Pronto vas a desaparecer
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Los pronósticos que una vendedora de lotería hace a un timorato oficinista también lo llevarán a preguntarse sobre la finitud, el amor de su madre, la amistad de sus amigos, y a cuestionarse si alguna vez estuvo entre nosotros
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POR BIBIANA CAMACHO
Desde que los vio en la esquina, supo sin lugar a dudas que ya le había llegado la hora. No tenía caso correr, exageró la cojera que tanto trabajo le costaba disimular para que se apiadaran de él. Los dos hombres caminaban a paso firme y decidido, eran altos y fornidos. Uno de ellos balanceaba un machete en su mano derecha. El otro no tenía nada en las manos, pero su mirada era amenazadora. Lo miraban directo a los ojos, sí, sin duda iban por él.
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Entonces recordó las palabras de la anciana, esas que hasta la borrachera le habían bajado el viernes en la cantina cuando convivía como siempre con sus colegas.
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La anciana calva con la cara llena de verrugas le causaba repulsión y siempre se negaba a comprarle sus boletos de lotería. Pero ese viernes la vio cojear. Apenas la semana anterior la había visto con el aspecto de siempre, pero ese día la anciana lucía cansada, ojerosa, con una cojera lastimosa que le provocaba un rictus de dolor en el rostro que jamás le habían visto en ese estado. Por eso decidió comprarle un boleto de lotería, pero cuando la anciana se acercó, le dijo que ya no vendía lotería porque la suerte la había abandonado y ya no era correcto venderla más. Le ofreció chiclets y cigarros o bien leerle la espuma de la cerveza. Sus amigos lo animaron con risotadas y aplausos y él accedió. La voz de la anciana se tornó dulce y melódica. ¿Cómo era posible que de ese cuerpo marchito emanara una voz tan agradable?, se preguntó. Pero a medida que la anciana enumeraba algunos hechos ocurridos en el pasado, Bartolo sintió que la borrachera se disipaba.
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Le dijo que aunque la maestra de cuarto año jamás lo acusó, siempre supo que él le había robado dinero de su bolsa, no lo puso en evidencia porque le dio lástima ese niño regordete y cojo que no daba una en la escuela y que por más que se esforzaba no lograba hacer amigos. Le recordó el episodio con su madre cuando ella le negó dinero durante la adolescencia para llevar a una chica al cine, al final le dio tanta vergüenza no tener dinero que no se presentó a la cita. La muchacha lo hubiera perdonado si él la hubiera buscado para explicarle la situación, pero Bartolo jamás se atrevió. Lo más perturbador era que la anciana no sólo parecía saber lo ocurrido en la vida de Bartolo, sino que sabía o parecía saber lo que los participantes en esos hechos habían pensado de él. La algarabía de la mesa se convirtió en un silencio vergonzoso. A Bartolo se le enrojecía el rostro y se le nublaba la vista. Por fin supo lo ocurrido aquella vez que despertó tirado en la calle, sin zapatos ni dinero, con la boca pastosa y la cabeza pesada y dolorida. Anduvieron de bar en bar, poco a poco los amigos empezaron a irse, algunos intentaron encaminarlo a casa, pero se negó, quién sabe por qué. En el último bar, se sentaron con otro grupo de parroquianos, se encandiló con una mujer que estaba ahí, no dejaba de mirarla y ella le correspondía, a pesar de que iba acompañada. Su amigo Humberto se despidió e intentó llevarlo, pero Bartolo se negó. Pensaba que podía irse con la mujer. La imaginaba en poses cachondas y tenía el miembro duro, a cada rato se sobaba, dizque sin que nadie se diera cuenta, pero todos se burlaban en sus narices. Cuando los echaron del bar porque ya iban a cerrar, se fue con los que quedaban: la mujer y dos hombres a quienes ni siquiera reconocería si viera en la calle, tan poca atención les prestó. Y eso que ellos se hacían señas y se burlaban. El encargado del hotel al que llegaron les entregó una llave casi sin levantar la mirada del periódico, tan acostumbrado estaba. Él ni enterado. Ya en la habitación siguieron bebiendo. En un momento dado los hombres fingieron salir de la habitación y ni siquiera se percató de que se habían encerrado en el baño. La mujer le quitó la ropa, mientras dejaba que sus manos torpes y sudorosas la acariciaran. Luego se le nubló la vista y no supo más. Le quitaron todas sus pertenencias, lo violaron y lo dejaron donde despertó. Intuyó que algo muy malo habría ocurrido, por lo adolorido, por la sangre seca, por el taladro en la cabeza. Pero no dijo nada. El miedo era mucho mayor que la vergüenza. Muchas veces se sentía observado y perseguido. Siguió saliendo los viernes con los amigos para que no sospecharan, pero el miedo ya no le permitía disfrutar las tertulias como antes. Se emborrachaba, pero un terror agazapado le decía cuándo debía irse a casa.
