Primera comunión: un cuento de Ernesto Sánchez Pineda

May 14 • destacamos, Ficciones, principales • 3105 Views • No hay comentarios en Primera comunión: un cuento de Ernesto Sánchez Pineda

 

Este es un adelanto del libro Condominios, Premio Manuel José Othón en 2020, recientemente publicado por la Universidad de Guanajuato

 

POR ERNESTO SÁNCHEZ PINEDA
Nadie supo nunca por qué el Enano lloró. Todavía hoy no estamos seguros. Creo que nunca se lo ha dicho a nadie, ni a sus novias ni a su esposa ni a sus hijas. En ese tiempo ir a terapia era para la gente con dinero, y de entre ellos, para los más ridículos, según decía mi papá. Por lo menos eso se pensaba en ese entonces, hace unos treinta años, cuando yo traía la cosquilla de hacer la primera comunión. El Enano creció con la misma idea, por eso se ha guardado todo.

 

Ahora que lo pienso, creo que el culpable de ese día fui yo. A mis hermanos les valía madre lo de la iglesia. Pero yo, cuando vi a mis primos, Alejandro y Fátima, hacer su primera comunión, fui corriendo a preguntarle a mamá que cuándo me tocaba a mí. Estaba bien morrillo. Todo me deslumbraba. Solo verlos ahí, de blanco, arrodillados frente al padre, con toda la atención de la iglesia, era suficiente para que yo quisiera tomar el camino de Dios, de la verdad, de la pureza. Qué pendejo era.

 

Tuve una infancia diferente. No mala, no me malentiendan, más bien diferente. Mis padres eran poca madre. Liberales. Nos dejaron hacer varias cosas que los demás veían mal porque pensaban que no nos haría daño y porque estaban seguros que algunas costumbres eran estúpidas. De morrillos la pasábamos genial, pero por lo mismo algunos adultos nos veían como bichos raros. Había cosas que se hacían por costumbre y ya. No se cuestionaban. Mis padres no fueron así, y los demás, a veces, nos barrían o tijereaban por eso. Por ejemplo, la decisión de tener o no una primera comunión fue nuestra, no de ellos ni de mis abuelos ni de nadie. Nuestra porque como decían mis jefes, nosotros éramos los que nos íbamos a meter en el pedo. Nos lo dijeron desde chavitos: “piénsenlo, medítenlo y créanlo de a de veras, porque si no lo creen no vale la pena”.

 

Y es que en ese entonces la primera comunión para casi todos era como el bautizo: te chingas porque te chingas, no se tiene voz ni voto. Si no sabes bien quién es Jesús y la Virgen y el coladito del Espíritu Santo no importa, ya tendrás toda la vida para averiguarlo.

 

Antes a mí no me gustaba la iglesia. Me aburría de a madres. Pero ir a la primera comunión de mis primos me hizo cambiar de parecer. No sé por qué, tal vez porque los conocía, tal vez porque eran más niños que yo y me sentí rezagado. No sé. No sé realmente qué pasó cuando los vi, ahí, comiendo el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo. La imagen me sacó de pedo, y de la nada me entraron las ganas de dedicarme por completo a la vida monástica. Así, de repente, ya no quería ser ni bombero ni astronauta ni presidente (gracias a Dios quería ser padre (¿ven la ironía?).

 

Claro que no sabía lo que hacía, estaba bien moco, vamos, tenía solo once años: todavía no conocía las virtudes, esplendorosas, chingonas, de las inmoralidades sobre las que ahora me he volcado. Nel, era casto y puro… y pendejo. Total, en el fondo: quería ser un niño bueno. Enorgullecer a mis padres. Entrar al cielo.

 

A mis hermanos, en cambio, el tema les daba igual. El Enano, que era el más peque, apenas estaba aprendiendo a leer y el grande prefería estar todo el día en la calle jugando “lastráis” o “chinche al agua”. Yo, por otro lado, fui recolectando las lecturas impresas en papel periódico que nos daban en las iglesias para poder seguir los cantos y rezos, y también le pedí a mi abuela que me obsequiara uno que otro librito de bolsillo repleto de oraciones. Tenía un chingo. Era bien devota. Casi todos en la familia eran bien devotos. También, confieso, me robé uno de sus rosarios. Quería ser el más bueno de todos.

