¿Qué es escribir?

Feb 25 • Conexiones, destacamos, principales • 18133 Views • No hay comentarios en ¿Qué es escribir?

POR GUSTAVO ARANGO

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Hace quince años la literatura argentina también se gestaba en el estado de Nueva Jersey, ese suburbio de gentes apuradas, a la sombra de la ciudad Nueva York. Ricardo Piglia era profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Princeton y estaba escribiendo Blanco nocturno. Tomás Eloy Martínez dirigía el Programa de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Rutgers y estaba escribiendo El cantor de tangos. Vivían a media hora de distancia, pero la comunicación entre ambos era infrecuente.

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Aquella fue, para mí, una época de privilegios. Estaba cursando mis estudios de doctorado en Rutgers y Tomás Eloy Martínez me concedió el honor de ser su asistente en una clase sobre el Boom de la novela latinoamericana. Gracias a un convenio entre universidades, pude tomar el curso graduado “La ficción paranoica”, que Piglia ofreció en Princeton en la primavera de 2002. El 26 de marzo de ese año tuve la fortuna de moderar una charla –o cruce de monólogos– entre ambos escritores.

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El evento fue organizado por los estudiantes de Rutgers que en ese entonces editábamos la revista Yzur; una versión completa del intercambio apareció en esa revista de circulación limitada. Piglia y Martínez hablaron de sus recuerdos, de la manera como habían llegado a ser los escritores que eran, y de cómo surgieron sus obras. Ambos coincidieron en decir que la literatura nace de una pérdida. También, en ratificar que la historia es siempre una ficción y que la literatura puede ser una fuente generadora de realidad.

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Tomás Eloy Martínez: El viajero en la estampilla

Para Tomás Eloy Martínez, la literatura era una mezcla de arma y de refugio. Cuando era niño leía para escapar de las pequeñas infelicidades cotidianas y, entre los nueve y diez años, descubrió que la escritura le permitía tener, con la imaginación, lo que no podía tener en la realidad. A esa edad escribió su primer cuento.

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“Vivíamos en una enorme casa de las montañas próximas a Tucumán, donde mi familia pasaba los veranos y parte del otoño. Yo iba por las mañanas a la escuela, almorzaba con mis hermanas en casa de mi abuela, situada en el centro de la ciudad y alguien, después, nos llevaba de regreso al cerro. Uno de mis compañeros me habló un día de un circo prodigioso que daba sus funciones hacia las seis de la tarde en un suburbio remoto, junto a un descampado de tártagos donde las gitanas vendían amuletos de mica que causaban un efecto instantáneo de amor y donde las mujeres tan apergaminadas como transparentes curaban por cinco centavos el asma, los reumatismos y el mal de ojo”.

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El niño que Martínez recuerda haber sido decidió irse a ver el circo sin pedir permiso, porque estaba seguro de que lo no dejarían ir.

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“Era una carpa raída, con unas gradas indolentes y un piso de paja mojada. La concurrencia sería, a lo sumo, de unas veinte personas, que me parecieron miles. Cuando los reflectores del circo se encendieron, una orquesta de trombones desafinó una marcha militar y un dúo de payasos dejó caer algunos chistes que para mí eran ininteligibles y que, pensándolo bien, debían de ser obscenos. Recuerdo que unos perros enclenques se negaron a saltar a través de unos aros de fuego. Recuerdo que un león desdentado lamía la mano del domador en vez de fingir que la mordía. Lo que mejor recuerdo, sin embargo, es una jovencita pálida, que daba vueltas a la pista, de pie sobre un caballo de oro –a mí, al menos, me parecía de oro– disfrazada de mariposa, con alas de tela. En ese momento tendría que haberme marchado del circo para llegar a tiempo a la casa de mi abuela, pero un pregonero anunció que la función terminaba con una ignota obra de teatro titulada “La tísica”, cuya protagonista era la misma ecuyère de flacura inverosímil. Sin pensarlo dos veces, me quedé a verla morir de tos y a llorar como si fuera de verdad. Salí del circo tan enamorado de ella que lamenté no encontrar allí cerca a ninguna gitana vendiendo amuletos de mica”.

