Que la patria os lo demande

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Un grupo de personajes históricos se sienta a discutir la invasión que Pancho Villa orquestó en Columbus, un pasaje en el que se juega la reputación nacional

 

POR RAÚL HERRERA MÁRQUEZ

Lo que Villa quería y finalmente consiguió [con el ataque a Columbus] fue una intervención estadounidense limitada, similar a la de Veracruz. No hay prácticamente duda de que, cuando Villa formuló el proyecto, tenía presente la experiencia del desembarco de Veracruz.
Friedrich Katz, Pancho Villa.

 

Abril de 1914. Con motivo del conflicto con una fragata norteamericana en Tampico y la invasión de Veracruz, Francisco Villa declara: “La División del Norte sofocará alzamientos contra los norteamericanos.”
23 de abril de 1914. “Acabo de cenar con Villa. Discutimos la situación con toda amplitud. Dijo que él es muy buen amigo nuestro […] que por lo que a él concierne, podríamos conservar Veracruz […]”
Informe del representante de Estados Unidos George Carothers a William Jennings Bryan, del Departamento de Estado.

 

23 de abril de 1914. Francisco Villa y Felipe Ángeles se presentan ante el jefe de Estado Mayor del ejército estadounidense en El Paso, llevando como obsequio tapetes de lana a manera de disculpa por las declaraciones de Carranza contra la invasión de Veracruz. Al día siguiente Villa declara al New York Times que las declaraciones de Carranza han sido un grave error.
12 de septiembre de 1914. “Suplícole aplazar presentación nota que íbamos a dirigir al señor Carranza para ver si lográbamos la desocupación de Veracruz por tropas americanas.”
Telegrama de Francisco Villa
a Álvaro Obregón.

 

16 de noviembre de 1914. “El ex cónsul Llorente, quien actualmente representa a Villa en Washington, ha manifestado que Villa protestará por la evacuación del puerto de Veracruz acordada para el día 23 [y] pedirá que se aplace la salida de las tropas americanas de Veracruz hasta que pueda ser entregado a los villistas.”
Publicado por el diario El Liberal
de la Ciudad de México.

 

Malinche, enfundada en un huipil blanco bordado de flores, conversa con el general Pedro María Anaya, quien lleva abierta la chaqueta del empolvado uniforme que no se ha quitado desde su derrota a manos del ejército estadounidense en Churubusco en 1847. Es una tarde calurosa, por lo que don Eulalio Porras ha mandado instalar una mesita bajo la sombra de un álamo a orillas del río de Parral. Don Eulalio, algo desfajado y con el nudo de la corbata suelto —indicio de que ya trae algunas copas entre pecho y espalda—, llega cargando en una charola una jarra de agua de chía para Malinche y tres botellas de sotol para despachárselas con su invitado. Mientras los atiende, escucha al general Anaya decir a Malinche:

 

—Fue una hazaña genial, única, ese ataque de Pancho Villa a Columbus.

 

Sin dejar de servir, el licenciado Porras pregunta:

 

—¿Y por qué se lo parece a usted, general?

 

—Pues nada más imagínese: la única invasión de su territorio que ha sufrido Estados Unidos en toda su historia. ¡Los invasores por excelencia, invadidos por una heroica pandilla de mexicanos!

 

—Bueno, claro está —replica don Eulalio mientras se acomoda en su silla— que es la única invasión si no contamos la de la guerra angloamericana de principios del siglo XIX, ¿verdad?

 

—A ver, ¿de qué invasión nos habla usted, don Eulalio? —interviene Malinche.

 

—Nada menos que una de a deveras, porque en 1814 los ingleses se metieron hasta Washington.

 

—¡¿Cómo que “de a deveras”?! —pregunta el general Anaya, algo mosqueado.— Para llegar a Columbus, Pancho Villa se internó varios kilómetros en Estados Unidos; dígame usted si eso no fue una invasión verdadera.

 

—Bueno, no son tantos, unos seis o siete, pero allá usted si quiere medir la magnitud de la invasión en kilómetros, porque para mí que una cosa es llegar escondiéndose hasta un pueblito rabón de Nuevo México, tirotear unas caballerizas, prenderle fuego a un hotelito y salir corriendo a las tres horas, y otra muy diferente llegar a Washington e incendiar el Capitolio y la Casa Blanca.

