cortés /El Universal

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