“Reformas en Ciencia son como la “Ley Calles”, un absurdo”: entrevista con Jean Meyer

Jun 10 • Conexiones, destacamos, principales • 3168 Views • No hay comentarios en “Reformas en Ciencia son como la “Ley Calles”, un absurdo”: entrevista con Jean Meyer

 

La Guerra Cristera es uno de los pasajes oscuros de la historia mexicana. Interesado por exponer las causas y consecuencias, el investigador publicó La Cristiada
en 1963; más de medio siglo después hace una valoración de estas tensiones y de la crisis actual que enfrenta el sector científico en nuestro país

 

POR SOFÍA MARAVILLA
El México que actualmente somos, material e ideológicamente, es una consecuencia de ese despliegue casi mítico que fue la Revolución Mexicana. Sin embargo, hay un episodio que en su estandarte llevó al Hijo de Dios y que suele ser ignorado en el recuento de nuestra narrativa identitaria: la Guerra Cristera, que tuvo como protagonistas a los campesinos heridos en su libertad de credo, quienes organizados en sus propias estrategias y motivados por la fe, pelearon en defensa de la Iglesia en un inicio, y después por la sola gloria de “¡Cristo Rey!”, cuyo nombre fue su grito de batalla y la nomenclatura de su identidad guerrillera, patriótica y católica.

 

La Guerra Cristera fue el resultado de una serie de tensiones entre la Iglesia católica y el Estado mexicano que se remontan al siglo XIX, con el liberalismo, que lograron cierta estabilidad durante el Porfiriato y la era de Madero, pero que terminaron por reventar en un combate sangriento tras la imposición de la Ley Calles, en 1926, la cual implicaba la clausura de templos, la expulsión de sacerdotes extranjeros y la represión de expresiones de fe en espacios públicos, y que a su vez trajo una reacción adversa en el Episcopado mexicano, que suspendió los cultos tras la entrada en vigor de esa reforma.

 

Fue una guerra que culminó hasta 1938, pero que durante años mereció el descrédito de un discurso gubernamental profundamente antirreligioso y de una Iglesia poco solidaria con sus feligreses. Ahora los cristeros son mártires del gobierno y de la Iglesia, pero durante décadas fueron vistos como figuras fanáticas que amenazaban el panteón en formación de los héroes revolucionarios.

Un joven francés enamorado de México

 

Fue en ese sepulcral silencio que apareció Jean Meyer (1942, Niza, Francia), un joven historiador francés que a sus 20 años se había enamorado de México, y que estaba dispuesto a volver a esa tierra con el fin de estudiar el zapatismo, pero que, gracias a un compañero de su seminario en La Sorbona, el padre López Moctezuma, descubrió un episodio histórico reciente, totalmente virgen, que desde el nombre mismo le cautivó: La Cristiada.

 

“Resultó que fue una experiencia de vida extraordinaria, porque tuve que improvisarme con la historia oral, que todavía no era la disciplina oficial y aceptada de hoy”, comenta Meyer con una sonrisa, en entrevista. “Tuve que viajar muchísimo los fines de semana y en las vacaciones para llegar a lugares más alejados en provincia, y eso realmente me acabó de convencer en mi amor y admiración por México… y aquí estoy”.

 

Ese joven pionero no imaginó que su trabajo daría forma, dignidad e incluso contrahistoria a los combatientes cristeros, no hubiera sopesado el revuelo que su libro causaría al ser publicado por Siglo XXI bajo el nombre de La Cristiada, hace exactamente medio siglo, en 1963, en un sagaz movimiento de Arnaldo Orfila, quien se oponía a todo un consejo editorial que le alegaba, según Meyer, que ellos eran editores de izquierda: “¿cómo le vamos a hacer la barba a los cristeros?” Al final ganó la decisión de Orfila, y no se equivocaba en hacer público los detalles pormenorizados de semejante episodio.