 

—Tiene usted razón, don Eulalio —tercia Malinche antes de dar un sorbo a su vaso de chía—. Cuando nosotros tomamos Tenochtitlan, el sitio duró más de dos meses y…
—¡Con todo respeto, señora —dice Anaya con la molestia que el tema inspira a todo mexicano—, le digo que no estamos hablando de lo mismo! Pancho Villa estaba atacando al enemigo histórico de nuestra patria, mientras que usted fue a ayudarles a los españoles a acabar con nuestra gente.

 

—¡Pues sería la gente de usted, porque mía, no! —responde Malinche irritada de oír una vez más la cantaleta que ya la tiene aburrida—. Lo que no acaba de entender la gente es que los aztecas nos tenían hartos, eran nuestros enemigos, así que…

 

—Mire usted, don Eulalio —la interrumpe Anaya cambiando el tema con descortesía—, aunque haya habido esa otra invasión que usted dice, es indudable que cuando Pancho Villa atacó Columbus, Estados Unidos, se había convertido en un país mucho más poderoso, de modo que fue más arrojado lo que hizo Villa.

 

—¿Por qué?

 

Aunque molesta por los comentarios y modos del general, Malinche parece estar disfrutando de la discusión tanto como de la frescura de su chía. Sentada de frente al río, contempla en el cerro las instalaciones de la antiquísima mina y el fortín de piedra de los tiempos del ataque de los franceses. Mientras conversan, los oídos de don Eulalio y sus huéspedes se llenan de los zumbidos de las chicharras al atardecer parralense, los balidos de ovejas de regreso a los corrales y el murmullo del agua del río, sordos al ir y venir de automóviles a sus espaldas y a los clarines de una banda militar que se dirige al panteón.

 

—Pues para empezar, el camino tiene que haber estado lleno de fuerzas rurales, y en Columbus había una guarnición militar.

 

—Bueno, sí, de unos 600 hombres —dice don Eulalio, —y además es innegable que en 1916 Estados Unidos estaba cuidando mucho la frontera por la guerra en Europa, pero…

 

—Bueno, yo me pregunto —interrumpe Malinche: —¿Por qué no atacó una población mayor, como El Paso?

 

—¡Pues porque allí sí había peligro! —responde don Eulalio abriendo las manos y el tono de la voz—. ¿No ven ustedes que para Villa no se trataba de otra cosa que ir a patear el avispero?

 

—¡¿Cómo que patear el avispero, don Eulalio?! —dice el general, exaltado—. Él había declarado desde antes que quería atacar a Estados Unidos en venganza por haber dejado pasar a las tropas carrancistas por su territorio cuando lo derrotaron en Agua Prieta.

 

—Pues yo me enteré por ahí de que el ataque se había debido a que quería cobrarse cuentas pendientes con unos hermanos judíos apellidados Ravel —continúa Malinche—, pero si se trataba de venganzas, aunque no fuera contra Estados Unidos sino contra sus enemigos personales, me imagino que en El Paso habría mucho más gente con la que este señor tuviera rencillas, ¿o no?

 

—¡Desde luego —responde don Eulalio—, porque en El Paso estaba refugiada la mayoría de los que se escapaban de la Revolución y de él! Pero no atacó ahí porque ésa sí era ciudad, una plaza importante, de manera que ahí sí había peligro, y de ambos lados del río.

 

—Pero eso de los judíos de Columbus lo dijeron otros —replica Anaya—; en cambio, fue Villa mismo quien declaró que quería atacar a los gringos para vengarse.
—¡Eso de la venganza es ridículo, mi general ¿Se imaginan ustedes lo que significaba atacar Columbus? —El ilustrado abogado parralense ha mencionado el nombre del pueblo en tono de sorna; cada vez se les notan más a él y al general los vapores del alcohol.— Venganza la de doña Malinche, con la destrucción de la gran Tenochtitlan. Columbus era un caserío donde no había más que lodo y culebras. Ese ataque fue ni más ni menos que una patada en la espinilla de Estados Unidos. Patada que, en todo caso, no excluye lo de la mentada venganza: si algo sabía hacer Villa, era matar muchos pájaros con una sola piedra.

 

—La verdad, yo ya me perdí en la discusión —dice Malinche, sintiéndose resarcida por la mención de la destrucción de Tenochtitlan—. A ver, don Eulalio, usted que lo conoció, díganos para qué querría patear el avispero.