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Al regresar a casa lo esperaba un castigo. Sus padres lo habían estado buscando por todas partes, en hospitales e inspecciones de policía. La sentencia fue privarlo de leer y de ir al cine durante un mes seguido.

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“Pero lo que a veces vivimos como desdichas irredimibles suele convertirse más tarde en un golpe de fortuna. Fue durante ese mes cuando descubrí, sin darme cuenta, las luces todopoderosas de la imaginación. Si no podía leer, al menos podía imaginar lo que no estaba leyendo. Imaginar las ausencias, los vacíos, las nadas. Reconocerme en lo que no estaba, perder los lugares que nunca había tenido.

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“Al lado de la casa de mi abuela vivía un anciano coleccionista de estampillas, con el que me encerraba todas las tardes a ver las imágenes del mundo atrapadas en esos ínfimos rectángulos. Las estampillas me dieron la primera idea de libertad y la primera intuición de los poderes de la literatura. En abierta rebelión contra el castigo de mis padres, escribí entonces un relato. Aprendí –sin saber la magnitud de lo que aprendía– que el lenguaje es en sí mismo un fin, un reino en el que las cosas existen con independencia de la realidad, y que cada cosa nombrada podía asumir la medida, la forma, el peso y los desvíos que le daba mi imaginación. Aprendí que los contenidos del lenguaje no tenían por qué ir más allá del propio lenguaje, que todo estaba en las palabras”.

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“En aquel primer relato, yo entraba caminando en el paisaje de una estampilla de correos —creo que era una estampilla de Guinea—. Ese simple acto de transmigración y de transfiguración me permitió viajar, o imaginar que viajaba, desde el paraje exótico donde desembarqué a todas las otras geografías. Me permitió entrar en la intimidad de infinitas casas, entender incontables dialectos sin saber ninguno, y compartir todas las felicidades y tragedias. Yo desconocía, por supuesto, la complejidad del mundo, las pasiones, las intrigas del poder, el miedo a la muerte y, por supuesto, desconocía el sexo.

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“Mientras creaba una realidad otra, intentaba convencer a mi lector imaginario que esa realidad inventada era la única. Trataba de establecer con ese lector un pacto semejante al que uno establece con una película: la realidad se recorta, desaparece, y el espectador se sumerge en otra realidad que sólo se desvanece cuando la película termina.

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“Cada vez que uno imagina una realidad que es otra, trastorna la historia y, por lo tanto, reinventa la historia. Mi relato de la estampilla era una manera de suprimir o suspender el castigo de mis padres. En ese primer relato, cuyo final he olvidado, aprendí por primera vez que las ficciones son el otro nombre de los deseos. Goethe dice que, cuanto más temprano expresemos un deseo en la vida, tanta más posibilidad habrá de que lo alcancemos. Cuanto más allá situemos nuestros sueños, tanto más lejos nos llevará la experiencia. Escribir ficciones es buscar lo que no somos en lo que ya somos, es aceptar, en aquel que somos, todos los otros que no podemos ser”.

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Ricardo Piglia: El diario del destierro.

La escritura, para Ricardo Piglia, comienza en una casa desmantelada. Fue en Adrogué, en la provincia de Buenos Aires, en 1955, cuando ocurrió la revolución contra Perón. Piglia tenía 16 años y tuvo que marcharse con su familia de lo que había sido el mundo de su infancia.

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“Me identifico con Tomás en la idea de que la literatura proviene de una pérdida. Nosotros vivíamos en Adrogué. Siempre vivimos en el mismo barrio y las casas vecinas estaban habitadas por parientes. Ese lugar era para mí la felicidad absoluta. Yo había ido a la misma escuela primaria donde había ido mi madre. Cuando vino la revolución del 55 contra Perón, en el pueblo empezó una especie de persecución extraña, que no tenía características dramáticas, pero hacía insoportable la vida. Entonces mi padre decidió empezar de nuevo y nos mudamos a Mar del Plata. Yo tenía 16 años y para mí fue una catástrofe. Fue como un exilio. Yo viví eso como lo que es el exilio, aunque era nada, sólo 400 kilómetros; pero para mí fue la experiencia de Ulises, la pérdida. Entonces me puse a escribir un diario. Recuerdo que la casa estaba toda desmantelada, porque ya estábamos por cargar todo. Y yo me senté y me puse a escribir un diario, sencillamente para registrar la pérdida. Seguí después escribiendo siempre ese diario. Si tengo que pensar en un punto donde uno puede decir que algo empezó, me parece que fue ahí. Yo no estaba registrando lo que pasaba. Le estaba dando al lenguaje un uso que no era habitual. Estaba tratando de decir algo diferente sobre una experiencia que no tenía ningún sentido. O un sentido que podemos entenderlo como una tragedia microscópica. Pero que para mí suponía la pérdida del paraíso”.