 

La Cristiada —palabra medieval referida a los poemas épicos sobre Cristo— fue vivida por sus combatientes, según las palabras de Cristóbal Acevedo, hijo del general cristero Aurelio Acevedo, no como una simple guerra, sino como la vida que surge entre los cristeros. Es, ante todo, una epopeya: aquella era la guerra justa que proclamaba San Agustín, o la sagrada violencia que el mismísimo Cristo Rey vaticinaba al decir que no traía la paz, sino la espada (Mateo 10:34-37).

 

Fue uno de los movimientos más importantes, insisto, y más injustamente olvidados. Y es que, si hay algo que admirar de los cristeros, fue la capacidad de organización combativa y civil que tuvieron, motivados por la defensa de sus principios religiosos, que resultó una gran ventaja frente a los federales, quienes, a pesar de usar como carne de cañón a los agraristas -campesinos que habían recibido tierras-, carecían entre sus hombres de compromiso con la causa, lo que les volvía un flanco débil frente a los enardecidos hombres de Cristo Rey.

 

Reza La Cristiada: “Cuando los campesinos se movilizan (…) Actúan como fuerzas misteriosas, como fuerzas elementales de la naturaleza (…) provocan el mismo horror que causan también los terremotos o los huracanes”. No era para menos: al ser hombres del campo, funcionaban como un mismo movimiento con sus entornos, situación que les dio gran ventaja frente a ejército. Y si bien Calles tenía como fin desembarazar de una buena vez a su país de la Iglesia, había subestimado la reacción del pueblo católico.

 

“El cristero es ahora una figura como el zapatista o el villista. El zapatista fue satanizado durante muchos años, era el ‘Atila del sur’. Cuando llegué a México en el 65, había una pelea, casi a golpes, porque unos diputados habían propuesto que se pusiera en letras de oro el nombre de Villa, y la mitad decía que no, que (era) el bandido, el asesino. Hoy en día ya nadie pone a Villa y a Zapata en el panteón. No hay un nombre de un cristero famoso que se pueda poner, pero la figura del cristero ya es una figura que pertenece al panteón de la Revolución Mexicana”, indica Meyer, ahora que su libro se ha reimpreso 25 veces y que este año celebra una edición conmemorativa de 50 años con la misma casa editora que confiara en el 63.

 

El final del silencio

 

Como indica Meyer, todavía hasta 1970 pesaba la censura sobre la Guerra Cristera. A la vista de un discurso derivado de la revolución, los cristeros eran fanáticos. Por su parte, la Iglesia católica dejó caer un silencio sepulcral sobre sus archivos hasta 1992, y a pesar de que a estos campesinos se les hizo las honras fúnebres de incorporarlos al martirologio, hubo que esperar a la muerte del papa Juan Pablo II para que Benedicto XVI abriera los archivos del Vaticano. Así que, a su llegada a México, el joven Meyer tuvo que trazar sus propios caminos para llegar hasta esas memorias vivas que pudieran darle más de lo que obtenía en sus pesquisas en los periódicos de la época.

 

Meyer tuvo que trazar sus propios caminos para llegar hasta esas memorias vivas que pudieran darle más de lo que obtenía en sus pesquisas en los periódicos de la época. “Los primeros seis meses fueron muy desesperantes porque no encontraba nada. Un día, encontré un señor que me dijo: ‘Aquí cerca vive un viejo cristero, pero le advierto: es un ranchero, no sabe gran cosa’, y así llegué con Aurelio Acevedo, un ranchero de Zacatecas, pero que vivía en la Ciudad de México desde 1940. Tenía una pequeña imprenta y se ganaba la vida a duras penas, y publicaba cada mes el David, el periódico de unión de los cristeros sobrevivientes donde publicaban sus testimonios”.

