Pura intensidad narrativa
POR ALEJANDRO DE LA GARZA
Leer las más de 600 páginas de textos de Ricardo Garibay (Tulancingo, Hidalgo,
18 de enero de 1923 – Cuernavaca, Morelos, 3 de mayo de 1999) reunidos en esta
antología resulta una experiencia literaria emotiva y exultante. En ningún momento la
prosa decae; por el contrario, se inicia a fuerza de pura intensidad narrativa y continúa
subiendo de tono y energía mediante un poder sostenido con la capacidad de alcanzar
varios clímax.
Vehemente, abrupto, temperamental, soberbio, dotado de una potente emoción
descriptiva para dar cuenta de la realidad con brochazos abarcadores y tajantes, broncos
y reveladores, pero a la vez sofisticado para captar las sutilezas del carácter humano,
sus contradicciones y debilidades. Muy artista al retratar de manera hipersensible a
sus maestros, compañeros, amigos o personajes de ficción, y con el trabajado don de
conducir las palabras con el vigor intelectual y emotivo suficiente para producir en el
lector genuinos deslumbramientos narrativos, transparentes “astucias literarias”, como
calificaba él mismo aquellos momentos cuando es dado “atrapar en los textos esos
felices o astutos instantes en que se juntan dos o más palabras y se abre una inesperada
intelección del mundo”. La intensidad es la marca de la casa, de su estilo inconfundible.
La selección está organizada en media docena de apartados: Cuento, Memoria,
Crónica, Semblanza, Diálogos y Paraderos literarios. Josefina Estrada, autora con una
bien reconocida carrera periodística, fue de las personas más cercanas a Garibay durante
los últimos tres lustros de la vida del escritor. Con base en este conocimiento, así como
en la investigación y la lectura, dibuja en el prólogo uno de los perfiles más nítidos y
reveladores del autor. Estrada extiende su mirada sobre la vida, la obra y la muerte de
Garibay para mostrar al hombre entero, en sus regocijos y exabruptos, sus pesares y
logros. Además de la labor de seleccionar los textos “antologables” (tanto de los diez
tomos de sus obras reunidas como de otras fuentes dispersas), Estrada recopiló una
esclarecedora bibliografía donde se incluyen los guiones cinematográficos escritos por
Garibay desde los años cincuenta y hasta los ochenta, cuando decidió abandonar ese
ámbito de trabajo, harto de su tontería, comercialismo y vulgaridad, y donde vivió el
maltrato y la estupidez de sus “estrellas y directores”. Paradójicamente, este medio le
permitió al escritor subsistir durante su confesa neurosis de una década (1952-1962),
antes de publicar Beber un cáliz. El caso de su célebre guión de Milusos resume su paso
por el medio fílmico, lamenta Garibay, pues con él ganó más dinero que con treinta
libros.
El perfil nos recupera al niño Ricardo atormentado por la violencia paterna, al
estudiante en San Ildefonso, al matriculado a fuerza en derecho cuando él prefería
escribir, a sus noches estudiando leyes en la casa familiar mientras escucha el tren
lejano con la ambición de irse, viajar, vivir. Lo vemos además como fisicoculturista,
sparring y practicante del box. Lo acompañamos en sus visitas a la escuela de
Mascarones donde asiste a clases de filosofía y literatura, se hace de amigos y maestros
memorables y se enamora. Lo acompañamos a El Colegio de México, donde intenta
hacer una investigación sobre poesía mística española hasta ya no poder más y
anunciarle al mismo Alfonso Reyes su deseo de dedicarse a la literatura. “No sé qué sea
la literatura, dedíquese a su literatura”, le dice el maestro. Y aun más: lo vemos como
compañero de Rulfo y Arreola, Luisa Josefina Hernández y Chumacero en el Centro
Mexicano de Escritores a principios de los cincuenta. Luego será burócrata, oficinista,
guionista infatigable, jefe de prensa, siempre un tanto amargo, un tanto neurótico, pero
escribiendo todo el tiempo, inventando historias, inventándose como escritor diríase con
desesperación para ganarse un salario y mantener a su esposa y sus tres primeros hijos.
