Recordando a Mariano Azuela

Nov 25 • Conexiones • 3935 Views • No hay comentarios en Recordando a Mariano Azuela

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Esta crónica revive la efervescencia que la novela Los de abajo de Mariano Azuela causó en la redacción de El Universal Ilustrado, que le dedicó un fascículo de su serie La Novela Semanal

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POR ORTEGA

A Salvador Azuela

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Está lejano el tiempo en que los del barrio le decían “Doctorcito” al doctor Mariano Azuela, envolviéndolo en afecto, en aquella farmacia de la calle de Comonfort que tenía aire provinciano, aire de Lagos en medio de los campos por donde cabalgaron los caciques de Mala yerba y Demetrio Macías. Farmacia en la que se hacía la tertulia de escritores jaliscienses, a la que los pobres acudían con la seguridad de no engañarse. Doce años la colocan, con el jardín de Santiago, en esa perspectiva huidiza de los sueños —y en el centro la fuente que nos veía circular, en 1918, indecisos, asustados aún de los cañones de 1915, presintiendo ya las huidas de 1920. Aunque no era el de mi barrio, el de Santiago fue mi jardín todo 1918, en el que miré los paseos de los otros como si recorrieran mi dominio. Muchachas que atravesaban para la escuela, haciendo siete domingos en la semana, complicándonos los días con el extremo de su sonrisa. Toques militares, en uniforme de campaña y de gala. Mujeres cansadas de expresión, desoladas como si ellas fueran las prisioneras y no los maridos que quisieron hacer su revolucioncita. Y así fue como en ese paisaje contradictorio me apareció, por la primera vez, el doctor Mariano Azuela, acompañado de sus dos hijos: Salvador, el polemista; Mariano, el seminarista, los dos que mejor han servido —tan distintos y tan distintamente— al conocimiento de una obra novelística que fuimos los primeros en admirar los de un grupo universitario del que recuerdo algunos nombres que quiero recoger: Ángel Salas, Ernesto Hernández, Miguel N. Lira, Alejandro Gómez Arias y otros que se me han extraviado en la memoria.

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Con confiada timidez, con un escepticismo que va mal con ese entusiasmo que es su actitud general, Salvador Azuela nos distribuía los libros del doctor, conversándonos muy poco, diciéndonos apenas algunas frases sobre el origen del tema. El que me hizo penetrar en el secreto del novelista, charlándome largo tiempo de sus métodos de trabajo, de sus fuentes, de sus modelos, fue Mariano Azuela, preparatoriano malicioso y casuista. Después, cuando las sorpresas de los meses y de los años me convirtieron en este papelero incrédulo hasta de sí mismo que he llegado a ser, la correspondencia que establecí con el doctor Azuela se hizo siempre por medio de Mariano, que servía a su padre de secretario y de copista —creo que también de crítico.

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Como de 1911 a 1918 los libros habían ido acumulándose en una cualquiera de las habitaciones, ni el doctor, ni Salvador, ni Mariano creían que la celebridad debiera llegar, cuando ya estaba en acecho, vigilando a ese hombre tranquilo que leía sentado en uno de los bancos del jardín, siempre frente a su casa, por si lo llamaban para un enfermo grave. Entonces cerraba el libro, la revista, e iba, sin precipitaciones, volviendo a ser el “doctorcito” que todo el barrio estimaba, con esa estimación de hacia los hombres humildemente superiores.

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Nuestro entusiasmo de estudiantes no lo participaban los intelectuales. Le tenían miedo a la áspera verdad de las novelas del doctor Azuela, y se le escondían. Ya cuando yo era periodista, como hiciera figurar contestaciones del doctor Azuela en encuestas literarias —don Federico Gamboa, Jaime Torres Bodet, Francisco Orozco Muñoz, Xavier Villaurrutia, Manuel Maples Arce, Rafael López, Francisco Monterde García Icazbalceta, Enrique Fernández Ledesma, Luis González Obregón, Carlos González Peña, Victoriano Salado Álvarez, José D. Frías, Diego Rivera—, alguien me preguntó:

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—¿De dónde saca usted ese escritor?

—Será, es el primer novelista de México.

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(En esto, el mérito único de nosotros los del Ilustrado, que entonces era El Universal Ilustrado, es el de haber creído en una obra y haberla sostenido, con el deseo sincero de que en México haya siempre otras que difundir.)

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En 1925, sí, en 1925 una polémica entre Julio Jiménez Rueda y Francisco Monterde García Icazbalceta, sobre un tema inútil: “¿Existe una literatura mexicana?”, la aprovechamos para mencionar al doctor Azuela, violenta, apasionadamente. Rafael López, maestro de cierta parte de la juventud —la que creía en sus virtudes juveniles—, recomendó la lectura de Los de abajo. ¿Dónde encontrar ejemplares? Sólo se habían hecho unos doscientos, en la imprenta Terrazas, también por el rumbo de Santiago, y entonces…

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Muchas cosas le serán perdonadas a Carlos Noriega Hope por el entusiasmo respetuoso y cordial con que acogió la propuesta de publicar Los de abajo en el folletín del Ilustrado. Leyó el libro en una noche. Al día siguiente llegó a la Redacción, emocionado, acariciando ese volumen mío que amé tanto, dedicado a “Ortega, escritor”, con la letra pequeña y fina del doctor Azuela, y, en seguida, destrozándolo para enviarlo a los linotipos.

—Aurorita, llame a Audiffred…

—Ortega, redacte cuatro avisos. El primero a cuarto de plana, para El Universal

—Ortega, usted se encargará de la corrección de pruebas…

Y al dibujante:

—Audiffred, quiero una cosa simple y fuerte…

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Los otros se preguntan: ¿Por qué

Carlitos tiene ese entusiasmo nervioso? Y después leían el libro, y lo admiraban, y proponían fórmulas de publicidad e ilustraciones y entrevistas. Entonces fue cuando conocí personalmente al doctor Azuela, pero ya no en nuestro barrio —suyo, porque no era mío—, sino en Santa María de la Ribera, en una casa cercana, pero no enfrente del jardín, y en una de esas noches mexicanas cruzadas de camiones. La celebridad principiaba entonces, llegando a su momento, como llegaron el éxito en Madrid y París, “Rubén Darío y Mariano Azuela”, y “la obra de Mariano Azuela es la manifestación artística más fuerte y original que puede ofrecernos México”.

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Me pregunto si puede permitírseme el recordar así, imprecisamente, estos hechos, nuestra modesta contribución a la gloria de nuestro más grande escritor. Para algo hemos de servir nosotros los reporteros. ¿No quise también descubrir bailarinas? Pero ésta es otra, melancólica historia. Ahora, cuando veo los escaparates de los grandes bulevares con Ceux d’en bas en letras azules, y los recortes de prensa, y leo los elogios, sólo deseo que Carlos Noriega Hope guarde su juventud y su cordialidad para acoger a los nuevos. Porque las letras mexicanas deben mucho al Ilustrado, ya desde que era El Universal Ilustrado, y hasta puede ser que más por lo de entonces que por lo de hoy. El doctor Azuela estará orgulloso de que se diga aquí.

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[El Universal Ilustrado, 27 de marzo de 1930, pp. 37, 45.]

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ILUSTRACIÓN: Andrés Audiffred / Archivo EL UNIVERSAL

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