Rafael López Castro: tlahcuilo contemporáneo
El diseñador gráfico es creador de un amplio bagaje visual en la cultura mexicana. El libro Suave trazo ofrece una selección de sus obras, además de incluir diversas voces que han reflexionado sobre su trabajo a lo largo de 50 años
POR SOFÍA MARAVILLA
Dentro de la sociedad del México antiguo, se le nombraba tlahcuilo a aquel que tuviera la habilidad para el dibujo, misma que era alentada y perfeccionada con el fin de convertirlo en el productor de una vasta tradición gráfica constituida por un complejo entramado de conocimientos religiosos, sociales y políticos; posteriormente, durante el proceso de Conquista, algunos tlahcuilos se encargaron de dejar testimonio de su trato con los europeos desde la propia experiencia de su pueblo. Pareciera que de esta lejana tradición hubiera emergido el artista gráfico Rafael López Castro, a quien el diseñador Germán Montalvo denominó tlahcuilo contemporáneo por su vocación innata de escribir con imágenes.
Rafael López Castro nació el 11 de septiembre de 1946 en Degollado, Jalisco, pero fue a vivir desde 1950 a la capital mexicana, en donde por primera vez, señala, tuvo una idea de lo que era México: “plumas en azul, rojo, amarillo y verde, danzas, pirámides, Chapultepec, Xochimilco, San Ángel y, sobre todo, la Villita de Guadalupe… la Patria y la familia crecían en mí”. Sus palabras nos hacen develar lo obvio: que su sensibilidad es la de aquel acostumbrado a trabajar con las texturas y los colores, con lo visual como materialización de lo abstracto. Ahora, con 75 años de vida, López Castro ha decidido dejar testimonio de su legado visual en la obra Suave trazo. Rafael López Castro. Diseñador gráfico mexicano (El Colegio Nacional-UV-FAD/UNAM-UAM-BUAP-Cinemanía-Parametría-Gobierno del Estado de Jalisco, 2021).
El libro es un testimonio visual que nos recibe con la autobiografía del jalisciense, a la cual se sumarán diversas voces y estilos literarios de aquellos que han comentado, estudiado o presentado su obra a lo largo de cinco décadas de trabajo: Vicente Rojo, Hugo Hiriart, Carlos Monsiváis, David Huerta, Eraclio Zepeda, entre otros, se dan cita para hablar de la obra gráfica del diseñador —por supuesto, no podía faltar el corrido compuesto por Raymundo Serapio y Óscar Chávez en honor del mexicanista—, mientras que el vértice visual de Suave trazo comprende una reunión de obras de López Castro, compuestas con simbolismos relacionados con la cultura de lo mexicano en su más variopinto sentido, desde lo prehispánico hasta lo revolucionario, entre lo religioso, lo humorístico, lo crítico y lo profano, que se refleja en las portadas que realizó para la Imprenta Madero o la editorial Joaquín Mortiz (donde coincidió con Vicente Rojo, a quien López Castro llama cariñosamente “mi hermano mayor”), el Fondo de Cultura Económica, o las más de 360 portadas diseñadas para Voz y voto, además de los múltiples carteles para anunciar toda suerte de homenajes y eventos y logotipos tan conocidos como el sol del PRD o de la FIL de Guadalajara.
Para conocer los pormenores de este libro, platiqué previamente con Alberto Tovalín Ahumada, coordinador editorial de Suave Trazo, y con el diseñador Germán Montalvo, encargado del diseño gráfico editorial y la curaduría de contenidos, quien además conoce a López Castro desde los años 70, cuando ambos trabajaban en la Imprenta Madero; me comentaron que este proyecto llevaba en el tintero desde los años 90, cuando empezaron a considerar varios de los textos que ya se habían escrito sobre Rafael y llegaron otros más, entre ellos el de Felipe Garrido; el tiempo fue pasando y el proyecto quedó en el tintero, y no fue sino hasta 2017 que Rafael volvió a tener un gran interés porque su libro saliera, aunque la pandemia frenó los planes una vez más, hasta que, finalmente, en octubre de 2021 vio la luz Suave trazo.
