Recuerdo de Texas

Abr 11 • destacamos, principales, Reflexiones • 3246 Views • No hay comentarios en Recuerdo de Texas

 

POR J.M. COETZEE

La Nación/GDA

 

 

 

En septiembre de 1965 (éste es un ensayo que no puedo comenzar de otra manera), embarqué hacia el puerto de Nueva York a bordo de un barco italiano, alguna vez transporte de tropas y ahora repleto de gente joven, extranjeros de diferentes partes que venían a estudiar a Estados Unidos. Llegué, sin demora, desde Inglaterra a los veinticinco años. Me dirigía a Austin, donde la Universidad de Texas me financiaba con alrededor de 2100 dólares por un año para enseñar a los estudiantes de primer año inglés mientras estudiaba en el programa de graduados.

 

En las colonias, que es en definitiva de donde vengo, había recibido una formación de grado convencional en estudios de filología inglesa [English Studies]. Es decir, había aprendido a leer el verso de Chaucer con una buena definición vocálica y a leer manuscritos isabelinos. Estaba familiarizado con el poeta de Pearl, con Tomás Moro y John Evelyn entre muchos otros notables. Podía “hacer” crítica literaria, aunque no tenía claro en qué se diferenciaba la reseña de un libro de una charla educada sobre libros. Considerándolo todo, esta imitación irregular de los estudios de filología inglesa de Oxford había demostrado ser una amante sin brillo a quien debería estar agradecido por desviarme hacia el abrazo de las matemáticas, pero ahora, después de cuatro años en la industria de la computación, durante los cuales, y aun en mis horas de sueño, había sido invadido por problemas triviales de lógica, estaba preparado para otro intento.

 

En una Austin más ardiente y calurosa que África, recuerdo haberme enrolado en los cursos sobre bibliografía e Inglés Antiguo. De William B. Told aprendí la operación de la compaginadora Hinman; para Rosamund Lehmann escribí (un proyecto de mi propia invención) una clasificación minuciosamente detallada de las figuras retóricas de los sermones del obispo Wulfstan. La profesora Lehmann me otorgó una A-; el signo menos se debió, dijo, a que un trabajo como el mío daría a la filología mala fama. Estaba en lo cierto, no quedé amargado, aunque sí inseguro sobre hacia dónde iría a partir de allí.

 

En la colección de manuscritos de la biblioteca, encontré los cuadernos borradores en los que Samuel Beckett había escrito Watt en una granja en el sur de Francia, escondido de los alemanes. Pasé semanas leyéndolos detenidamente, ponderando los borradores, los números y los garabatos en los márgenes, desconcertado al descubrir que la agonía bien testimoniada de componer una obra maestra no ha dejado otras marcas que aquellas ligerezas. Me pregunto: ¿fue el dolor, quizás, durante la espera sentado y mirando fijamente hacia la página en blanco?

 

Un Charles Whitman, estudiante (¿un compañero de estudio?, ¿eran ellos todos compañeros de estudio?, ¿los 23.000?), tomó el ascensor hasta la cima de la torre del reloj y comenzó a disparar a la gente abajo, en los cuadriláteros. Mató a un buen número, luego alguien lo mató. Me escondí debajo de mi escritorio durante este suceso. En Ciudad del Cabo, un griego asesinó a Hendrik Frensch Verwoerd, artífice del “Grand Apartheid”. “Si tanto te disgusta la guerra -decía un amigo refiriéndose a la guerra en (¿o sobre?) Vietnam- ¿por qué no te vas? Nada hay que te retenga aquí.” Pero me malinterpretó. La complicidad no era el problema, la complicidad era una noción demasiado prematura para esos tiempos. El problema era conocer qué se estaba haciendo. No era obvio dónde uno iba para escapar del conocimiento.

 

Los estudiantes a los que enseñaba en mis clases de composición puede que también hayan sido isleños de Triobriand, tan inaccesibles para mí como lo eran su cultura, sus recreaciones, sus ideas. Me movía solo en el estrato de la comunidad académica, un estrato de estudiantes graduados viviendo sus comedidas vidas en departamentos alquilados con juguetes desparramados por el suelo, trabajando como tortugas para completar los cursos o preparando disertaciones orales o escritas. Hablaban, cuando no era sobre sus profesores (sus personalidades, sus deficiencias), acerca de salir, conseguir un trabajo en Huntsville o en Texarkana o que el dinero contante y sonante llegara a sus manos. Con metas menos tangibles que estas, o quizá con ninguna en absoluto, me esforcé demasiado en mis textos de inglés antiguo y en mi gramática alemana.