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Para Piglia, también los límites entre la realidad y la ficción eran menos claros de lo que parecen. Afirmaba que la literatura trabaja sobre la indecisión, sobre algo que no es verdadero ni falso.

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“La historia del circo me pareció fantástica, porque me sentí muy identificado con una experiencia donde nació mi escepticismo respecto a la cuestión de la realidad y la ficción, que es lo que nos pone en diálogo con Tomás. Había venido a Adrogué uno de esos grupos teatrales que andaban en aquel tiempo por todos lados. Yo tendría 7 años. Y le pidieron a mi madre unos sillones para hacer el escenario. ¡Eran los sillones que nosotros usábamos en la sala! Entonces yo no podía creer en la obra porque veía los sillones ahí. Y para mí fue una lección estética extraordinaria, porque eran los mismos sillones de mi casa. Entonces creo que allí pasó algo en torno a cómo uno crea y cómo funciona una historia”.

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“Siempre digo en broma que si la literatura no hubiera estado inventada, esta sociedad no la hubiera inventado, porque no le hubiera sido nada sencillo ni necesario inventar una práctica donde un sujeto, aislado en su casa, escribe sin ninguna necesidad de ningún otra forma social ligada a la ganancia o al valor; que se dedica sencillamente a escribir textos. La literatura es una persistencia que esta sociedad debe soportar y la sociedad intenta sacarla del medio”.

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“Me parece que uno termina publicando algunos libros por simple casualidad. Siempre es el primer libro el que tiene el sentido de un momento simbólico. El recuerdo de lo que era Buenos Aires en los años sesenta, las discusiones en los cafés y las circulaciones de los textos entre los amigos es lo que inmediatamente asocio cuando alguien me pregunta cómo fue que me convertí en escritor, qué es o cómo empieza un escritor.

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Gajes del oficio

Tener una vida de escritor es pasarse todo el tiempo buscando un secreto, una fórmula, que al parecer nunca alcanza su expresión definitiva. Cada quien se rodea de hábitos, supersticiones y disciplinas que le permiten ir escribiendo sus libros.

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Para Ricardo Piglia, escribir es una búsqueda que sólo termina en la última página de cada libro:

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“Creo que cada escritor tiene su método respecto a esto, su persistencia, su manía. Asocio mucho a la escritura con ciertas manías y con cierto tipo de rituales. Creo que hay una inspiración. Creo que sin inspiración no hay escritura, aunque es una palabra que está muy devaluada, pero no encuentro otra mejor. Hay una diferencia entre escribir y redactar. Uno puede redactar cinco páginas todos los días pero eso no quiere decir que esté escribiendo. Hay un momento en que el lenguaje empieza a funcionar de una manera y eso a veces lleva mucho tiempo, hasta que uno logra, al fin, que las palabras funcionen con un ritmo nuevo, con un fraseo. El fraseo de la escritura me parece que es la clave aquí. Yo admiro mucho a mis amigos pintores y mis amigos músicos, que se salen del lenguaje y se van y se instalan en otro lugar, que es la música o la pintura, y empiezan a expresarse con una lengua distinta. Pero los escritores trabajamos con el material que usamos todos los días y el problema es producir una diferencia ahí. Entonces, una de las maneras es entrar en la inspiración o en la concentración, que tiene que ver con esos rituales y esas manías. En mi caso, por ejemplo, todo consiste en levantarme temprano y no atender el teléfono hasta el mediodía. Tengo que poder estar entre las siete y media de la mañana y las doce y media del mediodía sin otra cosa que lo que pueda suceder mientras estoy escribiendo. Esa sería para mí la respuesta más concreta que puedo dar en cuanto a qué es escribir: levantarme temprano, no atender el teléfono, sentarme frente a la mesa, intentar ver qué pasa. Después, las relaciones entre las historias que uno quiere escribir y lo que al final resulta es siempre una historia de fracasos e imposibilidades. Nunca las historias son como uno las imagina, ni como uno imaginó que iban a ser cuando empezó a escribirlas. Uno sigue escribiendo porque tiene la ilusión de llegar alguna vez a acercarse un poco más a esa noción que tenía cuando empezó. Me pasa que, queriendo escribir una historia, termino el libro y la historia no está más, se me ha perdido en el camino y nunca logré escribirla. Tratando de escribirla termino escribiendo una historia distinta”.