Por su parte, Alberto Tovalín, quien es vecino del barrio de Mixcoac al igual que López Castro, nos acompañó a recorrer el estudio del diseñador, pues ¿qué mejor que observar el espacio más sagrado de un artesano para entender su obra? “Algo que ha sido realmente muy emotivo y emocionante, es cuando la gente empieza a ver el libro y me dicen: ‘Alberto, me acabas de recordar épocas muy hermosas de mi vida, cuando estudiaba la carrera e íbamos a comprar Lecturas Mexicanas y cada semana esperábamos los nuevos libros de la colección; era un ritual conseguirlos’. Cuando empiezas a atar cabos desde el trabajo de rescate de lo mexicano, te das cuenta que Rafael es parte fundamental del imaginario, de nuestro bagaje visual.Eso es maravilloso”.
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Un sol ardiente me acompañó de camino al hogar de López Castro, que al interior recibe con la imagen de una virgen Guadalupana elaborada por él mismo en chaquira y lentejuela, luminosa y juguetona en colores estridentes, buganvilia y verde limón, plateado y un amarillo potente. Como buen anfitrión, el diseñador me invita a la tranquilidad de una colosal biblioteca, y casi en el acto comienza a hablar de sus deseos de visitar nuevamente Degollado, su pueblo natal, que, como después menciona, recibe su nombre del ilustre general Santos Degollado (1811-1861). A pesar de llevar casi toda su vida en la ciudad, López Castro no se olvida de sus orígenes, de su amor por la tierra semiárida que lo vio nacer: “Piedras, lomas, barrancas, cerros, laderas, arroyos, pozos de agua tenían nombre e historias de nuestros antepasados. Nuestros muertos estaban vivos en nosotros y percibíamos el olor fresco y húmedo de las milpas”. Muchos de los elementos que López Castro colocaría después en sus trabajos, estarían inspirados por la estética rural de su primera infancia.
Rafael nos guía entre los altos muros cubiertos de libros a través del comedor y después la cocina, que funge como un túnel para llegar al espacio consagrado para la creación, el artista extiende su mano invitándonos a pasar: “A partir de aquí, empieza mi casa”.
El estudio de Rafael López Castro un estudio de elevadísimo techo y muros cerúleos recubiertos de querubines, soles y emblemas patrios, una mesa donde tiene dispuesto un Tzompantli en construcción y un rompecabezas de Norteamérica hecho con fomi, un globo terráqueo que encima lleva un antifaz, así como una pequeña réplica de la Diana Cazadora salpicada de morado que apunta hacia la efigie que imita al Ángel que se erige sobre Reforma; hacia el lado izquierdo se extienden dos habitaciones, cada una delimitada por dos arcos de madera tallada, que en su interior están colmadas de retratos y fotografías, tanto suyas como de otros artistas, que le han permitido armar una colección privada digna de un museo.
En el primer salón hay dos mesas de madera y al fondo un perchero con varios sombreros que evocan su origen: “Mi familia era de campesinos. Yo siempre lo he dicho y lo sostengo: soy indio güero, bajado de la cierra a tamborazos, con mi sombrero que trae plumas arriba, como el que usan mis abuelos”. Bordeando el espacio, se extienden repisas cubiertas de infinidad de calaveritas: Catrinas de bellísimos vestidos, cráneos de múltiples tamaños, diseños y texturas. Por supuesto, estos símbolos forman parte fundamental de la obra de López Castro, que en muchas ocasiones manifiesta la dualidad que nos conforma como seres humanos, y que en la mexicanidad modelada a lo largo de siglos hemos heredado como una máscara bicéfala de la muerte y de la vida expresada con sentido del humor e incluso con ánimo festivo.
—¿Por qué le gusta coleccionar tanto las calaveras?
—No, yo no colecciono: yo soy amante de las calaveras.
Rafael pide a su hijo que le acerque una copia de Suave trazo, que tiene en su interior la imagen de un cigarro.
—Ese fue el último cigarro que yo me fumé. Yo empecé a fumar porque quería parecerme a mis abuelitos, Mariano y Emeterio, aunque sólo Mariano fumaba, y quería parecerme a ellos porque me caían, y me siguen cayendo, muy bien.
