Qué historia cuenta esta historia
POR MARINA PORCELLIAlan Pauls, Historia del dinero. Barcelona, Anagrama, 2012. 216 pp. Narrativas Hispánicas.
Ante lo confuso, deslindemos. Concebir Historia del dinero —la última novela de Alan Pauls que, junto con Historia del llanto e Historia del pelo, cierra la trilogía sobre los años setenta— como si implicara, según el aparato editorial, “los años más tempestuosos de la Argentina reciente”, o como si tratara, según el autor, de “momentos pop de una posible historia política reciente”, mientras el libro sólo desarrolla la perspectiva de un joven sobre sus padres y la relación de ellos con el dinero —gente que, dicho al margen, siempre está de vacaciones—, todo esto nos coloca, ya desde el vamos, frente a una discusión.
¿Cuán efectiva es la acentuación de una óptica a mansalva, de una óptica que ladea lo público, para narrar un momento histórico cuyas repercusiones políticas tienen un peso significativo hoy en la conformación de la sociedad argentina? Planteo esto dado el marco de la Argentina en los setenta, lo que todos sabemos: los grupos políticos en los primeros años, y luego, el golpe militar de 1976, que dejó 30 mil desaparecidos. ¿Qué relecturas propone, qué nos dice y cómo se posiciona la novela de Pauls al articular su historia con esos ejes? Preciso más: cómo representa y qué representa la literatura es, de fondo, la pregunta a la que Historia del dinero contesta con un acento en un personaje que, focalizado detenidamente por un narrador en tercera persona, se examina, se regodea y se pierde en una suerte de atemporalidad —el montaje en tiempo presente es clave para la propuesta— y que circula bastante al margen de lo que históricamente sucede a su alrededor.
Esto es una paradoja, pues todo énfasis del yo, como ocurre en Historia del dinero, así sin fracturas, digamos, implica la destrucción del otro. Jugada confusa, por tanto, si lo que se quiere es hablar de cualquier período histórico. La hipótesis contraria se impone sola: la tesis sería que Pauls sitúa la novela en los setenta casi por casualidad; ubicarla ahí es como ubicarla en cualquier lado, y entonces el libro busca destacar —de hecho, son los sectores más logrados de la obra— la vida privada: el padre contando dinero, el padre apostador, el padre muriendo.
Si es así, el lector se pregunta para qué se nombran actos políticos concretos —además de que el libro se publicita en este sentido—, actos que nunca se retoman, y que no hacen carne en la narración, sobre todo, que no la construyen ni la nuclean, y que dan como saldo un libro fluctuante, desarticulado, donde la prosa fluye, cierto, pero va debilitándose a fuerza de repetirse antes de llegar a la mitad. Saldo que se condice con las declaraciones de Alan Pauls de cuando integraba los grupos Babel y Shanghai —cito a Elsa Drucaroff, en un ensayo de 2011: “cuando [Pauls] proclamaba la inutilidad social de la literatura y renegaba explícitamente […] de representar la realidad”, que se contradice con lo que esgrime Pauls en los últimos años: “reivindicando una pertenencia a una generación para la cual la conflictividad era la clave”. Identifico, de nuevo, una confusión, porque justamente Historia del dinero, al enumerar situaciones donde se gasta y se paga, se vuelve una obra llana y descriptiva, que hace a un lado el conflicto, incluso en el sentido más llano del término.
Específicamente, la novela se abre con la muerte —no sabemos si política— de un amigo empresario de la familia: la caída del helicóptero en el que lleva una valija llena de dólares: el muerto aparece, pero la guita no aparece. En efecto, así comienza y así como comienza, se detiene: en la simple exposición del acto, ya que esto conforma más bien un dato aislado que no vuelve a retomarse. La misma desconexión sucede con el único hecho verídico del libro: el secuestro de los hermanos empresarios Born, el más caro de la historia nacional, realizado por el grupo Montoneros: no solo el pasaje tiene errores de fechas, sino que la mención queda en la nada. Se afirma, sí, que el precio va “más allá de todo criterio, incluso del revolucionario”, pero no se explica a qué se refiere, ni cómo se inserta en el relato. Después de esto, las referencias históricas, oportunas o no, flotan en la superficie; y al final, cuando el protagonista sentencia que su trabajo es “hacerse responsable del significado de las cosas”, las palabras no hacen más que mostrar su vacuidad.
Estamos ante una novela donde no hay responsabilidad ni desde la perspectiva histórica —no hay enlaces, posicionamientos claros, ni repercusiones o ecos—, ni ante la perspectiva individual del personaje. Claro que estas objeciones se fundan sobre un supuesto: discutir lo que el libro nos dice. Y esto es así porque entiendo también que todo libro es diálogo, y como tal, vale cuestionar en este caso qué propuesta estética se está defendiendo si, además de lo ya dicho, se suceden, por ejemplo, los giros clasistas —“lo trata como trataría a un empleado irreprochable e insípido, con elogios de doble filo”—, o se plasma una reivindicación idílica de los clochards, aunque la pobreza no tenga nada de idílico. Cuando Cortázar o Baudelaire vindicaban esta figura, vindicaban a la vez otra forma de vida, crítica a la sociedad actual; en la novela de Pauls, la óptica idealizada no es crítica, es la de un ojo narrativo cansado de tener dinero y de tener que gastarlo.
Más que una propuesta sólida, más que una posible historia política, esta novela, exceptuando momentos de la vida familiar, licúa la mirada sobre una época —la desdibuja, la deshabita— en nombre de una óptica acortada y, así, desemboca en una propuesta estética confusa que no alcanza para modelar una historia: ni colectiva ni individual.
FOTOGRAFÍA: Portada de “Historia del dinero”.
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