 

El general Anaya guarda silencio, en parte por los efectos del sotol, y en parte porque se siente incómodo de ver cuestionado un hecho que él lleva seis décadas celebrando con orgullo patrio. Ninguno de los tres se percata de la actividad que hay en la ciudad con motivo de un homenaje de magnitud nacional.

 

—¡Pues para rehacerse, nada menos! Miren ustedes —responde el anfitrión—: Villa venía de una serie de derrotas que casi lo habían reducido a nada, y prácticamente toda la gente lo había abandonado, ¿verdad? No tenía mucho para donde hacerse: si lo pescaban los carrancistas, lo fusilaban; si se iba a Estados Unidos, no le quedaba otra que buscarse un trabajo como la gente o andar exhibiéndose en algún circo como le pasó a Búfalo Bill. Imagínense esas perspectivas, después de haberse visto como el que marcaba el paso a la nación. Era ignorante, pero no tonto: claro que avisoró que lo mejor que le podía ocurrir era una intervención gringa que le sirviera para reclutar gente aprovechando nuestro rencor ancestral. Usted mismo, general, ¿no es uno de nuestros orgullos por su heroica defensa de Churubusco? —Anaya parece un poco reconfortado por el elogio—. ¿No traemos todos los mexicanos en el tuétano la rabia por el despojo de más de medio territorio nacional? ¿A quién le puede extrañar que Villa haya planeado eso? Dos años antes, Victoriano Huerta había aprovechado la invasión de Veracruz para convocar al pueblo a cerrar filas con él. Los revolucionarios repudiaron el llamado, pero ¿creen ustedes que a Villa le pasó inadvertido que miles y miles respondieron en todo el país?

 

El 9 de marzo de 1916, Villa asaltó el poblado de Columbus, en Nuevo México, Estados Unidos. Crédito: División de Grabados y Fotografías, Biblioteca del Congreso de Estados Unidos

 

—Pero a ver, don Eulalio —responde el general Anaya, aún más exaltado, —ahora, aparte de minimizar el ataque a Columbus, ¿está usted diciendo que Pancho Villa era un traidor a la patria, un malinchista?

 

Malinche voltea la cara indignada al oír ese epíteto que la tiene harta hace cuatro siglos y medio, pero piensa que no vale la pena discutir con borrachos y decide guardársela al general para cuando haya oportunidad. Ninguno parece notar los grupos de curiosos que bajan hacia la avenida Independencia para presenciar el paso del cortejo militar que ha de recoger del panteón municipal los restos de Francisco Villa.

 

—Usted lo ha dicho, mi general —responde el licenciado Porras—. Mire, nomás déjeme recordar un par de cosas. ¿Se acuerda usted de la matanza de Santa Isabel?
—Sí, desde luego: el asesinato de unos 20 ingenieros gringos a los que bajaron de un tren por acá en Santa Isabel. Pero no fue Villa quien lo cometió, sino uno de sus hombres, Pablo López.

 

—Así es, pero cuando ya estaba preso, López declaró con todas sus letras para un periódico, El Demócrata: “al matarlos lo hicimos atendiendo instrucciones del general Villa”. Lo que pasó, es que ese intento le falló a Villa.

 

—¿Le falló, dice usted? —interroga Malinche.

 

—Sí, miren ustedes: en la misma entrevista, Pablo López dijo así: “Mi jefe don Pancho Villa quería forzar a los gringos a intervenir.” Nada más que cuando se desató en Estados Unidos una ola de indignación, el presidente Wilson se negó a invadirnos argumentando que, aunque hubiera sido contra ciudadanos norteamericanos, se trataba de un delito de la competencia de la justicia mexicana. Por eso necesitaba Villa la provocación de Columbus, que ocurrió apenas dos meses después de la masacre de Santa Isabel. A mí me parece que todo es muy obvio, ¿no cree usted, señora?

 

—En realidad es usted muy convincente, don Eulalio —responde Malinche dirigiendo al general Anaya una mirada retadora para desquitar su molestia por lo de “malinchista”.