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La anciana quedó en silencio. Una risa estruendosa salió de lo profundo de Bartolo, mientras se sostenía la barriga, dijo:
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–Ay, vieja, qué chistecito y quieres que te pague por una broma tan mala. Ni lo sueñes.
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–No, yo no cobro por esto, mejor cómprame un chicle o un cigarro.
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Todos a la vez sacaron unas monedas y tomaron una golosina de la canasta que pendía de los brazos flácidos y arrugados de la mujer. Parecían temerosos de que la anciana decidiera decirles la suerte a cada uno de ellos.
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–Por cierto –dijo antes de marcharse con paso renqueante –Pronto vas a dejar de existir, no te queda mucho tiempo, así que si tienes algo importante que hacer antes de que eso ocurra, apresúrate.
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–Bueno, ya, a la chingada madrecita –dijo uno de los amigos de Bartolo, mientras la empujaba lejos.
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–Pinche vieja, nomás anda asustando a la gente para que le compren –dijo Bartolo y luego levantó su vaso.
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Los demás brindaron con él. Pronto se olvidaron de la anciana y se dedicaron a hacer las mismas bromas de siempre, a excepción de Bartolo quien se esforzaba por reír a carcajadas y ocultar su desconcierto. ¿De verdad eso le había ocurrido? Recordaba escenas mínimas, el roce con la mujer que tanto le había gustado pero de la cual no retenía ni el rostro, ni la forma de su cuerpo, ni siquiera un gesto. No recordaba el hotel y mucho menos a los dos hombres. Cada que hacía un esfuerzo de memoria, le dolía la cabeza y sentía un malestar en el estomago, asco y el presentimiento de que alguien lo vigilaba de cerca.
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Se levantó para ir al baño y se marchó sin despedirse ni pagar la cuenta. Se quedó dormido apenas tocó la cama. Las pesadillas no lo dejaron en paz durante toda la noche. Estuvo largo rato en la cama con mareos y náuseas. Su mamá le preparó un té y le llevo el desayuno a la cama, mismo que no pudo tragar. Cada que intentaba dormir, la pesadilla regresaba, siempre la misma, con algunas variaciones. Bartolo corría desesperado, iba tan rápido que sus pies apenas tocaban el piso, pero alguien o algo más rápido iba tras de él. Una mano de dedos larguísimos le apretaba el hombro de vez en cuando y al mismo tiempo sentía un suspiro en el oído, a veces en el izquierdo, otras en el derecho. Bartolo siempre corría, en un campo, en una calle desierta, en medio de una carretera, dentro de un centro comercial; y siempre estaba oscuro. Así estuvo todo el sábado, agotado y desesperado.
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–Ay, mijo, ora sí se te pasaron las cucharadas.
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Y Bartolo no se atrevía a decirle que había bebido muy poco, que una anciana le había dicho cosas horribles y que ahora lo asaltaban el asco y el delirio, y que tenía miedo, mucho más miedo que aquella vez que despertó casi desnudo en la calle.
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El domingo logró dormir un poco y comer algo. Su madre lo miraba divertida y con un ligero reproche, chasqueaba la lengua cada que salía de la habitación de Bartolo.
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El lunes en el trabajo tuvo que disculparse por haberse ido de la cantina sin avisar, esperaba insultos y bromas pesadas; estaba seguro de que tendría que invitar la borrachera del próximo viernes. Pero sus colegas casi ni lo voltearon a ver, apenas lo saludaron. Ahora al miedo y la confusión se sumó la vergüenza de lo que pensarían, ¿habían creído lo que dijo la anciana?, ¿se sentían avergonzados de él?, ¿acaso le retirarían la palabra por haberse dejado embaucar?
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El resto de la semana transcurrió con normalidad, salvo porque durante las comidas y la hora del café, todos charlaban animadamente, pero nadie parecía percatarse de su presencia. Bartolo hubiera preferido las miradas burlonas y los cuchicheos a esa indiferencia que lo dejaba perplejo y confundido.