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Para Tomás Eloy Martínez, la escritura se erige sobre los escombros de múltiples fracasos:

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“Cuando empecé a escribir mis primeras novelas fracasadas, a los veinte años, me deslumbraba la imagen de Flaubert batallando como un esclavo de algodonal para encontrar le mot juste, la única palabra posible dentro de cada frase. Luego supe que Joyce había pasado una vez dieciséis horas verificando si todas las partes de una oración de Ulyses estaban donde debían estar, porque cualquier dislocación destruía el efecto del conjunto. Y yo vanamente trataba de imitarlos, sin advertir que por mucha razón que uno encuentre en los modelos, más razón hay en explorar los límites de uno mismo.

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“Suelo terminar novelas enteras y volver a comenzarlas simplemente porque siento que la primera no sirvió. Me ocurre que cuento una historia completamente distinta a la que imaginé inicialmente. Creo que eso es enriquecedor. En ese camino de tanteos uno va llegando finalmente a un instante donde aparece una especie de engranaje dentro de uno, que se resuelve y que empieza a moverse en una dirección desconocida, pero que permite tomar conciencia de que, por fin, el texto está empezando. Eso no impide, sin embargo, que más de una vez me haya dicho, mientras escribo: ‘Esto es imperfecto, pero esto es lo que soy. No puedo ir más allá’.

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“Escribo casi siempre por las mañanas, a un ritmo desparejo. Tardo mucho en encontrar el tono justo de cada relato, porque tengo la certeza de que cada relato debe ser contado de una sola manera, y que fracasa cuando el tono está equivocado. Tardo también en dar con la estructura o la arquitectura adecuada que vaya de la mano con ese tono y con la intriga o el tema que narro. Por lo general, casi todas las historias que cuento son historias que me obsesionaron entre los diez y los treinta años y que el azar vuelve a traer a mí. A veces traiciono esas obsesiones y termino escribiendo novelas que no quiero. Pero, por supuesto, no publico las novelas que salen torcidas. Cuando siento que lo que quiero contar ha encontrado al fin su tono y su arquitectura, trabajo a un ritmo rápido, que empieza con media página por día, y que hacia el final del libro puede llegar a cinco o seis. Media página, a veces, me lleva diez o veinte horas de trabajo, y en muy raras ocasiones, dos páginas se terminan en seis horas o siete, pero me doy cuenta de que el texto funciona cuando siento que el trabajo me depara felicidad y curiosidad, o deseo, o sueños, o anotaciones súbitas. Envidio a los escritores que pueden trabajar en cualquier parte, a mano o como sea. Eso me sucede, por lo general, con los artículos periodísticos. Los escribo en cualquier lugar. Pero cuando empiezo un libro, necesito seguir escribiéndolo y terminarlo en el mismo cuarto de la misma casa y en la misma computadora, lo cual se convierte en un drama cuando un libro tarda más de la cuenta, como me sucedió con Santa Evita o El vuelo de la reina. Si la realidad de alrededor se altera, no puedo saltar a la misma ficción. Salto a otra, me cambio de penumbra”.

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Poéticas

Cada escritor elabora y perfecciona su propia poética a medida que produce su obra. Esa búsqueda ética y formal que se realiza a través de la escritura los lleva a conocerse y a saber con creciente claridad lo que quieren decir y cómo quieren decirlo.