 

—Y se salió Villa con la suya: con el escándalo que levantó el ataque en Estados Unidos, acabamos con la maldita Expedición Punitiva metida en Chihuahua.
A pesar de que ya casi se ha terminado una botella de sotol él solo —o quizá por eso—, el general Anaya parece recobrar el ánimo y dice con renovado orgullo:

 

—¡Pues me va a perdonar usted, don Eulalio, pero a mí sí me parece heroico que Villa, con apenas unos cientos de hombres, se haya enfrentado a ese ejército que llegó a sumar 10 mil, y jamás haya sido derrotado!

 

—¡Porque nunca los enfrentó, mi general! —responde don Eulalio sumamente animado—. ¿Sabe usted cuántas veces encaró Villa a los gringos en los ocho meses que estuvo la Punitiva en México? ¡Ni una sola! Hubo algunos encuentros de los gringos con villistas desperdigados, pero nunca con él; antes chocaron con la Punitiva los carrancistas y la población, como pasó aquí en Parral. Lo que sí le reconozco a usted, es que Villa demostró ser un maestro de la maquinación, porque desde que los gringos pisaron suelo mexicano, se dedicó a recorrer las poblaciones arengando a la gente para que se le uniera a combatirlos, y con ésa y otras tácticas, como la de permitir los saqueos, juntó cerca de 10 mil hombres, no unos cientos como dijo usted. Pero ¿saben qué hizo con ellos? ¡Atacar a las guarniciones carrancistas, jamás a los gringos, y adueñarse de Chihuahua otra vez! La cosa no puede ser más clara, ¿no les parece a ustedes? En los años siguientes, después de su última caída, la gente le reclamaba eso, precisamente: que los hubiera engañado diciéndoles que iban a matar gringos.

 

La expedición contra Pancho Villa cerca de Casas Grandes; atienden a los enfermos y heridos, en 1916. Crédito: División de Grabados y Fotografías, Biblioteca del Congreso de Estados Unidos

 

El sol se ha puesto, y los mosquitos comienzan a ser molestos. Ya completamente eufórico, don Eulalio no parece tener para cuándo, de manera que Malinche hace ademán de levantarse, y el general Anaya de seguirla.

 

—Antes que se vayan, déjenme platicarles una última cosa —los detiene don Eulalio—. Todo mundo se imagina a Villa entrando en Columbus al frente de sus hombres y a todo galope, ¿verdad? Pues ¿saben qué?

 

—¿Qué cosa? —pregunta Malinche.

 

—¡Que él no participó en el ataque! Llevó a la gente hasta las orillas de la población y se devolvió al lado mexicano para no estar allí a la hora del asalto porque estaba previendo que después le iba a convenir contentarse con los gringos. Échenles una ojeada a los libros de historia, y no a los de los detractores de Villa, sino a los de sus propios panegiristas: ahí está escrito que se devolvió al lado mexicano. Un par de años después, ahí andaba diciéndoles a los gringos que él había estado en otro lado. ¿Saben ustedes que nunca hasta su muerte admitió haber atacado Columbus?

 

—Pues yo no lo sabía, don Eulalio —dice el general al despedirse, —y debo decirle que me voy cargando con una gran tristeza en el alma. Nuestra pobre nación lleva siglo y medio sin poder levantar cabeza, y usted me ha quitado una de las pocas asideras que me parecían sólidas.

 

—Lo siento mucho, mi general, no es mi intención decepcionar a nadie —le responde el leído abogado mientras le estrecha afectuosamente la mano—, pero las verdades históricas no se pueden soslayar. Mire nomás qué cosas: a cualquiera que ha buscado una intervención extranjera en México se le ha condenado como traidor a la patria, y sin embargo Villa, que celebró la invasión gringa a Veracruz y provocó la intervención para rehacerse él, su persona, se salió con la imagen gloriosa de vengador de las afrentas a México, castigador de Estados Unidos y valeroso luchador por la soberanía nacional. Como le digo, el señor le vio la cara a todo el mundo, incluido usted, general, dicho sea sin ánimo de ofender.

 

Malinche, que se ha adelantado unos pasos, pone broche de oro a la discusión diciendo en voz clara y alta, sin volver la cara:

 

—Pues por lo pronto los que sí tienen motivos para haberle puesto un monumento, son los gringos de Columbus, porque con todo este enredo les dio con qué atraer turistas y ganar dinero. Lo que son las cosas: es una a la que vienen a calificar de vendepatrias.

 

De regreso al centro, los tres caminan por el puente de San Francisco sin percatarse de la procesión que por el mismo camino vuelve del panteón conduciendo con honores un fémur, que en calidad de restos de Villa será llevado a la Ciudad de México para completar el homenaje que se inició inscribiendo su nombre con letras de oro en la cámara de diputados.