 

Meyer logró ganarse la confianza del anciano cristero, quien presumía de ser uno de los primeros en levantarse en armas en el verano del 26 y quien logró, primero, hacerse jefe de un regimiento de 500 hombres, después obtener el grado de general y finalmente fue el representante de un gobierno paralelo en Zacatecas. “Lo más valioso fue que cuando ya me tuvo confianza me dijo: ‘Cada año, la víspera del Domingo de Cristo Rey, los veteranos nos reunimos en Silao, así que, si usted me acompaña, se los presento’. Entonces me llevó a Silao y me presentó con unas 300 o 400 personas. Les dijo: ‘Es un joven historiador que viene de Francia y va a escribir la verdadera historia, pone fin a la conspiración del silencio que nos está oprimiendo”. Así fue como Jean Meyer llegó a la vida de los cristeros casi de una manera providencial…

 

Sacerdotes en la cama

 

A pesar de que la entrada en vigor de la Ley Calles representó una grave afrenta al pueblo católico, los obispos predicaban la resistencia pacífica. No obstante, comenzaron los primeros levantamientos armados en 1926, en cuanto se declaró la suspensión de cultos. Luego vino el terror provocado por el Ejército: ordenaba a los civiles abandonar sus hogares y después quemaba estos últimos y sus siembras, decomisaba al ganado y asesinaba a quien se negara a la movilización; todo esto tenía como fin poner a la población civil en contra de los cristeros, pero estas razzias sólo recrudecían los ánimos de los combatientes y unía nuevos hombres que luchaban en nombre de la fe, como venganza frente al gobierno.

 

El inventariado fue también para ellos una profanación a los templos, y reaccionó con extrema violencia. No faltaría mucho para que comenzaran las primeras represiones severas por parte del gobierno contra aquellos que llamaban “indios embrutecidos por el clero”. Ya en batalla, sería característica la blasfemia por parte del ejército que cercaba y torturaba a los campesinos guerrilleros, y a los federales se les oía gritar en combate: “¡Viva Satán!” “¡Viva el Diablo!”.

 

Luego vinieron las estrategias de terror sobre el pueblo: el ejército ordenaba a los civiles abandonar sus hogares y después quemaba estos últimos y sus siembras, decomisaba al ganado y asesinaba a quien se negara a la movilización. Todo esto con el fin de poner a la población civil en contra de los cristeros, pero estas razzias sólo recrudecían los ánimos de los combatientes y unía nuevos hombres que luchaban en nombre de la fe, como venganza frente al gobierno.

 

Por su parte, la Santa Sede se mantuvo al margen, condenó todo movimiento armado. Sin embargo, hubo algunos sacerdotes heroicos que se mantuvieron con sus pueblos, ocultos en las montañas, luchando en el nombre de Cristo Rey. Tal fue el caso de Monseñor Amados Velasco, obispo de Colima, y de Monseñor Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara, quienes fueron para los cristeros prueba de la santidad de su causa (Meyer, p.22).  Otros, como el párroco Sebastián Galarza, se convirtieron en figuras ejemplares, pues a pesar de que corrían gran peligro al vivir acosados por el ejército, continuaron, al resguardo de la noche, con su labor de cuidar las almas. Otros se convirtieron casi en personajes místicos, como el Padre Rafael Correa, de Nayarit, quien recorría descalzo las montañas impartiendo los sacramentos.

 

Era claro para los cristeros que “el corazón de Calles estaba endurecido”. Y es que a pesar de que, según comenta Meyer, en los inicios de la Revolución se propusiera adaptar la Constitución para “renovar leyes de Reforma en lo que tenían de agresivo contra la Iglesia católica, después del golpe de estado de Huerta y del asesinato de Madero, empieza realmente la tragedia que va a durar por lo menos hasta 1920: la facción que triunfa, la carrancista, tiene en su seno una minoría radicalmente anticlerical, y los más extremistas sí eran antirreligiosos”.