En la docena de cuentos vamos de sus primeros relatos de latente fuerza
descriptiva a una tercia digna de los clásicos de las letras mexicanas: “El pesaroso
comienzo de Erick Henry…”, “Trailer” y “Oro de peso pluma”. De ahí ahondamos en
Memoria, uno de los apartados con mayor intensidad y carga emotiva, donde recobra
su Fiera infancia, niñez atribulada y bronca, a veces histérica y siempre sometida al
autoritarismo paterno. Resulta llamativa por impía su descripción de sí mismo: “Canijo,
cobarde, llorón, chismoso, sumamente asustadizo, insomne, faldero, fantasioso y
discursero sin fin; y después, la arrogancia, la anarquía, la insolencia, y el resentimiento
que, supongo, se me salía por todas partes”.
Más adelante narra con brevedad sus fallidos intentos teatrales y abunda en su
experiencia en el cine, cómo llegó a actuar y dirigir, cómo fracasó y se volvió cómico de
la legua para viajar con una compañía disímil por el norte del país. El apartado finaliza
con su vida como funcionario agrario y sus viajes con aquel secretario del ramo de
origen mixteco, Norberto Aguirre Palancares. El apartado de Crónica es muestra de su
bien sabida maestría en el género: desde ya “Las glorias del gran Púas”, pero además
sus crónicas de lujo y hambre en el Acapulco de los hoteles y la guerrilla, de los presos
políticos y el turismo; su agradecida visión de la inmigración española, sus testimonios
de los basurales y miserias del D. F., de su gira por China con el presidente Echeverría o
su visita a Cuba.
En Semblanza sobresalen por su hondura y afectividad los retratos del abuelo
y el padre, los más ligeros pero también duros de las “criaditas” de su casa, de tanto
boxeador perdido y miserable recobrado en sus páginas, de personajes como Agustín
Lara o Emilio Uranga, su íntimo amigo suicida. Se incluye además la crónica de su
compleja relación con Gustavo Díaz Ordaz y la narración honesta de por qué aceptó
en 1969 un apoyo económico mensual del presidente a quien no obstante no dejó
de criticar y denunciar. El capítulo Diálogos es una impresionante muestra del oído
literario de Garibay, de su técnica única para captar y reproducir el habla popular o
refinada, local o regional, lumpen o elevada.
La antología finaliza con el apartado más extenso, Paraderos literarios, donde
Garibay extiende su intensidad y profundidad prosística al ejercicio del ensayo, la
crítica literaria, la reseña y el comentario libresco. Sus opiniones sobre otros escritores
pueden ser tan devastadoras y humanas como sus admiraciones explícitas y matizadas.
Destacan sus comentarios críticos sobre Borges, su demoledor retrato de Simenon,
su rendición ante Jacobo Wasserman, su devoción y sus retobos frente a Alfonso
Reyes, y el retrato del subvalorado Rafael Ruiz Harrell. Hay también reflexivas notas
sobre el arte literario, el estilo, la escritura como vocación y necesidad vital. Todo
intenso, fortísimo, inteligente y cargado de sensibilidad exaltada. Garibay acaba con la
reafirmación de la escritura como una forma de realización y plenitud vital, como “una
forma de orgasmo”.
Cuando Vicente Leñero, escritor superior de nuestras letras, recibió en 2001
el Premio Nacional en Lingüística y Literatura, dedicó el reconocimiento a Garibay,
“que mereció estar aquí antes que muchos, antes que yo, desde luego. Y no lo estuvo.
Negados, sistemáticamente, para el poderoso prosista, los reconocimientos de su propio
país”, dijo. Nada compensará esa injusticia, pero Ricardo Garibay está entero en su
obra. Y gracias a esta muy completa antología tenemos al escritor infatigable, el artista
soberbio, persistente en ser engreído ante los demás y humilde ante su arte porque “la
soberbia es condición primera del escritor, antes que el don y la aplicación; en ella
envuelve su quebrazón original, su gratuidad, la personalísima y creciente sospecha de
ser innecesario”.
Ricardo Garibay, Antología, selección y prólogo de Josefina Estrada, Ediciones Cal y Arena, México, 2013, 645 pp.