Las detonaciones silenciadas
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Un año después de ganar el Premio de Poesía Aguascalientes, la poeta se adentra en la vida de las mujeres involucradas en la carrera nuclear que definió la historia del siglo XX
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POR VICENTE RINCÓN GALLARDO
Las resonancias que se traman en Proyecto Manhattan (Antílope, 2021) evocan la vida de un grupo particular de mujeres: amas de casa, científicas, amantes; obreras involucradas en la creación del arma más destructiva de la historia: madres de la bomba atómica. Figuras desoladas, inocentes o altivas; disipadas y convertidas al anonimato por la misma detonación. En Proyecto Manhattan, los estallidos individuales son los que producen la luz más deslumbrante. Las protagonistas se enfrentan sin remedio a una ruptura, el fin de un mundo y la entrada a otro. Una cortina que baja y que, al momento de abrirse de nuevo, revela un paisaje para siempre trastocado. En el libro más reciente de Elisa Díaz Castelo, atestiguamos su inteligencia para unir distintos campos, en apariencia remotos, y entrelazarlos en la misma alianza. Esta misma capacidad puede encontrarse en su obra previa, receptora ya de importantes reconocimientos, entre los que figura el Premio de Poesía Aguascalientes 2020, otorgado por El reino de lo no lineal (FCE–INBA-ICA, 2020).
Todas las voces intercaladas en el texto estuvieron involucradas de distintas maneras en la creación de la bomba atómica. Kitty, la esposa de Robert Oppenheimer; Leona Woods, la única mujer involucrada en la creación del reactor nuclear; Jean Tatlock, psiquiatra suicida y amante de Oppenheimer; y las mujeres de Oak Ridge, obreras jóvenes que participaron (sin saberlo) en la creación de la bomba. Juntas parecen conjurar una taxonomía del terror venidero, rodeadas por la turbadora quietud del desierto. Sus infiernos propios parecen trabajar juntos a merced de esa otra destrucción. De momentos es como si se tratara de una misma explosión, atravesando punzante el flujo del tiempo. La que aún no sucede, la que fue y la que ya está aquí. El rugido del futuro, el silencio del presente y la carga del pasado, se traman en un mismo telar de hilos entretejidos. Todo es terminal, simultáneo y eterno. “Iré donde los venados beben linfa, donde moriré ayer y para siempre”, dice en un momento Jean Tatlock, quizá la figura más fascinante del libro. La estructura del poema, a modo de actos de teatro, sirve para sostener esta coexistencia y para conjugar todos los lugares y tiempos en un mismo sitio. La sincronía de la estructura teatral está también en diálogo con la física de la bomba y la relatividad. La autora le cubre en escena los ojos a sus protagonistas, las entrevista y escucha su testimonio; o les hace adoptar coreografías, descalzarse, nadar en una alberca de paredes transparentes. Todo en un mismo escenario que va mudando su decorado móvil.
Entre las mujeres destacan las figuras trágicas de Jean Tatlock y Kitty Oppenheimer. La primera, amante de Robert, conversa a todo momento con su futura muerte: con un lago de agua helada (imagen afín a la tina colmada donde concretó en la vida real su suicido), con un bote de barbitúricos y con la distancia infranqueable que crece entre ella y el famoso físico. Por otro lado, Kitty Oppenheimer lleva una vida a todas luces simple. La esposa del responsable de la bomba atómica trata de criar a sus hijos, mientras se cuestiona su implicación en todo.
“Es absurdo
crío a mis hijos aquí
Mientras mi esposo crea
una forma brillante de la orfandad”.
Un ama de casa viendo reflejado en las superficies quietas del día señales del fin del mundo. Soñando ya miles de cadáveres anónimos de los que también es madre.
Aunque no todas las protagonistas de Proyecto Manhattan experimentan la creación de la bomba con la misma aflicción. Está también el anonimato enternecedor de las mujeres de Oak Ridge, contratadas sin saberlo para separar el isótopo del uranio. “Con los ojos cerrados nos comimos a nuestros enemigos”, escribe Elisa Díaz Castelo, recordándonos que la inocencia de algunos es a menudo tierra fértil para propagar la atrocidad. La destrucción más dañina pareciera precisar de ese elemento de pureza excepcional, como una especie de sacrificio inevitable. Leona Wood es otro personaje enigmático. Física brillante y única mujer en un mundo de hombres, parece no guardar ningún remordimiento hacia la destrucción futura. Crear la bomba es su derecho y mayor realización. ¿Y el propio Oppenheimer? El encargado del Proyecto Manhattan es un mero fantasma de rostro desdibujado, un traje gris que se sostiene solo. Ha dejado hace mucho de caminar entre los demás.
Parte del atractivo de Proyecto Manhattan, resulta del transito inadvertido que realiza la autora en la frontera que divide lo cotidiano y lo trascendental. Sus protagonistas hablan del arma más destructiva de la humanidad durante sus conversaciones de alcoba, explican la fisión atómica partiendo una manzana sobre las sábanas.
“Desnudos sobre las sábanas, devueltas las voces
a sus cuerpos, hablábamos sobre la violencia ínfima
de la fisión atómica. Comíamos una manzana
que yo dividía en dos con mis pulgares.
Todo radica, explicaba,
En golpear con fuerza suficiente la materia,
La estructura esdrújula del átomo.
En la alquimia, a fin de cuentas, más vale
fuerza que maña”.
Las confrontaciones simbólicas se añaden a los contrastes que ya ofrece el territorio: el silencio del desierto y el escándalo de la bomba; la bondad del paisaje y la visión de la devastación venidera. El talento de la autora se hace patente en la facilidad para confrontar la ciencia nuclear con los momentos en la vida de sus personajes. La reacción en cadena de la bomba es como la crianza de los hijos; la partición decisiva del cuerpo en el embarazo es una ruptura irreversible, como la separación de los átomos.
“Algo tienen de alquimia la fisión
y el embarazo: un cuerpo que se rompe
en dos, cambia de nombre, no vuelve
A ser el mismo”.
En la vida de los personajes, la ciencia demuestra su imperio acotado. Les ha permito la fisión atómica, pero no alcanza para conocer el lugar y la longitud exacta de un lunar o el tono de voz de una amante que se fue. Proyecto Manhattan rescata de entre el tumulto las voces individuales. Las palabras que emergen del ruido relatan por primera vez la historia de las implicadas. Este grupo de mujeres, normalmente estudiadas sólo por su relación con Oppenheimer, son las que toman el escenario. El texto sostiene el tiempo, lo retrocede y lo adelanta con violencia, detiene con gran imaginación el momento en que la estructura del universo se transformó para siempre, cuando un grupo de personas decidió jugar un día con “la inhalación de un dios”.
La poesía de Elisa Díaz Castelo es una escisión atómica, maquilando un rugido ensordecedor a partir de las uniones invisibles. Acaso el sabor más urgente que Proyecto Manhattan deja al lector, se parece a una forma de redención, un homenaje a las detonaciones silenciadas. Como la autora escribe, dándole voz a Leona Woods: “Las cosas rotas tienen su propia belleza”.
FOTO: Proyecto Manhattan, Elisa Díaz Castelo, México, Antílope, 2021, 101 pp./ Especial
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