 

Meyer distingue: “Hay anticlericales moderados y razonables, como el presidente Obregón, que dice: ‘Hay que tener paz con la Iglesia, la Iglesia es un factor de paz, de orden social; que no se metan en política, que eso sí lo vamos a cuidar’, pero cuando Calles llega al poder, él personalmente es muy anticlerical, sin que sea, como se ha rumorado algunas veces, protestante ni mucho menos judío, porque algunos le dicen ‘el judío Calles’ por el apellido Elías, que es un apellido libanés, pero también cristiano. Y cuando Calles fue a Europa, a invitar a la inmigración, no invitaba especialmente a la migración judía, invitaba a la inmigración polaca, y como Polonia en ese momento había un antisemitismo muy fuerte, efectivamente entre los polacos que vinieron a México vinieron judíos. Pero de ahí a decir que la motivación de Calles es que era un judío que abominaba de la Iglesia Católica, es un error absoluto”.

 

Un asunto interesante que destaca el historiador es el espectro psicológico del anticlericalismo en los tiempos de Calles: una dimensión que pegaba en la hombría de los generales mexicanos. “Es un anticlericalismo latino, de países católicos, donde la Iglesia ha pesado demasiado, no solamente en el sentido político sino en la vida sexual. No estoy hablando de abuso sexual, estoy hablando sencillamente de la confesión en donde el sacerdote te pregunta cuántas veces, y qué hiciste, y si tuviste pensamientos impuros, y le pregunta a la mujer que cómo está la relación con su esposo; eso provoca un anticlericalismo masculino. Un general revolucionario viejito, simpático, encargado del departamento de lucha anticlerical en el ejército, me decía: ‘Es que, usted ha de entender que mi general Villarreal mandó quemar los confesionarios, porque es el instrumento de sujeción de la mujer, ahí el sacerdote se entera de lo que estamos haciendo en la cama’. Esa es la dimensión psicológica del anticlericalismo: ‘Es que el ensotanado tiene un liderazgo sobre nuestras mujeres, nos ponen los cuernos como al pobre de José’”.

 

Meyer recuerda ele ejemplo del secretario de Gobernación de Calles, Alberto Tejeda, quien después fue gobernador de Veracruz. “Él sí fue radicalmente anticlerical, decía: ‘Hay que reglamentar la profesión clerical porque es una profesión tan moral como la profesión de dentista y de padrote; dentista porque dicen ‘no te duele’, es decir, son mentirosos, y los padrotes porque manipulan a las mujeres’.

 

Modus Morendi

 

Durante tres años, los cristeros fueron ganando combates y, por tanto, alebrestando el espíritu de saber santa su causa y de saberse cobijados por un poder que los hacía casi invencibles frente al ejército de Calles. Pero toda la santa causa se vino abajo en 1929, cuando el clero firmó los acuerdos de paz con el gobierno (ya con Portes Gil, a quien incluso llegaron a comparar con el emperador Constantino), obligando a los cristeros a entregar las armas. Ellos supieron que ésta era una traición, y que se trataba precisamente de una forma de desarticular al movimiento: devolviendo a la población su libertad religiosa y la tranquilidad, los cristeros se veían presionados y pasaban a formar parte de una narrativa rebelde que los dejaba fuera del apoyo civil como hasta entonces.

 

Pero toda la santa causa se vino abajo en 1929, cuando el clero firmó los acuerdos de paz con el gobierno (ya con Portes Gil, a quien incluso llegaron a comparar con el emperador Constantino), obligando a los cristeros a entregar las armas, quienes sintieron esta como una traición alta, y es que se trataba precisamente de una forma de desarticular al movimiento: devolviendo a la población su libertad religiosa y la tranquilidad, los cristeros se veían presionados y pasaban a formar parte de una narrativa rebelde que los dejaba fuera del apoyo civil como hasta entonces. Por otro lado, los arreglos constituían una somera paz superficial, puesto que los generales cristeros fueron perseguidos y fusilados en los años siguientes, y, como rezan algunos testimonios recatados por Meyer, coincidían en que más morían durante los “arreglos” que durante la guerra, lo que llevó su modus vivendi a ser llamado, de forma fúnebre, como un modus morendi. Por un lado, estos arreglos se llevaron a cabo bajo la fuerte presión de Estados Unidos, haciendo que Portes Gil anunciara que la Iglesia católica se sometería a la ley sin que la Constitución sufriera alguna modificación. Por otro lado, el posible apoyo de los cristeros a José Vasconcelos en la batalla electoral del 29 representaba una amenaza de la que era necesario desafanarse.