 

Total, mientras mi hermano aprendía nuevas formas de lanzar la bola en “las chollitas”, yo me sentaba y abría un cajón que había convertido en un altar improvisado y me ponía a rezar. Era como una conversación —algo tonto si lo piensan— con Dios. Debí parecer un loco, solo, viendo un cajón y hablando durante horas. Eso sacó de onda a mis padres, que me veían desde la puerta del cuarto con intriga. Trataron de que me interesara en otras actividades, me metieron a entrenamientos de futbol y clases de pintura, pero eso no ayudó mucho, porque aunque regresara cansado, me hincaba, leía una oración y metía la cabeza en el cajón para rezar.

 

Si mis papás no supieron qué hacer, mis abuelos, paternos y maternos, por el contrario, estaban emocionadísimos con este vuelco en mi actitud. Incluso se empezaron a hablar entre ellos, cosa que no pasaba desde la boda de mis padres, pues en ambos bandos creyeron que su hijo se llevaba la peor parte.

 

No se querían entre ellos, pero para esto me apoyaron mucho y, con su apoyo, me animé para plantear a mis papás, una noche, antes de dormir, que quería ir a las clases de catecismo. No les gustó mucho la idea y trataron de quitármela de la cabeza con los otros compromisos que ellos habían adquirido para mí, pero fui insistente. Y tal vez porque vieron que estaba decidido se sintieron obligados a jugar una última carta: tenía que convencer a mis hermanos de ir conmigo, porque ellos no tenían tiempo de estarme cuidando. La condición me puso triste, porque a mis hermanos les daba igual lo de la primera comunión, y no importaba que mis abuelos les prometieran idas al cine y regalos, ellos preferían cualquier cosa a ir a la iglesia. Eran unos niños normales. Recuerdo que me agüitó la condición, pero la acepté porque no había de otra: o los convencía o no me podía hacer padre, y yo ya tenía bien claro que quería ser padrecito.

 

Bueno, la verdad es que el Enano no fue ningún problema, la sola promesa de una fiesta y los dulces lo puso a bordo del plan. El grande, Gus, no fue tan fácil de convencer, la fiesta le daba igual, y las mentirillas que le dije al Enano no funcionaron con él, así que me la jugué y le dije que lo más probable es que hubiera niñas en el catecismo, y que seguro iba a estar repleto de las más bonitas, tan solo había que acordarse de las amigas de la prima Fátima que la acompañaron a su primera comunión; otra mentira, no sabía si habría niñas y menos si estarían bonitas, pero el truco funcionó: la lujuria estuvo de mi lado.

 

Con mis hermanos a bordo del plan, mis jefes no pudieron hacer nada para evitar que fuera al catecismo. Pero debo decir la verdad: de las clases no me acuerdo de nada. Solo, tal vez, de cosas que nada tenían que ver con las clases, como que la chica que las impartía estaba bien buena, que cantaba de manera espectacular y que parecía una renegada, pues siempre le llamaban la atención por el largo de su falda. Recuerdo también que mi hermanito no se aprendía las oraciones que venían en el libro, y que cuando nos tocaba examen siempre lo hacían llorar. No sé qué esperaban, si el pobre todavía no sabía ni leer bien, menos se iba a aprender el Credo o alguna de esas oraciones súper largas y aburridas que te tienes que memorizar. Pero para nuestra sorpresa (de Gus y mía), el Enano no reprobó.

 

Es más, casi todos los niños pasaron las pruebas finales, solo el pequeño Ángel y Laura no iban a tener derecho de hacer la ceremonia, pero no porque hubieran reprobado, sino porque sus padres no pagaron las cuotas del curso y de la iglesia y pues eso es, a final de cuentas, el único requisito obligatorio para hacer la primera comunión o confirmación o casarte o que San Pedro te abra la puerta cuando casques de la tierra. Sin dinero no se puede ser de los buenos.

 

Cuando acabamos el curso, a mis jefes les dio igual la noticia, pero cuando le dijimos a mis abuelos no se podían contener de gusto. Enseguida sacaron el calendario, apuntaron a un sábado no tan lejano y decidieron una hora.

 

La fecha estaba acordada. Confesión el viernes 7 de febrero a las ocho de la noche en la residencia de la diócesis; misa el siguiente sábado a las diez de la mañana, y la fiesta a las doce, en un jardín que los abuelos habían rentado.

