Recuerdos de mi padre David Carrillo

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La vida del caricaturista David Carrillo, sus ideales y opiniones críticas, quedaron plasmadas en sus cartones y obras que recuerda su hija con este ensayo in memoriam

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POR ELVIRA CARRILLO-ESPINOZA

Periodista mexicana residente en Phoenix, Arizona

Mi papá era un hombre muy sabio, culto y justo. Sus lecciones de vida eran únicas, así como sus regaños. Mis primeros recuerdos se remontan a mi temprana niñez, de su mano o siguiéndolo por todas partes. Me encantaba sentarme en el suelo de su estudio cuando pintaba o hacía sus caricaturas. Cada vez que le preguntaba qué estaba haciendo o si le faltaba mucho para terminar, me daba un libro de sus artistas plásticos favoritos y así fue como conocí a Velázquez, El Greco, Rivera, Orozco (su favorito), Frida, Siqueiros, Goya, Da Vinci, Miguel Ángel, Picasso, Miró, Rafael, los impresionistas y muchísimos más. Al principio era solamente ver las fotos de las obras y después leer la vida de todos estos genios del arte. Quién iba a decir que años después, iba yo a estar frente a estas obras en los mismos museos que él visitaba.

 

La primera vez que fui al Museo Del Prado, en Madrid, y vi el “Cristo” de Velázquez, que tanto le gustaba, lo llamé llorando en ese momento, llena de una emoción indescriptible. Simplemente me dijo “mijita, ahora ya sabes lo que significa la frase ‘el amor al arte’”.

 

Cuando cursaba segundo de primaria, mi maestra me regaló Los Tres Mosqueteros, de Alexandre Dumas. Mi papá se sorprendió al ver que lo leí en menos de una semana y me regaló El Principito, de Antoine de Saint-Exupery. Esta obra me llevó más tiempo, porque no entendía varias cosas y mi papi se armó de paciencia para explicar todas mis dudas. Es uno de mis libros de cabecera que aún conservo. Después me introdujo a las biografías de pintores famosos, escritas por Emilio Zolá e Irving Stone. “Anhelo de Vivir” (Stone), basada en la vida de Van Gogh se convirtió en mi obra favorita. Posteriormente, me hizo leer a los clásicos griegos y romanos (obras completas y sus mitologías). En mi casa había una biblioteca muy extensa y pronto comprendí que el recorrido, de la mano de mi papá, iba a ser muy, pero muy largo. Además, cada año compraba las enciclopedias que salían al mercado y se convertían en libros de consulta obligada. Si le hacíamos cualquier pregunta relacionada con la escuela nos decía “a ver qué dice doña enciclopedia”.

 

Sabio, culto y justo, inculcó en mis hermanos y en mí, el ser muy respetuosos con toda la gente, saludar de mano (apretón firme) y aprender de todos, sin importar las clases sociales. Aprovechaba para contarnos su historia, de cómo trabajó desde chamaco para ayudar a mis abuelos. Su padre, el doctor Refugio Carrillo, murió cuando él tenía dos o tres años y mi abuela Elvira (de la cual heredé el nombre) contrajo segundas nupcias con el teniente coronel José María Jiménez, ex “Dorado” del ejército de Francisco Villa y quien se dedicó a trabajar como minero hasta que se retiró. Pertenecía a los “Veteranos de la Revolución Mexicana” y viajaba todos los años a la Ciudad de México a un evento que organizaba el gobierno y llegaba a nuestra casa muy contento con una bolsa llena de golosinas y “regalitos” que les daban. Nos contaba anécdotas de “mi general Villa”, como lo llamaba y se levantaba cada vez que decía su nombre, haciendo el saludo militar.

 

Mi abuelito Chema nos decía que su hijo David, siempre había sido muy trabajador “desde chiquito” y que lo llenaban de orgullo todos sus logros.

 

Muchas veces he tratado de imaginar la historia de ese niño, apodaban “El Prieto”, que lustraba zapatos en Monterrey, para contribuir con los gastos de su hogar, como el hijo único que era. A los trece años, iba a la escuela y en sus ratos libres “trabajaba” como bolero en la estación de trenes. Un día conoció a un hombre, que no recuerdo quién era, ni cómo se llamaba, que se quedó muy impresionado con el pequeño, que le contó que su tío Chano le daba clases de pintura y grabado y que su sueño era estudiar artes plásticas en la Ciudad de México. El “tío Chano” era el afamado pintor y escultor regiomontano Crescenciano Garza Rivera (1895-1954), su primer maestro y uno de sus mentores. Entre sus obras más famosas están los murales que se encuentran en la Fundidora de Monterrey y en La Casa del Campesino, el edificio civil más antiguo de la capital regiomontana.

