Quiasmo sin delirio
POR GABRIEL WOLFSON
En 1934, un joven abogado mexicano admirador de Freud, Raúl Carrancá, decide examinar e interrogar a un tal RHV, quien había asesinado a su esposa por celos, de la forma más próxima posible a como lo habría hecho un psicoanalista —incluso, dice Rubén Gallo, Carrancá “consideró poner un diván en su oficina”—. Curioso México aquel donde el juez, además de disponer de tiempo y tranquilidad, ha leído algo más, mucho más, que instructivos de pantallas planas o celulares. Como quiera, la conclusión de Carrancá es que rhv “tenía una ‘imaginación creadora’ que le impedía distinguir entre la realidad y la fantasía” y que no hubo premeditación en su acto homicida: había sido “provocado por la víctima” (palabras de Carrancá) debido a su “actitud coqueta hacia otros hombres” (glosa de Gallo).
¿De verdad? ¿Hemos de congratularnos, como tenuemente lo hace Gallo, por la ‘modernidad’ que presentaba un sector de México —este juez Carrancá, Novo, Paz, Lemercier—, uno de cuyos síntomas era la lectura de Freud? Lo pregunto porque si el caso del juez/”psicoanalista silvestre” —al que Gallo dedica un capítulo de los OCHO de su libro, y a quien el propio Maestro vienés escribió la única carta que remitió en su vida a un mexicano, animándolo a proseguir la difusión del psicoanálisis en la zona tórrida— acaso acrisolara el freudismo patrio, quizá habría que lamentarse al menos por la recepción fanática de nuestra élite de vanguardia, si no es que por el dogmatismo de las propias teorías de Freud. ¿O no resulta ridícula, por decir lo menos, la conclusión de Carrancá, tan comprensiva, tan bondadosa y al mismo tiempo, sin quererlo pero lográndolo muy bien, tan reforzadora del machismo mexicano de toda la vida? Entiendo que el episodio Carrancá lleva nuevamente a la palestra la discusión sobre las limitaciones del psicoanálisis freudiano gracias a su fe en la universalidad o ahistoricidad de la mente, y más si consideramos que más tarde, como lo informa Gallo, Carrancá se encargó del caso de Ramón Mercader, el asesino de Trotski, cuyo móvil fue, según el juez, no un encargo de Stalin sino “un complejo de Edipo activo”. De verdad me deja sin palabras. Es cierto que Gallo aporta muchísima información sustanciosa y pertinente, como hace en todo su libro, que permite, en efecto, comprender los arduos retorcimientos de la relación entre Mercader y su madre, Caridad del Río. Ahora bien, cuando Gallo cierra su exposición afirmando que “Mercader fue sometido a un análisis, y los freudianos pusieron a los estalinistas sobre el diván. En esta batalla épica entre dos ideologías, el psicoanálisis se llevó la victoria”, no sólo me resulta candorosa la ensoñación novelesca de la prosa: la supuesta victoria luce todo menos celebrable: si acabó centrando la atención en el Edipo del asesino y no en sus nexos indirectos con la Rusia de Stalin, ¿en verdad ‘triunfaron’ los intelectuales ‘modernos’, que se felicitaban por confirmar así, una vez más, la apabullante verdad de las teorías de Freud?
Con lo anterior me gustaría ilustrar uno de los principales problemas que encuentro en Freud en México. Rubén Gallo (profesor de Princeton, autor por lo menos de un libro notable, Mexican Modernity. The Avant-Garde and the Technological Revolution) hace algo cada vez menos frecuente: investigar en serio, desempolvar viejos documentos, remitirse a una rica y variada bibliografía, tomarse el tiempo que sea menester para confirmar un dato ínfimo, dar con la explicación detectivesca de una interrogante menor, rescatar para los lectores jugosas fuentes, como la legendaria revista de choferes El Chafirete, donde Novo colaboró, que supongo que nadie, salvo Monsiváis, había realmente consultado. Y sin embargo, el resultado de sus extraordinarias pesquisas palidece, a mi juicio, frente al enorme y riguroso trabajo que uno adivina detrás del libro. Por una parte, una forma de exposición muy escolar, convencional, monótona, que no le hace justicia a las muchas y sabrosas anécdotas, a los ecos, a las varias conjeturas que conforman la materia de Freud en México: hay un exceso de didactismo, o quizá más bien un nulo cuestionamiento de una especie de manual de redacción para ensayos académicos, lo que origina demasiadas advertencias metaenunciativas (“esto es la introducción”, “a continuación plantearemos tres subtemas”, o las obligadas “Conclusiones” —meras recapitulaciones cansinas— con que cierra cada capítulo), una estructura esquemática (como si, fuera el asunto que fuera, todo pudiera y tuviera que embonar, sin asperezas, en el molde escolar) y mucha repetición, de frases, de ideas, como ya alguien había apuntado en este mismo periódico: como si Gallo no confiara en sus lectores y sintiera el deber de parafrasearles cada cita.