 

El viernes llegamos puntuales con mi madre y mi abuelo. Íbamos vestidos como para iglesia, de trajecito y limón en el cabello. Todo el show. Íbamos, creo, hasta contentos. Pero el teatro no duró mucho, porque el padre, en cambio, llegó con cuarenta minutos de retraso, claramente alborotado por algunos tragos. Nosotros ya estábamos bien aburridos, sentados en la banca, calladitos y bien portados. Pero de niños, cuarenta minutos de estar sentado es como diez horas de trabajo esclavizado. Ya estábamos inquietos. Yo quería jugar con una pelota que estaba en el zaguán, pero mi abuelo ya nos había regañado dos veces a mí y a Gus cuando intentamos pararnos.

 

El padre llegó y ni nos notó. Saludó a mi abuelo, el cual le besó la mano, y a mi madre también la ignoró. Preguntó que si éramos los afortunados muchachitos, de manera bonachona. Y enseguida dijo que tenía otro compromiso, que había que hacer las confesiones rápido.

 

La verdad es que el padre me cayó mal desde que lo vi. Recuerdo parte de la conversación que tuvo con mi abuelo y mi madre, pero lo que dijeron no es importante, sino que hablaba con la pedantería de quien se sabe importante. Era mamón y se le notaba. Además, me molestó cómo mi abuelo cambió su tono y bajó sus hombros y su volumen de costumbre desde el momento en que le besó la mano para saludarlo. También me dio gusto que mamá ni se inmutara con su llegada y que además se le notara lo enojada en el rostro, y que lo saludara con un “buenas tardes”, en un tono bajo y alargando el “tardes” para demostrar su encabronamiento. Mi mamá era de armas tomar y estaba, como nosotros, impaciente por estar esperando como tontos.

 

El padre la ignoró por completo y preguntó a mi abuelo sobre la donación de un terreno que había prometido hace tiempo. Se quedaron platicando como 15 minutos, sin poner atención a mi madre ni a nosotros, que estábamos calladitos en una banca, esperando, hasta que el padre volteó y dijo:

 

—¿Estos son los muchachos? Muy bien. Muy bien. Me han dicho que andaban en los caminos del infierno —mientras miraba con reprimenda a mi madre—, pero qué bueno que ya reconsideraron, jovencitos. Dios y la iglesia son el camino del bien y la salvación. A su edad dejar entrar a Dios a sus vidas y sus corazones es lo mejor—. Y nos despeinó con un ademán que buscaba ser cariñoso, pero resultó entre violento y molesto.

 

—Son buenos niños —dijo mi abuelo, como disculpándose por nosotros.

 

Mi madre se contenía de todo comentario. Se veía que le molestaba estar ahí y se notaba que más que nada le encabronaba ver al abuelo estar de lamebotas con el padre.

 

—Los niños buenos son los consentidos del Señor… pero ahorita veremos qué tan buenos son realmente —y nos miró como quien amenaza o reta o quiere sacar una verdad que ya ha descifrado—. Bueno. ¿Quién va primero?

 

Y mi abuelo iba a decir algo, supongo que quería que el Enano empezara, porque era el más impaciente de los tres, pero el padre lo interrumpió:

 

—Que sea por edades, pasa tú primero —apuntó a Gus.

 

Vi la cara de Gus y estaba nervioso. Caminó y volteó a ver a mamá como pidiendo ayuda, pero ya estaba jodido, el padre lo llevó a un cuarto que estaba junto a la entrada y nos quedamos esperando.

 

Nadie dijo nada en todo el rato que Gus estuvo en confesión.

 

Salió a los pocos minutos, serio, y cuando se acercó a nosotros, nos dijo:

 

—Es buena onda el padre, me puso bien poquita penitencia. —Y se sentó en la banca con una cara de alivio que no podía con ella y empezó a jugar piedra, papel y tijera con el Enano que ya traía chinguiles en las nalgas y se las quemaba por pararse a brincar. Creo que nunca lo había visto tanto tiempo quieto como ese día. Yo creo que ni sabía qué era lo que pasaba.