—Me imagino que su relación era muy cercana con ellos.
—Y lo es todavía. Te lo voy a decir así: Mariano me empujó para leer: “¡Ándele, léase el libro!”, “Sí, abuelito”, y Emeterio: “A ver dibújeme a mi general Pancho Villa”. Ya desde entonces yo admiraba el proceso revolucionario en México, y así me seguí: villista, pero ya después cambié un poquito…
De hecho, su pasión por el dibujo y por la historia de México le viene de inspiración familiar, según relata López Castro en una entrevista realizada por Mónica de la Barrera y la cual también se encuentra comprendida en Suave trazo: “Mi abuelo materno, Emeterio, un agrarista que hablaba tan bonito del general Cárdenas, es el único santo en el que yo creo, porque ese señor me ayudó a pensar, a aceptar una izquierda, que en ese entonces no sabía qué era, pero sabía por él que la educación y la justicia habían llegado al lugar en donde yo nací. El primer dibujo que yo hice fue del general Lázaro Cárdenas, que se pegó en la escuela de ese rancho.” Justamente, fue su abuelo quien siempre celebró el talento de su nieto y quien lo impulsó a seguir cultivando el dibujo como un trabajo, a pesar de que su padre, quien también era dibujante en su tiempo libre, no estaba convencido de que aquello pudiera funcionarle para ganarse la vida.
López Castro nos invita al salón contiguo, donde nos muestra su mesa de trabajo, rebosante de pinceles y lápices, libros y trabajos de otras épocas que Rafael conserva y presume feliz; de frente al escritorio, hay un retrato de José Guadalupe Posada y otro de Vicente Rojo, ambos hechos por él, y a un costado del escritorio, como si cuidara sus espaldas, una imagen enmarcada de la Virgen de Guadalupe de aproximadamente metro y medio de altura, sobre la cual Rafael ha colocado un antifaz tricolor, adornado de plumas, de algún festejo patrio. El fotógrafo sigue nuestro camino, y ahora le toca al maestro del arte gráfico ser el modelo: “Así son los fotógrafos, siempre andan buscando mi lado débil”, exclama con humor.
Un librero divide el salón, y al otro lado hay una sala en cuyo costado pende una pintura obsequiada por Juan Pablo Rulfo (hijo de Juan Rulfo), sobre la que Rafael me cuenta que es una copia de una fotografía de él acompañado de su madre cuando era un niño, y extrae de un bolso un tarjetero de piel donde se encuentra la fotografía original: “Mi madre era maravillosa; todos tenemos una maravillosa madre, cada quien la suya, que nos hace a su medida. Era de una gran nobleza. Gracias a mi madre yo escogí el camino para dibujar, porque ella fue la que me dio mis primeros diez pesos para comprar, en se tiempo, un lápiz, cuadernos, y como yo soy muy religioso de mi madre, le damos crédito”.
—¿Entonces su mamá fue quien le dio la bendición para que se iniciara en la pintura?
—Exacto. Me dio la bendición. Me gusta el término que usaste.
Sobre una cómoda, está la imagen de un crucifijo en colores fríos realizado en papel maché; López Castro aprovecha tal motivo ornamental para contarme que tiene un proyecto inspirado en Cristo.
—Quiero ir a comprar un Cristo en La Piedad, Michoacán. Estoy preparando proponer editar un libro sobre Cristos populares; de iglesias no quiero.
—¿Pero por qué de las Iglesias no?
—Porque son Cristos muy manipulados. Digo, esa es mi forma de creer; ahorita tengo una colección como de 40; tengo uno grandote que está hecho de petate, como decimos en mi tierra. A mí me gustan así, talladitos a mano, chicos, grandes. A mí el Cristo me cae muy bien, porque yo nací cristiano, y mi madre me lo enseñó. No soy un obsesivo cristiano, pero me cae muy bien: “amarás a tu prójimo como te amas a ti mismo”.
Sobre la mesa hay un Niño Dios en una esquina. López Castro lo toma con ternura y besa la figurita con devoción. “Pero ya, de religión, basta”, sentencia.