Por otra parte, en este desfase que intuyo entre la ardua investigación y la tibia presentación, un problema acaso más delicado: Gallo parece resistirse a discutir, a interpretar, a extraerle todo su potencial al atractivo material con que cuenta. En mi ejemplo —que no es el único: básicamente encuentro lo mismo en los ocho capítulos—, sería justo con la exposición y descripción de este roce entre psicoanálisis y derecho, o entre arquetipos e historia, donde bien podría arrancar la parte más sustancial del capítulo, y no, como hace el autor, donde este concluye. ¿Que Gallo no comparte esta percepción sobre cierta ahistoricidad del psicoanálisis, que de verdad le parece un triunfo del psicoanálisis —aun si “silvestre”, como lo habría calificado Freud— aquel enfocarse en los dilemas edípicos y culposos de Ramón Mercader? Perfecto. El problema es que, por la falta justamente de discusión, por ese quedarse tan anclado en el plano de la exposición de hechos, del relato anecdótico, no se construyen argumentos que sustentaran su postura. Le falta, pues, vuelo a la escritura: arriesgarse con las implicaciones de lo planteado, y arriesgarse también, aunque fuera un poco, con la prosa, que en Freud en México es plana, cumplidora, sin atrevimiento para extenderse, para hacerse más densa, siempre vaciada en parrafitos del mismo tamaño, correctos y superficiales (algo muy visible en esas addendas que Gallo llama “Asociaciones libres” al final de cada capítulo: donde uno esperaría, precisamente, una asociación caprichosa, una elucubración menos sujeta al requisito de la comprobación y la referencia, o bien una ruptura tonal, hallamos relaciones obvias, previsibles, y en el mismo registro que el resto: al capítulo uno, dedicado a Novo y sus tratos con choferes de taxi, le toca una “Asociación libre” donde se habla, nada menos, que del cuadro que pintó Rodríguez Lozano sobre Novo en un taxi).
Y es que la simpleza de Freud en México no se reduce a lo estructural y escritural: alcanza, me parece, la concepción misma del libro, y de las disciplinas que lo fundamentan. Dividido en dos, la primera mitad se aboca a la recepción de Freud en nuestro país; la segunda, a la presencia de México en la obra y la vida de Freud. Y es lástima que opere aquí una especie de quiasmo: la parte mejor trabada, más consistente, incluso mejor investigada, la segunda, se dedica a minucias: el único libro mexicano en la biblioteca de Freud, las tres piezas mexicanas de la enorme colección de antigüedades de Freud, o —menos minúsculo, sin duda— el uso privado del español en los coqueteos homoeróticos adolescentes del futuro doctor y los posibles guiños a México en tres sueños propios que Freud analizó en La interpretación de los sueños (e insisto en lo posible de las alusiones porque, una vez más, es alucinante la contundencia con que muchos afectos al psicoanálisis extienden la conclusión de sus interpretaciones). En cambio, la zona más débil del libro es la que corresponde a la materia más vasta, no limitada a detalles sino, bien vista, desplegada como un amplio y oscuro mapa: las lecturas, las apropiaciones, los desvíos, de Freud y lo freudiano en México. ¿Qué ocurre aquí? Que Gallo se concentra en pequeñas historias “apasionantes” —como las llama sin duda con justicia—, muy bien sustentadas, pero que no consiguen articularse, desprender sus sentidos históricos, sus formas de representación, tejerse con lo no anecdótico para hacer verdadera historia cultural. Los rastreos de Gallo, tan hondos como se quiera, se consagraron a los puntos de contacto obvios, explícitos, entre unos pocos artistas e intelectuales mexicanos y la obra de Freud, pero extraviaron aquellas amplias zonas donde Freud no se ve pero está. En el caso de Novo, por ejemplo, no sólo remitirse a la presencia de bulto de Freud en La estatua de sal, sino, digamos, cuánto y cómo de Freud hay en Espejo. Y más que Novo, cuya lectura de Freud el mismo Novo se encargó de presumir, cuánto de Freud hay en Reyes, Vasconcelos, Villaurrutia, Owen, Cuesta, o, mucho mejor, según yo, cómo se adivina la lectura de Freud en escritores, periodistas, artistas, en fin, no por lo que ellos mismos hubieran declarado al respecto, no por los temas de sus poemas o cuadros, sino por las modificaciones formales de sus producciones (un ejemplo entre otros, para finalizar: ¿en qué medida el freudismo, junto con el naturalismo, afianzaron un esquema narrativo con flashback en medio, con la infancia como explicación cabal del presente y, sobre todo, con la idea de que una historia es, debe ser, una, esa explicación?).
Rubén Gallo, Freud en México. Historia de un delirio (traducción de Pablo Duarte), Fondo de Cultura Económica, México, 2013, 369 pp.
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