 

Me tocaba a mí. El padre solo se asomó por el marco de la puerta y me siguió con la mirada mientras pasaba a un lado de mamá y el abuelo. Entré nervioso y me senté en una silla. El padre se sentó en otra silla, frente a mí. No era como en la iglesia, como en el confesionario que no le ves la cara al padre. Sentí que me esculcaba las entrañas. Me dio miedo. Me dio miedo incluso cuando sonrió y dijo que no me preocupara. Sabía que me engañaba, que quería que no me preocupara pero que me iba a chingar. Tenía miedo y por eso las primeras palabras fueron practicadas y me salieron más por memoria que por ganas.

 

—Perdóname, padre, porque he pecado —para después recitar todas las faltas en las que había incurrido, que prácticamente se resumía en: le he faltado el respeto a mis padres, he mentido, me he peleado, he dicho malas palabras, etc.

 

El padre me eximió y me dio una penitencia de cinco Padres Nuestros y diez Aves Marías. Nada. Todos los días rezaba más que eso. Salí contentísimo. Era claro, estaba destinado para el camino del bien… siempre y cuando me confesara con generalidades.

 

Cuando salí, le dije a Gus y al Enano la penitencia. Gus volvió a decir que el padre era buena onda, chocamos las manos y empezamos a murmullar los pecados que habíamos dicho. Hizo lo mismo que yo. Dijo todo, pero no dijo nada. Estábamos riendo ya parados, así que ni siquiera vimos al Enano escabullirse al cuarto. Como ya habíamos hecho lo nuestro el abuelo no nos regañó cuando agarramos la pelota para hacer unas dominadas en el zaguán. No nos dimos cuenta de que habían pasado ya veinte minutos desde que el Enano había entrado hasta que mamá le dijo a mi abuelo que fuera a tocar. Mi abuelo no lo hizo. Dejamos la pelota y nos fuimos a sentar, así, sin que nadie nos dijera nada. Recuerdo cómo me empecé a sentir mareado o nervioso o enojado. No sé, algo. Sentí algo. Creo que Gus también estaba igual porque me veía y no decía nada, pero sus ojos decían lo que yo sentía.

 

Deben haber pasado unos veinticinco minutos antes de que saliera mi hermanito, y cuando salió fue directo al regazo de mamá llorando. Qué digo llorando, chillando, aullando, berreando como un loco. Mi mamá no sabía qué hacer o qué decir, le preguntaba qué había pasado, pero mi hermano se atragantaba con su llanto cada que quería dar una explicación. De la puerta del cuarto se asomó el padre, enseguida mi hermanito lo apuntó y siguió llorando mientras decía él, él, él.

 

Sentí que mi sangre hervía, cerré los puños, pero me quedé quieto, frenado por la rabia, solo hasta que vi que Gus había aventado la pelota a la cabeza del padre, empecé a gritar maldición tras maldición, como poseído, mientras me le abalanzaba a golpes al padre. Mamá, desconcertada, reaccionó junto con mi abuelo para despegarnos de las piernas del padre, y nos tomó a los tres bajo sus brazos y nos empujó hacia la salida, sin decir una palabra.

 

Gus y yo íbamos encabronadísimos, resistiéndonos, pero mamá era más fuerte y ya sabía cómo controlarnos. Ya casi nos sacaba del lugar, cuando entre gritos y pataletas vi al abuelo disculparse por nosotros mientras le besaba la mano al padre, que sonreía, sonreía el muy cabrón. Y ahí fue cuando valió madre mi carrera como sacerdote, justo cuando me zafé del agarre de mamá para darle un puntapié en la espinilla al cabrón que hizo llorar al Enano. Solo entonces vi que se le borraba la sonrisa al padre. Y recuerdo lo bien que se sintió hacerlo. Recuerdo un momento de felicidad. Recuerdo querer darle otra patada, pero también recuerdo el volteón de cara que mi abuelo me dio y los gritos de mamá reclamándole y la confusión y todos en manada yendo al carro. Y el silencio. El silencio casi inmediato en cuanto se prendió el motor del carro y comenzamos a avanzar.

 

Pero el silencio poco a poco se fue extinguiendo, comencé a maldecir, Gus entró como en un trance y empezó a golpear el respaldo del asiento. Mamá no decía nada, pero lloraba, y frotaba con algo de desesperación la pierna del Enano. Y después volvimos a callar, pero el carro se impregnó de gemidos a diferentes intervalos. Un llanto que los cuatro reprimíamos.

 

Nunca hicimos la primera comunión.

 

IMAGEN: Dante de la Vega/ EL UNIVERSAL

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