¿Qué influencia atribuye usted al jazz en la literatura mexicana contemporánea?

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¿Cómo recibieron los artistas e intelectuales mexicanos la moda del jazz? Las respuestas que dieron a este reportero de El Universal Ilustrado muestra la diversidad de comentarios, desde los que restaban mérito a este género, los evasivos (no sin cierta ironía) hasta algunos más receptivos

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POR EL CABALLERO DE HOGAÑO (MANUEL HORTA)


Para hurgar con este anzuelo en la opinión, no siempre obtenible, de algunos de los más distinguidos escritores de México, muchos de los cuales aún no quieren enterarse de los cambios atmosféricos, procedí por épocas. Sabía, porque él me lo había dicho alguna vez, que don Manuel Romero de Terreros, marqués de San Francisco, autor de muy útiles reseñas del arte colonial, representa dignamente el siglo diecisiete, verdadera cuna de nuestra nacionalidad, y fui a verlo al Archivo General de la Nación.

 
Lo hallé sumido entre venerables pergaminos, examinando atentamente la fe de bautismo de la condesa de Xala. Le lancé mi pregunta a boca de jarro. Extrañado, vaciló en contestar, mas lo hizo al fin de la manera siguiente:

 
“¿El jazz? ¿Qué es eso? No puede tener influencia ninguna sino en la gente loca, como debe de estarlo el autor de un libro que sospecho que sea de ingeniería y que examinábamos cierta vez don Pedro Robredo y yo. Se llama Andamios interiores. Opino, en fin, que el estridentismo es a la literatura lo que el jazz a la música. En este sentido coinciden. Pero ya sabe usted que yo me he quedado en el siglo diecisiete. Rubén Darío, a quien confundo siempre con Darío Rubio, ya se nota lleno de jazz”.


Antes de que otra cosa sucediera, me apresuré a caminar por la vetusta calle del Reloj. Donde se veneraban nichos, hay hoy agencias de fonógrafos. En el escaparate de los hermanos Porrúa vi, junto a un Torquemada de ciento cincuenta pesos, libros nuevos y más baratos…

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Don Artemio de Valle-Arizpe (no hay que omitir este guión que se ha inventado) acaba de recibir algunas sortijas más exhumadas del cementerio del padre Lachaise, que se propone poner en escena próximamente. Pero ahora el objeto de mi visita era inquisitorial, por ver si lo hallaba culpable de opinión desprevenida. Llamaban al licenciado Artemio por teléfono y hube de aguardarle unos instantes en el corredor. Cuando regresó, me dijo literalmente lo siguiente:

“Antaño, en los pueblecillos —hoy ejidos— se formaban murgas para los domingos y fiestas de guardar. Sus programas los llenaban siempre con Lohengrin o con Beethoven. Y harto frecuente fue el caso de que las parejas, aturdidamente, lanzáranse en giros de danza. Desde que el jazz nació, aunque se sigue tocando en los pueblecillos Lohengrin y Beethoven —dos autores coetáneos—, tiene uno el derecho de danzar tomándolos por jazz…


“Opino también que el jazz tiene, en nuestra despeinada literatura contemporánea, la misma influencia que en las corrientes de aire puedan tener las hélices de los aeroplanos o las colas de los pescados en las ondulaciones del mar. No creo que ninguno de estos dos artes modernos influya en el otro, sino que más bien ambos derivan de causas comunes…”

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Por alguna razón especial que no me toca averiguar, Enrique González Rojo estaba malhumorado. Después supe que tenía que comer ese día con Vargas Vila y que cenar en el Club P. E. N., para el que acaso, alentado por el estímulo, prepararía alguna tragedia comprimida que leer. A tantas causas diferentes debemos quizás atribuir el lamentable hecho de que su respuesta haya sido tan lacónica. Hela aquí:


“Encuentro que el jazz ha influido particularmente en la obra de Manuel Maples Arce y en la vida de Julio Torri. Por mi parte, encuentro agradable bailar, pero ni escribo cuando bailo ni me muevo cuando escribo”.