Del otro lado de la habitación, casi hasta el techo, se encuentra un Autorretrato: es la imagen de un hombre que se dibuja a sí mismo. Tal y como Rafael se ha ido construyendo a través del arte, del autodescubrimiento y, por supuesto, del trabajo. Trabajarse a sí mismo, como se trabaja la tierra que el diseñador ama.
—¿Cómo fue que llegó a ser diseñador gráfico?
—¡Hijo! ¿Quieres que te cuente todo eso? ¡No acabo de aquí al lunes! En ese tiempo, cuando yo empecé a estudiar, no había diseño gráfico, era una materia en las escuelas de artes, y yo empecé ahí a estudiar, y ya me fui haciendo hacia el lado del diseño; tuve maestros muy queridos, entre otros, don Joaquín Díez-Canedo, y al ratito me fui a una agencia de libros y revistas, y al ratito conocí a mi hermano de hacer cosas, Paul Leduc, y por ese tiempo también conocí a Vicente Rojo.
—¿Usted toda su vida se ha dedicado al diseño?
—Yo puedo decir que no al diseño, sino a dibujar y a hacer fotografía, y con el tiempo me fui metiendo al diseño gráfico.
—¿Todavía toma fotografía?
—Sí. Me veo medio “betabel”, pero sí.
Reí nerviosa.
—Lo menciono porque luego uno pierde el gusto por ciertas cosas, y también lo menciono porque con la aparición de las cámaras digitales se ha perdido a veces el esmero en captar imágenes, porque todo se vuelve una ráfaga, a diferencia de las cámaras de antes que tenían un número límite para capturar.
—Ni por dibujar ni por tomar fotografías he perdido el gusto. A mí la fotografía me parece fascinante. Tomar fotos y dibujar es mi vida.
Recordé que Tovalín me había comentado que algo muy interesante en la figura de López Castro es que, por convicción, no maneja, sino camina, y cada vez que puede caminar sobre Revolución o Reforma lleva su cámara por si algo motiva su asombro: “Yo creo que Rafael ha caminado esta ciudad como ningún otro ser humano, pero eso también le ha permitido de detenerse y tomar una instantánea, ir construyendo ese banco de imágenes que tiene”. Por su parte, Germán Montalvo había dicho ya que López Castro ha fotografiado a todos los personajes que están en Paseo de la Reforma; que ha ido una cantidad impresionante de veces al desfile del 16 de septiembre a hacer fotografías de la gente con sus banderas y todas estas cosas para celebrar; que ha ido muchas veces a diferentes lugares a retratar flores, especialmente dalias, y que prácticamente ha tomado fotos de cualquier objeto que se relacione con la identidad visual de México: “Ese es Rafael López Castro: está casado con el diseño y con la imagen”.
Hojeamos juntos Suave trazo. López Castro me habla de su familia la observar el retrato que hay en el interior, justamente al terminar su autobiografía; luego, al abrir una página al azar, se nos muestra una serie de imágenes eróticas que Rafael realizó para un texto de Efraín Huerta: se muestra un cuerpo desnudo de mujer en blanco y negro.
—¿Y no fueron escandalosas?
— Pues mira, me las publicaron, si fueron escandalosas, yo nunca me enteré, ni hice caso.
—Me imagino que a usted también la han de haber tocado épocas en que la sociedad era muy mojigata.
—Sí hubo por ahí, que ¡Ah! Entonces, ¿el señor si puede enseñar el pito, pero la señora no puede enseñar el vello púbico?
Esto me hace ver que así como es hombre religioso, López Castro es también un gran profanador y no sólo de la moralina: su lenguaje es también popular, y refleja también un arduo trabajo por desmitificar a los personajes que han configurado la historia de México; en alguna portada para el FCE dibuja a Emiliano Zapata, con lentes, y en otra le hace que le escurra sangre de la nariz; incluso en sus portadas hechas para El Machete pone de relieve figuras que comenzaron a caer, como Marx y Lenin, que a final de cuentas terminaron por derrumbarse, retomadas de una manera humorística y “desacralizada”.
Le pregunto que qué opina del título del libro, que se llama así como una alusión a la “Suave Patria” de Ramón López Velarde: “Es mi poeta favorito porque le hizo un poema a una mujer de la que estaba enamorado… la patria”. Su devoción velardiana alcanza tintes maravillosos en el exvoto que López Castro ha realizado con el rostro del zacatecano.