 

El hombre quedó muy impresionado con la precocidad del niño y le prometió que iba a mandar por él en dos años para llevarlo a la capital del país y ayudarlo a hacer realidad sus sueños. Y le cumplió. Mi papá llegó al DF a terminar sus estudios reglamentarios para ingresar después a la Academia San Carlos (becado por la SEP y la presidencia municipal de Monterrey), incubadora de grandes artistas como él y con maestros de la talla de Diego Rivera y Gerardo Murillo, el “Dr. Atl”, entre otros. Ahí estudió las técnicas que lo apasionaban, como pintura al óleo y apuntes al carbón.

 

Durante esa época se fue becado a París con varios compañeros con los que, después de un tiempo de estudios y parrandas, quedaron sin dinero para regresar. Un día, por casualidad, coincidieron con uno de los cómicos mexicanos más famosos de entonces: Jesús Martínez “Palillo”, quien se compadeció de ellos y les compró los boletos de regreso.

 

Ya en tierra azteca, el joven David empieza a recorrer los teatros y carpas para hacer retratos y apuntes de los artistas y así ganarse “unos centavos” y seguir en la profesión, que ya traía arraigada en las venas. Realiza algunas portadas de revistas, gráficas e ilustraciones para productos de mercadotecnia.

 

Su primer trabajo “fijo” como caricaturista fue en El Universal, publicando sus cartones diarios por más de 20 años, que tuvo para después seguir su camino en otras publicaciones como El Sol de México, entre otros.

 

Sus temas siempre estaban relacionados con el acontecer diario del país. Muy bien pensados, agudos y muy bien elaborados. Con un estilo único, sin copiar a nadie. El famoso escritor portugués Antonio Rodríguez lo describe muy bien en el Prólogo que escribió en uno de sus libros: “David Carrillo nunca ha aceptado ser caricaturista en el sentido negativo en que muchos lo son. Él no transforma las virtudes en defectos ni los defectos en monstruosidades. Dice lo que ve con optimismo, con sano humor y siempre con más ganas de engrandecer, que de humillar. Nunca ha sido ‘anti’ por regla general, siempre está en ‘pro’ de algo: de México y de sus hombres, de las cosas nobles y de la humanidad”.

 

En 1945, pintó un cuadro estilo mural, encargado por la Legión Panamericana, en el que plasmó las figuras de Washington, José Martí, Hidalgo, Morelos, Juárez, De Gaulle, Ávila Camacho, Roosevelt, etc. Dicha obra, “Fraternidad Continental”, fue obsequiada al entonces presidente Franklin D. Roosevelt, por el gobierno de México y la Legión Panamericana. He tratado de localizar este cuadro en Estados Unidos y no he tenido suerte.

 

En 1960 dibujó una caricatura de Fidel Castro, pronosticando su afiliación con el Partido Comunista, antes de la invasión de Bahía Cochinos, que dio la vuelta al mundo. Recuerdo que mi papá nos platicaba que lo empezaron a amenazar de muerte y por meses, hubo policías apostados a la entrada de nuestra casa.

 

Un día conoció a Ernesto García “El Chango” Cabral, quien se convirtió en su mentor y amigo entrañable. “El Chango” lo adoraba, cada vez que lo veía lo pellizcaba en las mejillas y le decía “Carrillito, cómo te quiero, eres mi favorito”. Llegaba a la casa muy seguido, siempre con un cigarro encendido y su pelo alborotado, se subía al estudio a ver que había de nuevo y después bajaba a saludar a la familia. Se quedaba horas y las charlas eran interminables.

 

Otros amigos muy queridos a los que llamábamos “tíos” fueron Ernesto Guasp, Bismark Mier, Abel Quezada, Alberto Isaac, Alberto Huici, Eduardo del Río (Rius), Ángel Zamarripa (“Facha”), Jorge Carreño y Rafael Freyre entre otros muchos que se me escapan de la memoria. Manuel Campos Díaz (“El Pelón”), excelente epigramista de Excélsior, era compadre y su mejor amigo. Compartían un pequeño despacho, lleno de fotos, apuntes, colillas de cigarro y recortes de periódico. Un olor muy fuerte a café viejo invadía todo el espacio. Cada cosa tenía una historia propia que contar, como unos jamoncillos con forma de fruta que me comí sin saber que habían sido regalo del presidente en turno y mi papá los guardaba como recuerdo. Ahí llegaba yo con él de vez en cuando. Hacía su cartón y lo esperaba paciente, fascinada con todo lo que había a mi alrededor. En una ocasión, al ir a entregar su caricatura al periódico, me llevó a ver las rotativas. Se me hicieron gigantes e imponentes (tenía 6 años). Me preguntó si podía oler la tinta y le dije que sí. Me contestó “pues ese olor jamás lo vas a olvidar, se te va a quedar en las venas”. Su comentario se volvió una predicción, porque decidí seguir la carrera de periodismo, por la gran admiración que tuve, y tengo, por el trabajo de mi papá. El otro compadre fue Carlos Estrada Lang, gran periodista y muy querido amigo.