 

Esta aparente armonía condujo a un segundo levantamiento, de 1934 y hasta 1938, cuando los pocos cristeros que quedaron activos ya eran conscientes de haber sido traicionados por la Iglesia misma y ahora sólo luchaban por la gloria de Cristo Rey. “‘¿Por qué nos hicieron eso los padrecitos, el Papa?’, preguntan todavía en 1969 los ancianos, con lágrimas en los ojos, y distinguen entre Dios y sus sacerdotes, conservando una fe que el hombre cultivado perdería por mucho menos”, señala Meyer en un pasaje de su Cristiada. Esta segunda etapa se caracteriza por el abandono expreso de la Iglesia y el Papa (que condenaba toda resistencia armada), un recrudecimiento de la violencia hacia los rebeldes (con la imperante sombra de Calles orillando al presidente Ortiz Rubio a abandonar su política de conciliación) y una campaña de “desfanatización” iniciada por la Secretaría de Educación, liderada por Narciso Bassols, quien insistía en educar a los niños en el anticlericalismo y el ateísmo; campaña que tuvo un fuerte impacto y resistencia en los campesinos religiosos. El conflicto llegó por fin a una verdadera paz con la presidencia de Lázaro Cárdenas, quien supo comprender el sentir religioso de la población, y aunque consecuente con su postura en contra del fanatismo, no continuó con la violencia gubernamental hacia los grupos religiosos.

 

Una Iglesia a la mexicana

 

Uno de los aspectos más interesantes del conflicto religioso en tiempos de Calles fue la creación de la Iglesia Católica Apostólica Mexicana (ICAM), que si bien ya había tenido tentativas de ser erigida en tiempos del mismísimo Benito Juárez (quien en la ICAM tuvo incluso su fiesta “patronal”), fue hasta 1925 que sentó sus bases, en las que se separaban del Vaticano y proclamaban un enardecido nacionalismo. Incluso el propio Calles, determinado a hacer lo que fuera por debilitar el poder de la Iglesia católica, les concedió el Templo de Corpus Christi.

 

La ICAM no prosperó. Sin embargo, el historiador menciona que tuvo como consecuencia la creación de la Liga Nacional de Defensa de las Libertades Religiosas, y que va a tener un papel determinante en el conflicto para detonar la Guerra Cristera: “Muchos de ellos son jóvenes estudiantes sindicalistas, van a ser los que apoyan al grupito de obispos radicales que van a convencer al Papa de que hay que suspender el culto. Digamos: si no hay cisma, no hay liga; si no hay liga, no hay esa radicalización”.

 

Si bien todo parece quedar en una interesante anécdota, Meyer enfatiza en el terror que causó en un inicio este cisma, pues en Roma tenían muy en claro la situación que pasaba ahora en la Unión Soviética: “En ese momento, frente a una Iglesia Ortodoxa demasiado fuerte, demasiado popular, se les ocurrió a Lenin y a Trotsky desatar la lucha de clases en el seno de la Iglesia Ortodoxa. Es una cosa que en la Iglesia Católica no podría existir, aunque los sacerdotes pueden tener rencores contra obispos, pero no como en la Iglesia rusa, porque ahí, lo que llamamos el clero —los curas, los vicarios, los que tienen las parroquia— es un clero casado, generalmente pobre, llamado clero blanco. Ese clero no puede ser obispo, porque el obispo tiene que ser un monje, del clero negro, conformado por aquellos que de manera voluntaria no se casan, y entre ellos se reclutan los obispos. Aunque muchos monjes vivan de manera austera, los monasterios son ricos porque tienen las tumbas de los grandes santos. Entonces los bolcheviques encuentran y seleccionan sacerdotes, digamos, progresistas y liberales, que quisieran modernizar. Estos no son bolcheviques, son cristianos sinceros, peor abominan al alto clero. Entonces el gobierno pasa una ley que dice: ‘El Estado socialista es laico, no apoya ni financia ninguna Iglesia’. Hasta aquí todo bien. Pero, de hecho, reconoce solamente como una Iglesia lo que llaman la Iglesia viva, es decir, la Iglesia renovada, y les da los templos a ellos”.