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El viernes se retrasó un poco a la hora de la salida y entonces descubrió que sus colegas se habían marchado sin él, ni siquiera le habían avisado en dónde se reunirían. Dudó un instante, podía ir a los dos bares que frecuentaban con mayor regularidad, estarían en uno o en el otro sin duda alguna. Al final decidió macharse a casa, temió que le hicieran un desaire.
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Dos calles antes de llegar a su casa se topó con esos sujetos, que pensó acabarían con su vida de un machetazo. Cuando los tenía a pocos pasos, sólo deseó que ese machetazo fuera certero y contundente. No quería sufrir y mucho menos volver a despertar sin saber dónde estaba, quién era, sin saber lo que había ocurrido. Cerró los ojos cuando tuvo a los hombres de frente. Pero ellos pasaron de largo. Cuando abrió los ojos de nuevo, los hombres se alejaban a paso firme, el del machete seguía balanceando el arma, como si se tratara de un juguete inofensivo.
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–Buenas noches –le dijo a su madre, que estaba frente a la televisión. Antes de entrar había pensado en una mentira rápida, seguro de que le preguntaría por qué había vuelto tan temprano y no se había ido de juerga, como todos los viernes, con sus amigotes. Por eso no consigues mujer, le decía su madre. Pero ella no dijo nada, ni siquiera pareció percatarse de su presencia. Entró a la cocina por un vaso de refresco y se sentó junto a ella. Quería cenar algo para aliviar la ansiedad. Como había ocurrido durante toda la semana, su madre no le ofreció bocado alguno. Quizá sigue enojada por el fin de semana pasado, pensaba él, sin mucha convicción.
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Cuando despertó, la televisión seguía encendida, pero su madre ya no estaba ahí. Esa noche volvió a tener la pesadilla del fin de semana anterior, sólo que esta vez los largos dedos, no sólo le presionaban el hombro, a veces alcanzaban su cuello o el brazo.
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En la mañana estaba agotado y aterrorizado. El presentimiento de algo atroz se instaló en sus entrañas y tuvo miedo de salir de su cuarto. Sintió, de pronto, un gran cariño por su madre y fue a la cocina, donde la escuchó trajinar.
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–Madre.
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La mujer no contestó, ni interrumpió sus ocupaciones. Alzó la voz y volvió a llamarla, sin obtener respuesta. Le gritó tres veces y la mujer lo ignoró, como si no estuviera ahí. Bartolo salió de la casa indignado, seguro de que su madre le aplicaba la ley del hielo. Si no era para tanto, pensó, en peores me ha visto. Pronto cayó en la cuenta de que no sólo su madre lo ignoraba, él mismo parecía no existir. La gente pasaba de largo sin mirarlo, en los restaurantes en los que intentó almorzar lo ignoraron, pidió una cajetilla de cigarros en una tienda y jamás la recibió, el tendero ni siquiera se percató de su presencia. Bartolo, desesperado, tomó al hombre por los hombros y lo zangoloteó con todas sus fuerzas. A pesar de que sintió el peso del cuerpo, la textura de la piel bajo la camisa y hasta el aliento; el tipo estaba como si nada detrás del mostrador. Entonces Bartolo emitió un alarido, el terror le resbalaba por el cuerpo en grandes gotas de sudor. Sentía que no podía respirar.
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Sabía que sus únicas dos opciones eran morir o enloquecer. Pero, ¿y si en realidad ya estaba muerto? Recordó a la anciana de las verrugas y decidió ir a buscarla. Anduvo de cantina en cantina, ansioso por ver su andar renco, su cráneo anguloso y las verrugas en su rostro. Varias veces preguntó por ella, nadie le contestaba, nadie se percataba de su existencia. Parecía que ni siquiera ocupaba espacio. Se miró en los espejos y veía su reflejo nítido y preciso, ¿cómo era posible que nadie más lo viera?
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Echó a correr de la desesperación, aventaba gente a su paso, pero ni se movían; gritaba y sollozaba pero nadie volteaba a verlo. Entró en una tienda y agarró una caguama que se le deslizó por los dedos hasta el piso donde se hizo pedazos. El empleado de la tienda recogió los vidrios rotos y trapeó el piso, maldiciendo al empleado anterior a quien culpaba de no haber cerrado bien el refrigerador atestado de cervezas.
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El tono rojizo de las nubes resaltaba sobre el azul intenso del cielo; pronto sería de noche y Bartolo supo que desaparecería en cuanto el sol se ocultara por completo.
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Ilustración: Dante de la Vega
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