 

Las idas “al Centro” (al despacho y a entregar su caricatura) terminaban en el Café La Habana, ubicado en la esquina de Morelos y Bucareli, donde asistían muchos de los periodistas más destacados de México, ya que varios periódicos se encontraban muy cerca de este lugar. Mi papá siempre encontraba conocidos y las pláticas y opiniones, acerca de los temas del día, se desarrollaban alrededor de una mesa llena de tazas de café y cestas llenas de pan. Yo pedía banderillas, enormes y deliciosas, y los escuchaba muy entretenida. Muchos años después, fui yo la que iba a este lugar a reunirme con amigos y colegas cuando trabajaba para Novedades. Las pláticas eran las mismas con diferentes personas. Las mismas cestas de pan, el mismo café, las mismas banderillas.

Palillo por David Carrillo.

 

 

Gran anécdota con Diego Rivera
Mi papá era un hombre de corazón abierto, apreciaba especialmente a Diego Rivera, que lo llamaba de vez en cuando para saludarlo. Un día nos lo encontramos afuera de la sucursal de un banco en Félix Cuevas y Avenida Coyoacán, enfrente del hospital del ISSSTE. Cuando Diego vio a mi papá, le preguntó que si le podía prestar dinero y mi papá le respondió que sí. No supe cuál fue la cantidad, pero Diego le dio un apunte y le dijo: “con esto quedamos a mano, ya no te debo nada”. Mi papá se empezó a reír y le contestó “claro que sí maestro, muchas gracias”. Lo único que pensé fue que ese era el señor que estaba en uno de los libros que tenía en su estudio.

 

Tanta gente importante y conocida de los ámbitos sociales, gubernamentales, privados y artísticos se reunían en las grandes bohemias que organizaban mis padres. En el “Multi” (Centro Urbano Presidente Miguel Alemán) en la colonia del Valle cuando todavía vivía mi mamá, la cantante Yolanda del Campo, y después en la Prado y en Lomas de San Mateo ya casado con Marilú, “La Muñequita que Canta”.

 

Nunca faltaron las acaloradas discusiones de política que se olvidaban cuando todo mundo empezaba a cantar. Recuerdo a Armando Manzanero, Claudio Estrada, Amparo Montes, Vicente Garrido, Gabilondo Soler, “Ferrusquilla” y muchos más. Solamente hay que imaginar lo que se podía lograr mezclando el humor y la política con la música. Cualquier productor hubiera tenido que pagar muchísimo dinero para poder reunir a todos estos talentos.

 

Creo que una de las mejores reuniones que hubo en la casa fue cuando llegaron miembros de la delegación cubana que participaron en la “Celebración del Bolero en México”. Pablo Milanés, Elena Burke, José Antonio Méndez y César Portillo de la Luz, entre otros. Noche inolvidable.

Diego Rivera por David Carrillo.

 

 

Estados Unidos, una amarga experiencia
Una de las pasiones de mi papá fue recorrer el mundo, principalmente Europa, visitando los países de origen de sus artistas favoritos como Van Gogh, El Greco, Da Vinci y otros. Regresaba a casa feliz, lleno de regalos para todos y con “copias fieles” de los cuadros que compraba en los museos a los que iba. Sólo había un país al que no le gustaba ir: Estados Unidos.

 

En 1961, fue invitado por el Departamento de Estado de Estados Unidos, a hacer un recorrido de 45 días por la Unión Americana en compañía de tres caricaturistas latinoamericanos. Este hecho lo dejó marcado para siempre, porque pudo experimentar en carne propia, el racismo extremo que vivían sus compatriotas en ese país, junto con las comunidades afroamericanas y otras minorías. Platicaba con gran tristeza que llegó a Nueva York, con un grupo de caricaturistas y humoristas de varios países, para participar en un simposio internacional. Estaban hospedados en el entonces hotel más caro y de moda, el Waldorf Astoria. Lo primero que lo impactó fue ver letreros en todas las puertas de entrada que decían: “Prohibida la entrada a perros, negros y mexicanos”. Su shock fue tal, que se quedó afuera del hotel hasta que varios de sus colegas norteamericanos fueron a encontrarlo. Él les señaló los letreros y ellos lo agarraron del brazo y lo metieron al hotel para llevarlo a que se registrara. Cuando el empleado que lo atendió vio su pasaporte, le pidió que abandonara el hotel de inmediato. Los organizadores, entre ellos el famosísimo humorista Art Buchwald (1925-2007), columnista del Washington Post, se dieron cuenta de lo que estaba pasando y amenazaron al gerente del hotel de cancelar el evento y de exponerlos públicamente si no lo dejaban quedarse con todos los demás. Mi papá, tratando de calmar la situación les dijo que le asignaron, que mejor lo llevaran a otro lugar. Buchwald respondió que de ninguna manera. El administrador cedió ante la presión, pero dijo que mi papá tendría que usar la puerta y los elevadores de servicio para movilizarse dentro el hotel. Art Buchwald volvió a la carga furioso y el trato final fue que mi papá tenía que ser “escoltado” todo el tiempo por los coordinadores. Buchwald se convirtió en su guardaespaldas y ahí nació una bonita amistad.

