Prisas de la novelista
POR JAVIER MUNGUÍA
La cifra resulta abrumadora, casi inverosímil: suman 140 los libros publicados por Joyce Carol Oates, sin contar las antologías que ha coordinado, en sus 51 años de vida literaria. Aunque más conocida por sus ficciones de largo aliento, la veterana autora ha probado suerte en todos los géneros. Ella misma ha dividido su extensa producción en novelas, novelas cortas, colecciones de relatos, poemarios, piezas de teatro, narrativa para jóvenes, narrativa para niños y libros de no ficción, entre los que hay reseñas, ensayos cortos y largos, y sus memorias de viuda. Nacida en 1938 en una pequeña ciudad del estado de Nueva York, a Oates se la suele referir disputándose con autores como Philip Roth, Richard Ford, Thomas Pynchon y John Irving el título de primer narrador estadounidense de la segunda mitad del siglo XX y la posibilidad de obtener ese Nobel de Literatura que le ha sido esquivo a su país durante 20 años. Sus libros no desmerecen tal entusiasmo.
Una autora con una obra tan amplia y diversa puede ser muchas autoras. Arriesgo una descripción de los rasgos característicos de los libros de Oates basado en la lectura de los apenas once que le conozco, todos de narrativa. Se habla aquí de una escritora menos interesada en las innovaciones formales que en la hondura de sus personajes. Más que apelar al suspenso, Oates echa mano de una morosidad fecunda, que recompensa la atención del lector. Es mucho mejor novelista que cuentista; en sus ficciones breves suele quedarse corta. Es versátil: no sólo frecuenta todos los géneros, sino que parece tener entre sus designios el narrar una tajada ancha de la experiencia humana: los sinsabores de la migración, el duelo ante la muerte inopinada de la madre, las secuelas de una violación, la paulatina iniciación de una joven en oscuros placeres, la violencia intrafamiliar, la crueldad y paranoia sociales inspiradas en simples sospechas, la relación subrepticia entre una joven y un viejo, la vida de Marilyn Monroe, incluso el boxeo. Todo parece ser materia dispuesta para que Oates lo narre o lo someta a examen.
Quizás sea este último rasgo, su deseo confeso de ser una Balzac contemporánea, el responsable de su superproductividad, su enfebrecido ritmo de publicación, que sí perjudica algunos de sus libros. Mujer de barro (2012), su más reciente novela traducida al español, es muestra de ello. La protagonista, Meredith Ruth Neukirchen, es una doctora en filosofía que ha asumido el rectorado de una prestigiosa y elitista universidad estadounidense; es la primera mujer que ocupa el cargo. Dos planos narrativos alternados conforman el libro. Los dos están narrados en tercera persona y pocas veces se apartan de la perspectiva de la protagonista. El primero narra la dura niñez de Meredith: estuvo a punto de ser devorada por las marismas junto a un río, donde una madre desequilibrada pretendía ofrendarla a Dios, pero fue rescatada por un trampero de tan infausta suerte, cubierta de barro. Luego de pasar por una casa de huérfanos, la Niña de Barro por fin encuentra un hogar cálido y duradero, aunque no exento de desafíos, que también tienen lugar en el segundo plano: ya instalada en su responsabilidad como rectora, la Mujer de Barro deberá enfrentarse a la robusta ala conservadora de su universidad, que la ve con desconfianza por su sexo y por sus ideas progresistas.
En un principio, los dos planos se alternan en razón de uno a uno. Sin embargo, los episodios de la adultez de la protagonista resultan más numerosos que los de su niñez. Es un acierto del libro que en vez de forzar la exacta simetría entre ambos planos, Oates interrumpa uno de ellos cuando la trama así lo requiere mientras prolonga el otro.
De las dos líneas narrativas, la más lograda es la de la niñez de Meredith. Es el relato sobrecogedor y sin estridencias melodramáticas de un viaje de la orfandad y el desamparo a la independencia y al éxito basado en los méritos propios. La fragilidad de Meredith está cifrada en el apelativo que le da el narrador, Niña de Barro. Esta deberá abrirse paso primero en un medio hostil y violento como el de la casa de huérfanos, y luego, en el marco de una familia que la protege y le da los cimientos que necesita, pero no deja de asumirla como la sustituta de una hija perdida, que incluso le ha heredado el nombre. Armada con su descollante inteligencia, la niña buscará su propio lugar en el mundo. Los episodios de este plano no lucen fortuitos o intercambiables: conforman una unidad y nos brindan un retrato completo y minucioso de la protagonista y de quienes tienen un papel relevante en su vida.
La segunda línea cuestiona la pretendida independencia de Mujer de Barro: en el fondo y pese a sus extraordinarios logros, el pasado ha conseguido colársele por algún intersticio. De alguna forma, la fragilidad ha alcanzado el nuevo yo construido. El problema de este plano es que ese nexo entre pasado y presente, crucial para el libro, no llega a ser del todo persuasivo. La oposición entre Meredith y sus detractores a menudo no pone en juego los conflictos interiores de la protagonista. Dicha oposición más bien se entiende como comentarios editoriales disfrazados de su autora, que parece desear dejar sentadas ciertas posturas suyas: su repudio de la guerra de Irak, de la exclusión en contra las mujeres, del movimiento en contra del aborto, del elitismo en la universidad que su personaje preside, de la entrada indiscriminada de recursos a la institución.
Como se ve, son todas ellas buenas causas, dignas de encomio. Lástima que Oates no haya sabido ligarlas de manera contundente a la configuración de su personaje. ¿En qué sentido estas luchas vulneran a la niña desvalida que un día fue, la sacan del armario donde la rectora la había arrumbado? Más bien tienen la apariencia de pasajes independientes y poco integrados al primer plano del libro. El único rasgo de la vida adulta de Meredith que sí tiene clara correspondencia con su vida de niña es su docilidad al aceptar una relación sentimental oculta y desventajosa: Mujer de Barro no se siente con derecho de exigir nada y admite las migajas de amor con agradecimiento.
En medio de la crisis de Neukirchen, la novela presenta como reales sus delirios, que incluyen un asesinato y una boda inverosímil. Después, sin necesidad de que el narrador haga aclaración alguna, el lector descubre su estatus fantasioso. Estas alucinaciones habrían podido ser un buen vehículo para explorar los temores y deseos ocultos de Meredith. Tal como están descritas, obedecen menos al propósito de revelar otras dimensiones del personaje que al capricho.
En ese sentido, la gran productividad de Oates perjudica sus libros. Mujer de barro da la impresión de estar resuelta con prisa, de modo que sus dos planos no llegan a conformar un bloque indisoluble. La misma dinámica de alternar dos planos que van inseminándose mutuamente, aclarándose el uno al otro, nos da derecho a esperar una epifanía, punto de convergencia de todo lo leído, que no llega nunca, y el final, vago, invita más al desconcierto que a la conmoción. No se puede decir que uno lamente haber leído la novela, que exhibe episodios de gran intensidad y está firmada por una de las mayores narradoras de nuestro tiempo. Más bien a uno le ronda la pregunta de qué clase de novela habría sido esta de haber tenido su autora menos prurito por aumentar cuanto antes su ya muy abultada bibliografía.
*Fotografía: Joyce Carol Oates, Mujer de barro, traducción de María Luisa Rodríguez Tapia, Alfaguara, Madrid/México, 2014, 504 pp.
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