 

Una luz siniestra entre las religiones

 

Sin embargo, durante el conflicto cristero emergió otra Iglesia que ha logrado un auge impresionante hasta nuestros días: La Luz del Mundo, formada en 1926. Recibió de Calles el mismo apoyo que recibieran otros credos, con el fin de debilitar el poder de la Iglesia católica. Muchos creen que es una derivación de la Iglesia cismática; Meyer no confirma los rumores, pero tam poco los desmiente. Sin embargo, arroja una luz racional sobre aquel oscurantismo, me atrevo a decir sectario, que parece cernirse en la política mexicana, bastante amparado por el actual gobierno. “¿La aparición de La Luz del Mundo en la esfera política atenta de alguna manera contra el Estado laico?”, pregunto de manera expresa.

 

Meyer es contundente: “Desde luego. algunos piensan que la Luz del Mundo es una descendencia de la Iglesia cismática, y si no lo es, nace al mismo tiempo. Pertenece al capítulo de la historia negra de las religiones. El caso de las tres generaciones de los tres Papas, para llamarlos así, de La Luz del Mundo, es una historia negra y siniestra tanto de enriquecimiento tremendo y de abuso sexuales. Efectivamente, tienen la pretensión de formar un partido político, que me parece una cosa aberrante, pero no es la primera vez que esas familias que se dicen cristianas defienden crear un partido. Dicen que uno de los partidos, Encuentro Social, de la coalición del Presidente, es un partido religioso mal disimulado. Pero, efectivamente, no debería ser posible en el marco de la Constitución mexicana”.

 

Un atentado contra el conocimiento

 

La libertad es, a la vez, consecuencia y posibilidad del conocimiento. Para ser libre, hay que conocer. Para seguir conociendo, hay que ser libre. Así que pregunto a Meyer su opinión sobre la incorporación del Ejército en la junta de gobierno del recién formado Consejo Nacional de Humanidades Ciencias y Tecnologías.

 

“Es una aberración. Digamos, todavía podría aceptar la presencia de observadores de la Sedena si estuviesen presente la UNAM y otras grandes universidades o centros de investigación, pero la comunidad académica no está presente, entonces la presencia del Ejército y la Marina subraya el carácter surrealista de este Consejo que en realidad no va a hacer nada porque en realidad hay una sola persona, que será la directora del Conahcyt. Es lo que el presidente Putin llama la vertical del poder: el que está arriba decide todo”.

 

“¿Esto pone en peligro la libertad de expresión?”, pregunto. “Pone en peligro la libertad, pero más grave que todo, pone en peligro sencillamente la investigación y el conocimiento. La libertad es la consecuencia, o condición necesaria, pero no suficiente para que haya una buena investigación en todos los campos, pero ahora, por ejemplo, aún no tengo la confirmación oficial, pero parece que se planeó agrupar a los 27 Centros Públicos de Investigación en tres grupos”.

 

“Pero lo grave es que ya nos hayan dado tres temas de investigación, que son los famosos Pronaces (programas nacionales estratégicos): el agua, las migraciones y etnicidad. En el CIDE voy a cumplir 30 años, y siempre han trabajado migración, agua y el tema étnico. No necesitamos que nos impongan temas, pero entonces si mañana quiere trabajar un tema como la justicia en la Nueva España, no lo podrá hacer porque no entraría en la lista de programas nacionales prioritarios. Esa ley es como la Ley Calles, en el sentido de que es un absurdo, no es necesario, y no hubo nunca concertación ni discusión”.

 

 

FOTO:  Jean Meyer es investigador del CIDE desde hace 30 años.  Crédito de imagen: Germán Espinosa /El Universal

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