 

A pesar de quedar profundamente agradecido con sus colegas norteamericanos, siempre guardó un sabor amargo de esta experiencia y “pagaba” por no ir a Estados Unidos, donde vivimos mi hermana Gabriela (Florida) y yo (Arizona). Cada vez que cualquiera de las dos hacíamos algún comentario referente a este país, mi papá nos decía “ya déjense de gringaderas”.

 

Hace dos años mi esposo y yo nos hospedamos en ese mismo hotel y me lo recorrí tratando de ver lo que mi papá vio, de seguro ha pasado por algunas renovaciones, pero el edificio es el mismo. Lo único que sentí, fue una infinita tristeza por lo que le tocó vivir.

Caso Watergate.

 

 

Dejó para la posteridad, el legado de los caricaturistas
Mi papá siempre soñó con establecer una agrupación de caricaturistas y cuando conoció al joven abogado Pedro Luis Hernández (QEPD), que era su admirador, decidió junto con otros colegas, fundar la Sociedad Mexicana de Caricaturistas y, posteriormente, el Museo de la Caricatura. Fue el presidente fundador y después presidente honorario.

 

Desde sus inicios como caricaturista se dio cuenta de que las obras originales que llegaban al periódico, iban a la basura. Empezó a rescatarlos y hasta ofrecía dinero a los que limpiaban la oficina para que los recogieran y se los entregaran. Logró coleccionar cientos de caricaturas de sus colegas. Así fue como pudo abrir las puertas el Museo con la obra que el mismo donó, lo que le emocionaba, porque dejaba para la posteridad, el trabajo de sus compañeros y de él.

 

La sala principal de exhibición lleva su nombre y hay una vitrina dedicada a su memoria. “Fui Presidente fundador y soy Presidente Honorario de la SMC, del Museo de la Caricatura, en él son resguardadas todas las obras de sus miembros, ahí mostramos la historia de la caricatura en México, que data de 1826, casi 200 años; hay una exposición permanente y temporales de lo que ha sido la caricatura durante todo este tiempo, es muy importante seguir conservando esta sociedad y este espacio”, reveló un día. También ayudó a crear una ley para proteger los derechos de autor de los caricaturistas y apoyó los esfuerzos de crear la Colonia del Caricaturista.

 

Recibió dos Premios Nacionales de Periodismo (1985 y 2015) de la Asociación Nacional de Periodistas de México. Al respecto, explicó a la reportera Oliva Ramírez Torres, en 2015: “Ahí quedará por siempre nuestro nombre, estar dos veces entre los premiados es el resultado de mucho trabajo, fueron 75 años de carrera y de entrega, yo comencé en 1939 en Revista de Revistas de Excélsior, y estuve en muchos medios, hasta el año pasado, que decidí retirarme”.

 

Además de estos importantes premios y muchos reconocimientos que sumó en 75 años de carrera, publicó seis libros, contando su historia, la historia de México y la de la caricatura. Como pintor, realizó exposiciones en México, Estados Unidos y Canadá.

 

Pugnó hasta su último aliento por el respeto al trabajo del caricaturista. Ya casi al final de su carrera llegó la debacle económica mundial. Millones de personas sufrieron el embate. La industria periodística se vio afectada por la crisis y por el avance de la tecnología. La gente empezó a interesarse cada vez menos en comprar. Miles de periodistas se quedaron sin trabajo, ante los brutales recortes que se hicieron y otros miles, recibieron propuestas de seguirles publicando, pero sin que hubiera ningún tipo de remuneración.

 

Mi papá se negó rotundamente a aceptar esta propuesta, a la que consideró un insulto a su profesión, a su persona y a su experiencia. Recuerdo que me llamó por teléfono, muy decaído, y me lo platicó. Estaba muy molesto. Comentó que no podía creer la situación por la que estaban pasando. Dijo que había tomado la decisión de retirarse y que iba a dedicarse a pintar. Me partió el corazón escucharlo tan decaído y preocupado por lo que estaba viviendo, no solamente él sino, muchos de sus amigos y colegas.

 

FOTO: Autorretrato. 1951/ Col. Familia de David Carrillo

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