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En la mesa de Carlos Pellicer, una mesa como no se ha visto otra, de yeso, y en la cual escribe de pie y guarda sus originales bajo un pisapapeles en forma de avión, había en ese momento un retrato de Gabriela Mistral, otro de Berta Singerman, uno mayor de Tórtola Valencia, uno más reciente de Vargas Vila, todos con ardientes dedicatorias, y una carta de Colombia. El poeta estaba reclinado en un equipal, desde el que corregía al lago de Chapala su acuarela vesperal, y observé, disfrazado de charro con sarapes, un fonógrafo Víctor. Me dijo Carlitos:


“¡Oh, mi fonógrafo, este Iguazú del hogar! El libertador y yo, una vez en Carabobo… ¿El jazz? ¡Ah!, sí. Mis recuerdos de Curaçao y de Trinidad. Después de todo, los aviones lejanos en el cristal de mi ventana son moscas rebeldes que escapan a la crueldad de mis sempiternos cinco años…”

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El licenciado don Julio Torri hablaba en ese momento por teléfono. Decía:


—Sí, a las nueve y media de la noche, en la esquina.


Mientras acababa de hablar, yo examinaba indiscretamente su mesa. Vi un ejemplar de A la sombra de las muchachas en flor junto a un Diablo cojuelo muy bien forrado en cuero. El licenciado se puso serio y me dijo:


“No creo que las discordantes fanfarrias del jazz turben sino pasajeramente el silencio divino de nuestros poetas. Ni me parece que su influencia sea tan dominante que baste a definir el momento presente de la moda. Acaso nuestros artistas habrán pronto de volver a su noble tradición criolla y retornar a los lánguidos danzones, a los tangos querellosos y a las machichas bulliciosas y tristes…”


Ante profecías tan alarmantes, no pude menos que recordar la única obra de don Julio que he leído: “Y me ma —y me matará un camión de esos que an —de esos que andan por las calles validós— validos de la ocasión…” Trozos selectos de un poema breve en prosa que se lama La feria y que está agotado.

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Manuel Toussaint, que se encontraba en la misma oficina distribuyendo Viajes alucinados, con unas brillantes polainas y una grande corbata azul, se sirvió darme una sesuda opinión erudita. No podía esperarse menos de su discreto saber. Por lo demás, ¡Manuel sabe tantas cosas!


“Pedro y yo discutíamos ya una vez el punto y llegamos a ponernos de acuerdo en que las melodías croatas que Haydn aprovechó para música de mayor aliento son comparables, porque en mucho coinciden, con los ruidos de los negros de ciertas regiones, tan superantes y expresivos de la música americana de hoy. Pedro, que entiende mucho de esto, me aseguraba que los dadaístas fueron al verdadero corazón del África para aprender y aplicar en sus obras aquellos sonidos con que expresaban el amor y el dolor, los dos grandes ejes de la vida universal, no falseados aún por el barniz de ninguna civilización.”

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Don Eduardo Colín tiene cabeza suficiente para publicar siete y permanecer incólume… Se conoce, además, que lee con agrado nuestro periódico, a diferencia de cierto joven que, sin necesitarlo, por razones obvias de fisiología, va a las peluquerías a leerlo. Leyó don Eduardo Colín el artículo de Gilbert Seides, que publicamos hace unos números, en que este novedoso crítico musical americano explica la razón de los ruidos del jazz. Piensa con él nuestro entrevistado que el jazz no es propiamente una causa, sino un efecto social de las condiciones dinámicas industriales que caracterizan a la civilización moderna. Y desde este punto de vista, cree que las causas que originaron la modificación rítmica de la música en jazz repercutirán necesariamente también en la literatura haciéndola material y mecánica.

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Encontré a Xavier Villaurrutia muy preocupado. No quería contestar a nada de lo que escuchaba. Releía atentamente un gigantesco libro en que guarda sus recortes, y se preguntaba desolado: “¿Qué habré hecho yo para que mis cosas le gusten a Villaseñor? Estoy decidido —agregaba para sí—, a no escribir más y a cambiarme las dos primeras sílabas del apellido, aunque lo deplore en su tumba el fundador del Diario de México, mi ilustre abuelo don Jacobo…”Fue inútil insistir. No pude hacerlo hablar, porque acaso temía que su opinión complaciera a su pseudohomónimo [sic].


[El Universal Ilustrado
, 3 de julio de 1924, pp. 20, 42.]

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ILUSTRACIÓN: Dibujo publicado en El Universal Ilustrado el 3 de julio de 1924.

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