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Para Tomás Eloy Martínez, escribir era integrar en una sola práctica toda la diversidad de su experiencia:

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“No coincido con el viejo lema deconstruccionista según el cual todo el texto debe suspender casi por completo su aspecto referencial. No quiero suspender nada, no quiero renunciar a nada que prive a mi lenguaje de todos los recursos y las técnicas que ese lenguaje ha ido aprendiendo a fuerza de ejercitarse cotidianamente, a fuerza de buscarse a sí mismo. No quiero castrar a ese lenguaje de la pasión investigadora que se le adhirió al pasar por el periodismo, ni de la fiebre visual que se le contagió al escribir cine o textos sobre cine; no quiero privarlo de los sobresaltos que lo transfiguran cuando oye música, ve un tríptico de Hyeronimus Bosch o reconoce el habla de su infancia en los campos de Tucumán; no quiero tampoco obligarlo a olvidar el paisaje de las teorías críticas que le han movido los meridianos de la inteligencia, aquí o afuera. No quiero, en fin, escribir fuera de la historia, ni lejos, ni simulando que no me concierne”.

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“La realidad es siempre insatisfactoria. En las ficciones somos lo que soñamos y lo que hemos vivido, y a veces somos también lo que no nos hemos atrevido a soñar y no nos hemos atrevido a vivir. Las ficciones son nuestra rebelión, el emblema de nuestro coraje, la esperanza en un mundo que puede ser creado por segunda vez, o que puede ser creado infinitamente desde dentro de nosotros”.

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“En la medida en que la literatura es la recuperación o la persecución de una pérdida, y en algunos casos vinculada al hecho histórico, es el afán de transfigurar esa historia o mostrarla tal como uno cree que es, es decir, aquella historia en la que no estuvimos y que, de algún modo, quisiéramos narrar. En el caso de Santa Evita, ese libro es todo invento. Mucha gente toma algunos datos por ciertos. Ahí el uso del periodismo como recurso es bien interesante, porque en el momento en que digo “yo entrevisté a tal persona”, efectivamente me cubrí las espaldas pidiendo permiso a esas personas para citarlas con su nombre y apellido. Y hacerlas decir cosas que no habían dicho. En ese caso concreto inventé entrevistas sobre historias que no habían existido, intentando resolver las oscuridades de la historia. Alrededor de ese agujero negro, de lo no contado, de lo no dicho, intento hacer un relato. A propósito de las aspiraciones, la cosa consiste en contar, crear una realidad que sea más fuerte o tan fuerte como la propia realidad. Esa es, creo, la aspiración que los escritores tenemos”.

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Ricardo Piglia, por su parte, encontraba en la realidad, en la posibilidad que la literatura ofrece de intervenir sobre ella, el centro de sus preocupaciones creativas:

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“La realidad es el problema. Escribí Respiración artificial pensando en un título que venía de un poema de Borges. Se llamaba La prolijidad de lo real. Después apareció ese título como una manera de referirme a lo que yo consideraba era el contexto en el que ese libro se había escrito, la vida que yo había llevado al escribirla. Uno puede verlo en un sentido alegórico, como una especie de micrometáfora de lo que ha sido la experiencia para todos de vivir en la Argentina a lo largo de distintos momentos. En esta época hay otra vez la misma sensación, que a la gente le sacan el aire, que el lugar se convierte en un lugar muy opresivo. Y la metáfora de la respiración aparece como una metáfora realista del estado de la situación. De todas maneras, como hecho curioso, cuando salió la novela, un primo mío muy querido, que ha muerto, fue a la librería y el libro estaba en la sección de medicina.

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“Cuando escribía esa novela estaba leyendo una historia del nazismo (un poco para pensar que las dictaduras podían ser derrotadas) y me encontré con que hay un año de la vida de Hitler que no se sabe dónde estuvo. Se supone que fue un desertor del ejército y que estuvo en Praga. En el diario que había empezado a escribir en aquel tiempo puse esta idea, que quizás Hitler había ido a Praga, había ido al café Arcos adonde Kafka iba siempre, y que allí se habían encontrado. Tiempo después apareció esa historia. Si uno lee la novela con mucho cuidado se da cuenta de que la historia aparece tarde, que no la tenía prevista cuando empecé a escribir la historia de Tardewski, que es el que investiga eso. Tardewski no sabía que ese iba a ser el nudo. Se trata de estrategias que uno va descubriendo sin demasiada deliberación. Después uno las encuentra como una poética. Yo creo que es una poética importante de la novela contemporánea. No estoy hablando de juicios de valor. Lo que me parece más interesante de la narrativa contemporánea está en esa dirección, la unión del ensayo con la no ficción, de la ficción con la autobiografía. Ese tipo de textos me interesan mucho. Y uno quiere escribir los textos que le gusta leer.