Pero no es el único autor por quien López Castro siente una gran admiración: también ha sido inspirado por la estética que contagia el Pedro Páramo de Juan Rulfo y las letras de Agustín Yáñez. De ahí vienen también muchos de los elementos con los cuales Rafael constituye sus imágenes —una iconografía riquísima inspirada en todo lo que tiene que ver con lo mexicano: flores, soles, calzado rural, Niños Dios, guadalupanas, cristos y Juárez, entre otros—, entre ellas las que ocuparon las portadas de la colección Lecturas Mexicanas, que en Suave trazo aparecen en su totalidad.
No está de más mencionarlo: Rafael se autodenomina mexicanista.
Recorriendo las páginas del libro, nutridas todas de la imaginación que se fermentó en aquel estudio, constato lo que Gerardo García-Luna Martínez señala sobre el trabajo de Rafael López Castro cuando lo denomina un “retrato del imaginario mexicano”, cuya esencia no-lógica es la que nos hace “mestizos esquizofrénicos que en palabras de (Agustín) Basave tenemos por imaginario tres aspectos: la religiosidad, la predisposición a lo bello y el sentido del humor.”
—¿Qué le representa este libro?
—Empezó como una necesidad de dejar testimonio a mi gente. Hay una maqueta que son puras copias fotostáticas, así trabajo yo todavía, en la computadora no doy, porque para mí no es lo mismo trabajar frente a un monitor que con lo que va a ser el libro, y me da más la sensación de hojear. Mi hijo Guillermo me ayuda con la computadora, y él ya sabe qué hacer con la maqueta, yo le voy diciendo, y ya al final la veo yo.
—Usted hace la referencia en su autobiografía de que el trabajo y el amor deben ir junto siempre…
—Siempre. Eso me lo enseñó mi gente: “A ver, léame ese libro y después hágame la imagen”, y así le fui aprendiendo. Yo sigo aprendiendo de mi mismo, de mi gente. De Mariano y Emeterio que fueron mis primeros maestros. Si hice una carrera fue por ellos dos.
Rafael me enseña distintas obras que tiene atesoradas dentro de un canasto, enroscadas, esperando a ser develadas, como un manuscrito, o un mapa que traza los recovecos de la identidad: “Todas las obras estaban sueltas y yo las junté; después Germán Montalvo me hizo el favor de ordenar este libro.”
Luego me muestra un dibujo de doña Josefa Ortiz de Domínguez, “que me cae muy bien”, una virgen de Guadalupe hecha con puntillismo, y finalmente, su estudio sobre la evolución del simbolismo del águila desde la época prehispánica. Como bien sentenció Germán Montalvo: Rafael López Castro es, definitivamente, un tlahcuilo.
Le pregunto si se inspira en sus sueños, pero Rafael niega esa máxima surrealista; él es más bien un transfigurador de la realidad: está embriagado de historia y de presente, su cabeza es un laboratorio que experimenta con el instante, como cuando toma de una cajita un puñado de lápices adornados con figuritas infantiles, entre los que destaca un lápiz negro adornado con una cabeza de Catrina que él diseñó: “Mi próximo cartel lo voy a hacer así”, señala, y arquea su mano de artesano en una posición que emula el inicio de un trazo, y entre el pulgar y el índice asoma el lápiz coronado con la muerte embellecida: “Me gustan las calaveras porque se muerte uno; además mi ídolo es José Guadalupe Posada”.
Al final me muestra la imagen de una criatura fantástica: es un pez con cabeza de gato y pico de águila, alas de mariposa y una cola que devela pies humanos. “¿Es un alebrije?”, le pregunto, y Rafael responde con la sentencia propia de un místico: “Es como tú lo veas. Así soy yo: yo soy un alebrije. De cierta manera, yo también formo parte de ese universo fantástico”.
FOTOGRAFÍAS: Recorrido por el estudio del diseñador gráfico mexicanista Rafael López Castro/ Crédito de fotos: Germán Espinosa/EL UNIVERSAL
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