De cómo Hitler acabó con la democracia

May 29 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 2157 Views • No hay comentarios en De cómo Hitler acabó con la democracia

/

La experiencia en muchos países donde se vive el resurgimiento de liderazgos populistas llama la atención de este historiador, quien traza algunas características básicas para identificar sus causas y sus riesgos

/

POR ARIEL GONZÁLEZ

Desde la antigüedad griega hasta los estudios de Bobbio, pasando por Toqueville, Popper y muchos otros, pensar la democracia significa necesaria y simultáneamente pensar en sus antípodas, no sólo en la monarquía, sino también en la tiranía. Así pues, los teóricos que han analizado los fundamentos y desarrollo de esta forma de gobierno han descrito también –en forma directa o indirecta– las condiciones en las que ésta no podría sobrevivir.

 

El siglo XX y lo que va del XXI han demostrado cómo de forma cíclica los enemigos de la democracia cambian de presentación pero siguen siendo tan acérrimos como lo fueron siempre. Luego de la caída de los regímenes fascistas al finalizar la Segunda Guerra Mundial, y de la mayor parte de los totalitarismos comunistas al concluir la llamada Guerra Fría, asistimos al renacimiento de movimientos y liderazgos –hechos gobierno en no pocos países– profundamente antidemocráticos, embozados bajo populismos de izquierda o derecha (o un todavía más engañoso mix de ambas). De ahí que la actualidad del tema se imponga nuevamente a través de diversos títulos (Vida y muerte de la democracia, de John Keane; Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt; o más recientemente El ocaso de la democracia, de Anne Applebaum, entre otros); que examinan cómo el sistema democrático puede fenecer a manos, paradójicamente, de quienes arribaron al poder cobijados por los derechos y libertades que éste garantiza.

 

Desde el punto de vista histórico, sin embargo, la destrucción de la República de Weimar junto con el ascenso de Hitler al poder, resultan paradigmáticos en este terreno. Si había un lugar donde la democracia parecía haberse asentado después de la Primera Guerra Mundial, ese era Alemania, un espacio además donde la alta cultura, las tendencias vanguardistas en prácticamente todos los campos, hacían pensar que un retroceso autoritario y oscurantista era imposible.

 

Es una historia que ha sido contada muchas veces, pero que en estos tiempos conviene retomar tal y como lo hace Benjamin Carter Hett en La muerte de la democracia (Crítica, 2021), con una perspectiva que va mucho más allá del recuento tradicional –y a veces esotérico– de cómo un mediocre soldado, ignorante y repleto de limitaciones y complejos, consiguió fanatizar a millones de alemanes para hacerse del poder y llevar al mundo a la conflagración más apocalíptica de la era moderna.

 

Para Carter Hett la muerte de la democracia puede fecharse claramente el 27 de febrero de 1933, “la última noche de la República de Weimar”, cuando el Reichstag queda reducido a cenizas y un histriónico canciller (Hitler) finge indignación y llama a colgar a los diputados comunistas esa misma noche. Göring, uno de los ministros con los que acaba de formar gobierno, define que se trata del “acto de terror bolchevique más monstruoso hasta la fecha en Alemania”.

 

Es la ocasión perfecta –preparada por empleados de Göring, portavoz del Reichstag– para iniciar una salvaje persecución de los líderes opositores, socialdemócratas y comunistas principalmente, prohibir sus partidos y cancelar de un golpe las libertades democráticas.

 

La obra revisa el conjunto de condiciones que hicieron posible que la democracia alemana sucumbiera de forma fulminante. Y lejos de concentrarse en el encantamiento (sin duda real) producido por la figura de Hitler en las masas alemanas, el autor reconstruye la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial y la habilidad de la élite castrense para eludir su responsabilidad (negándose a negociar el armisticio) y culpar a la clase política por la derrota, las condiciones impuestas por el Tratado de Versalles, la amenaza de revolución comunista y un contexto internacional en el que “los nazis, como otros movimientos autoritarios pero populistas de su tiempo, fueron una respuesta al abrumador triunfo del capitalismo liberal global al final de la Gran Guerra”.

 

Si algo demuestra el libro es que Hitler debería ser –abierta y declaradamente– el ídolo de un montón de líderes populistas de la actualidad que siguen algunas de sus ideas y patrones de conducta política al pie de la letra:

 

–La invención narrativa de uno o varios enemigos (raza, individuo, clan, organismo, orden o sistema de cosas) a los cuales atribuirles la responsabilidad primera y última de las desgracias nacionales;
–Certeza de que este enemigo conspira permanentemente para hacer fracasar el proyecto dignificador, liberador, saneador, purificador, transformador o revolucionario que apoya “el pueblo”;
–“Hostilidad hacia la realidad” y hacia los datos y hechos que la confirman;
–Desprecio absoluto por las reglas democráticas; el odio a la prensa libre y sus críticos, la diversidad y la tolerancia;
–Concentración total del poder;
–Desdén hacia los intelectuales y expertos (personas “metepatas de baja calaña, superficiales, pretenciosas y arrogantes…”, decía el führer).
–Y, desde luego, la mentira cotidiana, repetitiva y sistemática, puesto que, como resume Carter Hett (a partir de lo que Hitler escribió en Mein Kampf) que, en palabras de Hitler, “en la simplicidad primitiva de sus mentes, [las masas] son víctimas de la gran mentira más fácilmente que de la pequeña…”

 

Por otro lado, en La muerte de la democracia queda claro que la fuente natural de la demagogia populista son las respuestas fáciles a problemas complejos. El éxito de un orador como Hitler descansaba no sólo en su capacidad para conmover y electrizar a sus audiencias (según conviniera a la ocasión), sino principalmente en “la intensa convicción con la que ofrecía soluciones simples a problemas desconcertantes”. A ello hay que añadir un rasgo presente en él y sus seguidores europeos o latinoamericanos: “su limitada educación y conocimiento”. Un testigo citado por Carter concluye que el Führer, “como la mayoría de las personas básicamente ignorantes, tenía el complejo de que no necesitaba aprender nada”.

 

Cuanto peor iba Alemania en términos económicos, más terreno fértil encontraba la demagogia nazi. Cuanto más ingenua fue la clase política dirigente (empezando por Hindenburg y sus colaboradores como Von Papen, quienes creyeron que podían deshacerse en cualquier momento de este mediocre “soldado”), más fácil resultó para Hitler dar el golpe mortal al sistema democrático.

 

La muerte de la democracia es una obra cuya lectura resultaría obligatoria en cualquier momento, pero en esta época en la que tantos analistas –como el propio Carter Hett– encuentran diversas similitudes con los años 30, resulta urgente, porque cuando lo que creemos “imposible” toca a la puerta, ya es demasiado tarde.

 

FOTO: Los dictadores Mussolini y Hitler dan un paseo en Berlín en septiembre de 1938./ AP

« »