RAMÓN retrata a Picasso
A 50 años del fallecimiento de Pablo Picasso, recordamos el ascenso de esta corriente artística que lo llevó a la cúspide
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Buscaba la manera de evadir a los poetas franceses apropiándose de su amigo Pablo Picasso —los Max Jacob, los Apollinaire, los Cocteau— y la forma que encontré fue extraña y provechosa. Abrí The Collected Essays (1948), del olvidado John Peale Bishop, un poeta y crítico “modernista” muy del gusto de Edmund Wilson. Cosa rara en un anglosajón de aquellos tiempos (y de casi todos), Bishop (1892–1944), en “The Passion of Pablo Picasso” (1933), se honra a sí mismo citando a Ramón Gómez de la Serna, la maravilla siempre a redescubrir entre los prosistas de nuestra lengua.
Toma Bishop, con toda razón, a RAMÓN (con mayúsculas se solía imprimir el nombre propio de ese ingenio impar en la prensa de la época), como autoridad en Picasso. Dice que, a diferencia de otros comentaristas del pintor malagueño, Gómez de la Serna (1888-1963) entendió que su colosal impronta no sólo era caricaturesca y formal; se trataba menos de un imitador de la naturaleza moderna que de un observador de lo humano y sus metamorfosis.
De Bishop, paso de inmediato al “Pablo Picasso” (1931), de Gómez de la Serna, cuya lectura había yo, pobre de mí, olvidado. Es casi imposible escribir sobre RAMÓN. Hay que ceder, más que a la tentación, al obligatorio ritual de citarlo y, si acaso y no sin las debidas precauciones, de parafrasearlo:
“Picasso”, el joven, leemos en los Retratos completos publicados por Aguilar en 1961, “deambula por el emborrillado Madrid de entonces, penetrándole por la suela de las botas lo que ha de ser después principal base de sus renovaciones, la plasticidad de lo visible, que emborrillará de grises senos las telas de la primera pesadilla cubista”.
“El tema realista”, proclama RAMÓN, “de inmediato lo irrita como a un verdadero español. ¡No vale la pena reaccionar contra los hogares tristes pintando los hogares tristes!”.
Ya en París, bajo la influencia de Henri de Toulouse-Lautrec, “el jorobadete” y de “Gauguin el desesperado, el que quiso hacer de Rimbaud de la pintura”, Picasso se mueve entre “los Cristos miseria, los apóstoles de taberna, las mujeres bravías y adornadas de alcohol, sífilis y nicotina”.
En 1906, tras la cúspide del periodo azul, Picasso “vuelve al desconcierto, a la nada, y llena su estudio de los Tikis y Sibitis de Oceanía, y él, que ya adoraba las estatuas egipcias, encuentra las fuentes más intrincadas” y de “los temas de la emoción personal va a pasar a la consideración inefable de la plástica y del color. La palabra cubismo va a sonar”.
“Picasso comete cada uno de sus bellos crímenes con la particularidad de borrar todas las huellas. Así, cuando se atraca de arte negro y come todos los días ídolos con patatas, al sentirse harto, dice: ‘¿El arte negro? ¡No lo conozco!’”.
Tras ello, RAMÓN asume que “una nueva liberación sucede” y el arte vuelve a ser anterior a la estética, como quería Remy de Gourmont, porque “de cuando en cuando, una generación intenta la nueva creación del mundo, o por lo menos su vuelta al revés, esa vuelta necesaria que da el arado a las tierras”. Pero “lo único” que no perdonan los críticos, a quienes el inventor de la greguería llama “estetas”, es al artista borrando sus huellas. Pero “el policía no tiene la ferocidad del sacerdote persiguiendo el ateísmo” y por ello se impuso el cubismo haciendo de la nueva pintura “algo más que rebeldía, algo construido sobre la rebeldía”.
Y Gómez de la Serna registra ese momento de Picasso en la historia de la pintura:
“Matisse y los fauves habían deshecho los tradicionales aspectos del cuadro, pero habían incurrido en un amorfismo, contra el que reaccionaron los cubistas. Querían dar la reflexión en movimiento, cuando lo que había que dar era el objeto ante el que reflexionar.
Los cubistas salvaron no sólo la forma de cada cosa, sino su color local —es decir, el tono que un objeto tiene según la luz de la verdad, aun no participando del ambiente luminoso—, color local que los impresionistas habían sacrificado a los efectos de luz momentáneos”, remata RAMÓN al decir que en 1913 llega “el cubismo de Picasso a su grado máximo, y es el tiempo de sus cuadros más optimistas y bravos, con admirables absoluteces de color y de forma”.
En el año 14 “cae sobre el cubismo la plaga de la guerra, y entonces viene la época caótica. Los enemigos de lo nuevo inventan que es una cosa boche, es decir, inspirada por el enemigo, internacionalista, judía”, pues se ceban contra el arte moderno los antisemitas y los tradicionalistas.
Viene el encuentro entre Picasso y Gómez de la Serna, donde el supremo retratista literario hace de las suyas:
“En 1916 vive en un pequeño hotel de la rue Victor Hugo, donde voy a visitarle. Es cuando me encaro por primera vez con su figura, y por eso he dejado para este momento su descripción personal.
Picasso tiene tipo de ese mecánico que está pronto, a la puerta del taller, para hacer el milagro de la compostura, de la pieza nueva, de la charnela que haga andar de nuevo el coche: este tipo de mecánico español que nunca forma una oficina ni un taller completo, sino que es él solo a la puerta del sotabanco, esperando al mundo para herrarle, para conseguir con su sólo ingenio lo que no realizan las juntas técnicas.
Picasso está a la puerta del taller, arremangado, mañanero, con los brazos cruzados, viendo pasar el mismo paisaje como si fuera diferente, como si pasara frente a ese éxtasis todo el tren del mundo movedizo, huidizo, desplegado.
Automovilizó la pintura, la vio correr, presentarse, atropellar, volver en panne a su chamizo para, después de haber arreglado su avería de siglos, encargarse de las nuevas catástrofes.
Sin desesperar, sin negarse, dió con todas las formas de elementos nuevos que necesitaba la velocidad en la velocidad.
Su mono azul no estaba manchado de pintura, como el de otros pintores. Debía de tener a su servicio ángeles que limpiasen sus pinceles, que les apretasen la supuración en puños litúrgicos, o quizá era que agotaba cada pincelada con todo el color del pincel, sin sobrarle nada, con precisión de tatuaje quirúrgico”, concluye RAMÓN su retrato, no sin agregar que “era el mecánico que toca en su ‘sitio’ y los motores que parecían muertos se aceleran. Sus pinceles eran como limpios destornilladores o como punzantes eléctricos”.
Llegó el momento de despedirse para Gómez de la Serna, quien recuerda que “todo el piso de arriba” del estudio de Picasso estaba lleno de “juguetes de niño y aparatos de música hechos con una caja de cartón, hilos y una caña; puros dermatoesqueletos de los instrumentos de cuerdas puros”.
Concluye RAMÓN:
“Picasso, que aún enseñaba sus cuadros, fue volviendo de la pared los lienzos, que estaban como enfadados de cara a ella, escondidos del visitante, no queriendo que se les reconozca, como máscaras metidas en rincones del baile”.
Arlequín y acróbata él mismo –concluía John Peale Bishop su ensayo en 1933 del pintor de quien conmemoramos los cincuenta años de su muerte– Picasso, fue, al haberse fingido impersonal, el más piadoso de los hombres.
El cubismo fue (también) un humanismo.
FOTO: Fotografía de Picasso de la galería Westlicht, en Viena. Crédito de foto: EFE
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