 

“(…) cuando uno es el esclavo devoto de un gran líder, obedece órdenes.”
Declaración de Pablo López sobre la matanza de Santa Isabel. El Paso Herald. 25 de mayo de 1916.

“(…) al matarlos lo hicimos atendiendo instrucciones del general Villa (…)”
Declaración de Pablo López sobre la matanza de Santa Isabel. El Demócrata, 7 de mayo de 1916.
“Don Pancho nos dijo que Carranza estaba vendiendo nuestros estados del norte a los gringos […] Dijo que quería forzar a los gringos a intervenir.”
Pablo López. El Paso Herald. 25 de mayo de 1916.

7 de noviembre de 1916, a los ocho meses del ataque a Columbus y al mismo tiempo que en todas las poblaciones Villa pronuncia discursos antiyanquis, declara “(…) en el sentido de que no era responsable de la masacre de Santa Isabel, que no se enteró de ella hasta cuatro días más tarde. Que (…) nada le había causado mayor dolor. Que en cuanto al incidente de Columbus, no afirmaría ni negaría haber estado allí, pero dijo que, cuando llegara el momento adecuado, probaría con el testimonio de tres ciudadanos estadounidenses dónde se hallaba aquel día (…). “En cuanto a sus sentimientos hacia los estadounidenses, dijo que les daría la bienvenida al país en cuanto pudiera mantener abiertas las comunicaciones, que no les guardaba rencor y que se daba cuenta de que debían ser protegidos en México, para permitirles trabajar sus propiedades (…)”
Informe del representante de Estados Unidos George Carothers al Departamento de Estado, en un memorándum del Departamento de Justicia.

7 de junio de 1917. “El señor Keedy (abogado con quien Villa hizo un trato financiero a cambio de que negociara que el gobierno de Estados Unidos lo reconociera) le ha propuesto al señor Canova (jefe de la sección mexicana del Departamento de Estado), y éste al Secretario, que Villa saldría del país, daría órdenes a todos sus hombres de no molestar a ningún estadounidense ni dar problemas en la frontera, mostraría pruebas de que no se hallaba en Columbus en el momento del ataque([…)”
Memorándum del Departamento de Justicia al Departamento de Estado de Estados Unidos.

DECRETO

Al margen un sello con el Escudo Nacional que dice: Estados Unidos Mexicanos.- Presidencia de la República. Gustavo Díaz Ordaz, Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, a sus habitantes, sabed: Que el H. Congreso de la Unión se ha servido dirigirme el siguiente decreto “El Congreso de los Estados Unidos Mexicanos, decreta: articulo único.- Inscríbase con letras de oro en los muros del Salón de Sesiones de la Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, el nombre del General Francisco Villa.
Diario Oficial de la Federación. 23 de noviembre de 1966.

3 de julio de 1919. “Tras el combate en Juárez, Villa se esforzó por capturar al único estadounidense que se hallaba en las cercanías de Villa Ahumada, y les dijo a sus hombres que tenían su permiso para matarlo y también a todos los estadounidenses que se encontraran en el futuro. También les dijo a los mexicanos que si cualquiera de ellos era culpable de trabajar para o hacer tratos con los estadounidenses en el futuro, un día volvería y lo mataría”.
Informe del gerente del Ferrocarril del Noroeste.

Octubre de 1919. En una proclama dirigida al pueblo estadounidense, Villa declara que durante el ataque a Ciudad Juárez hizo todo lo posible por evitar que llegaran proyectiles al lado estadounidense y expresa su buena voluntad para el pueblo del vecino país.

“Si todos los mexicanos fueran Pancho Villa…”
Francisco Villa en entrevista con Regino Hernández Llergo para el periódico EL UNIVERSAL.
Canutillo, junio de 1922.

…UNA BALA EXPANSIVA EN EL CORAZÓN, QUE LO DEJÓ ABIERTO COMO UNA AMAPOLA.
Fragmento del informe de la autopsia practicada al cadáver de Francisco Villa. Parral, Chihuahua, 20 de julio
de 1923 por la noche.

 

 

 

FOTO:Pancho Villa montado en su caballo Siete leguas, sin fecha. | Crédito: Archivo EL UNIVERSAL

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