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“Yo nunca digo si las cosas que he contado sucedieron o no. En mi caso, esta tensión entre la verdad y la realidad empezó como reacción frente a discusiones de aquellos años en Buenos Aires. Estoy hablando del año 64, 65, los libros de Oscar Lewis, que han desaparecido un poco de la escena. Pero es interesante recordar lo que fueron esos libros, Los hijos de Sánchez y La vida, que era una reconstrucción hecha con la grabadora de la vida de las prostitutas de Puerto Rico en Nueva York. Eran unos textos extraordinarios, donde la recuperación de la oralidad encontraba un efecto fantástico. Entonces, me acuerdo que pensé, “voy a escribir un libro como los de Lewis pero todo inventado”. No escribí un libro entero, pero escribí un relato, que se llama “Mata Hari 55”, donde digo que hice todo ese relato con una grabadora, grabando a la gente que participó en los hechos. Y ahí creo que empecé a encontrar una tensión entre la construcción de la realidad y la verdad de lo que se estaba diciendo, la idea de que se puede usar el argumento de una construcción verdadera para contar una conjetura sobre lo que estaba sucediendo. Ese relato era en realidad sobre la revolución del 55, aquella historia que a mí me había afectado muy personalmente. Después fui trabajando en esa dirección, por ejemplo en el Homenaje a Roberto Arlt, donde construí un relato sobre un personaje real a partir de hechos completamente ficticios”.

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Borges y la plata

Tanto Piglia como Martínez respetaban y admiraban a sus precursores, y en ocasiones tuvieron con ellos encuentros memorables. Por los días de aquella charla en Rutgers, asistí a una reunión en la que Piglia compartió una curiosa anécdota con Borges. Aquello ocurrió cuando Piglia era estudiante de la Universidad de la Plata. Cómo él y un grupo de amigos eran los que tenían las iniciativas, consiguieron dinero para invitar a Borges a dar una conferencia. El primer contacto fue por teléfono: “Cómo está, maestro; mi nombre es este y este; lo llamo a esto y esto”. Borges contribuyó a la charla con una anécdota de infancia: un día fue a visitar a su padre un poeta de La Plata y, como era la hora de la siesta y la siesta del padre de Borges era sagrada, le dijeron al poeta que volviera un poco más tarde. Pero el poeta insistió y al final no hubo otra opción que despertar al señor de la casa. Al día siguiente el poeta se suicidó.

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Piglia condujo a Borges de nuevo al tema de la invitación y, cuando le dijo la cantidad que pensaban ofrecerle por la conferencia (algo así como mil dólares de hoy), Borges dijo que no, que era imposible, que por esa suma no. Un silencio en la línea del teléfono contribuyó a crear el suspenso necesario: “Mejor les doy la conferencia por la mitad de ese dinero”.

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Piglia no olvidaba la sonrisa de Borges cuando terminó la conferencia, le estrechó la mano y le dijo, cómplice, divertido: “Buena la rebaja que les conseguí, ¿cierto?”

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La anécdota había ocurrido cuarenta años atrás y Piglia la mantenía presente. Recordaba el silencio en el teléfono, la sensación que tuvo de estar ofreciendo poco y la posterior sorpresa. Pasó decenios tratando de entender esa actitud y llegando a una conclusión: “Ese hombre era capaz de perder quinientos dólares con tal de crear una anécdota que lo hiciera inolvidable. Me ha obligado a contar esta historia toda mi vida”.

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FOTO: El periodista argentino Tomás Eloy Martínez, autor de Santa Evita, en su juventud./Cortesía: Fundación Tomás Eloy Martínez.

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