 

Los domingos jugaba al cricket en un campo de béisbol con un grupo de indios. Formamos un equipo, viajamos hasta la estación Universidad, jugamos contra un equipo de Texas A&M, también conformado por el resto de chicos nostálgicos de las colonias, perdidos. Recuerdo a un amigo indio de los viejos tiempos en Inglaterra. Juntos salíamos a hacer caminatas por la campiña de Surrey, una campiña que, y en esto estábamos de acuerdo, no significaba nada para ninguno de los dos. “Al menos en Estados Unidos -decía (habiendo pasado una temporada en Columbus, Ohio)-, hay puestos de hamburguesas abiertos toda la noche.” Aunque a mí no me importaban las hamburguesas, el país que él describía parecía una evidente mejora de la Inglaterra que conocía. Estaba en Estados Unidos, o al menos en Texas, pero las verdes colinas que me iba topando eran tan ajenas como las colinas de Surrey. Lo que extrañaba parecía ser cierto vacío, una tierra vacía y un cielo vacío a los que me había acostumbrado en Sudáfrica. Lo que también extrañaba era el sonido de una lengua cuyos matices entendía. El discurso en Texas parecía no tener matices, o si los tenía no los estaba percibiendo.

 

Escribí un trabajo para Archibald Hill sobre la morfología del nama, el malayo y el holandés, idiomas cuyo origen no estaba relacionado y que habían tenido influencia uno sobre otro en el Cabo de Nueva Esperanza. En la biblioteca, me encontré con libros que no fueron abiertos desde los años veinte: una serie de informes sobre el territorio del sudoeste de África por exploradores y administradores alemanes, relatos de expediciones punitivas contra los nama y los herero, disertaciones sobre la antropología física de los nativos, monografías de Carl Meinhof sobre las lenguas joisanas. Leí las gramáticas precarias elaboradas por los misioneros y, yendo aún más allá, leí los primeros registros de las antiguas lenguas del Cabo, listas de palabras compiladas por marinos del siglo diecisiete, luego siguió la fortuna de los hotentotes en una historia escrita no por ellos mismos, sino para ellos por viajeros y misioneros, sin excluir a mi remoto antecesor Jacobus Coetzee, floruit 1760. Años después, en Buffalo, aún persiguiendo esta pista, me estaba atreviendo a hacer mi propia contribución a la historia de los hotentotes: un tipo de memorias que fue creciendo hasta que fue absorbida en una primera novela, Tierras de poniente.

 

Una segunda pista me condujo más profundamente desde el nama y el malayo hasta la sintaxis de las lenguas exóticas, en recorridos que se ramificaban más y más (estaba redescubriendo ahora mismo la rueda), y me pareció que el término primitivo no significaba nada, que cada una de las 700 lenguas de Borneo era tan coherente y compleja e intrincada para su análisis como el inglés. Leí Noam Chomsky y Jerrold Katz, y a los nuevos gramáticos universales, y llegué al punto de preguntarme si un arca en los últimos días estuviera encargada de salvaguardar lo mejor que la humanidad tenía para ofrecer para un nuevo comienzo en los planetas más lejanos, si alguna vez se llegara a eso, ¿podría suceder que dejáramos de lado las obras de Shakespeare y los cuartetos de Beethoven para hacer lugar al último hablante de dyirbal, incluso aunque este último hablante pudiera ser una mujer gorda y vieja rascándose y oliendo mal? Parecía una rara posición para un estudiante de inglés, la mayor lengua imperial de todas, estar enredándose en eso. Era doblemente rara esa posición para alguien con ambiciones literarias, aunque fueran de lo más vagas, la ambición de hablar, de algún modo, con su propia voz, para encontrarse él mismo sospechando que las lenguas hablaban personas o, por lo menos, hablaban a través de ellas.

 

Dejé Texas en 1968. Nunca estuvo claro para mí, desde el comienzo hasta el fin, por qué la universidad -y los contribuyentes norteamericanos- me habían otorgado tanto dinero para seguir esos caprichos ociosos. A veces lo creía un descuido, un insignificante descuido, permitido por el sistema: que entre los miles de ingenieros en petróleo y politólogos que se presentaban cada año, no importaba si había uno o dos que fuesen como yo. En otros tiempos, el programa de intercambio Fullbright me parecía una extraordinaria proyección hacia el futuro y un esquema generoso cuyos beneficios para el hombre se sentirían en todas partes en el futuro. ¿Dónde se encuentra la verdad? En algún lugar en el medio, quizás.

 

Ir y venir, yo no tenía remordimientos. Partí, pensé, sin marcas, ileso, salvo por el tiempo. Nadie había intentado enseñarme, por lo cual estuve agradecido. Lo que aprendí en el lapso de tres años no fue insignificante aunque, en su mayor parte, recogido por accidente. Tenía acceso irrestricto a una gran biblioteca donde me tropecé con libros cuya existencia no podría haber adivinado de otra manera. Atravesar la puerta de la oficina de James Sledd a las cinco en punto de la tarde de un sábado, escuchar la máquina de escribir dentro, me aseguraban que el área de filología inglesa no era, como el estilo de vida de mis profesores de la colonia parecía demostrar, reservado para diletantes. Podría haber llegado lejos incluso con menos.

 

 

 

 

J.M. Coetzee
Cartas de navegación
Traducción: Lucas Margarit
Editado por David Attwell
El Hilo de Ariadna
Traductores: María Julia De Ruschi, Mariana Dimópulos, Elena Marengo, Lucas Margarit y Cristina Piña.

 

 

*Además de ser reconocido con el Premio Nobel en 2003, J.M. Coetzee fue el primer autor galardonado con el Premio Booker en dos ocasiones. En la fotografía, el joven Coetzee en una fecha no determinada / Foto: AP

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