Relámpagos

Feb 22 • Ficciones • 2936 Views • No hay comentarios en Relámpagos

POR GUILLERMO ARREOLA

 

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Algo se rompe un día, algo, en ese conglomerado que llamamos “el estar vivo” y a lo que casi siempre convertimos en plan, casi siempre pospuesto, por cierto, y la vida de todos habrá de ir hacia eso: una postergación, o una demora demasiado larga; pero sin tachaduras, nos han exigido, sin correcciones; aunque por otra parte, se han olvidado de decirnos cómo, y se comprende pues ¿alguien sabe a dónde se podría avanzar cuando no hay línea en el horizonte? Pero algo se rompe un día, de pronto, por algo, hacia otra cosa. Y con esa rotura aparece algo también, o alguien, un camino, una tragedia más, o una bienaventuranza. ¿Quién sabe? Nacer o morir durante esa rotura, ¿importa? No. El problema es vivir.

 

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¿Tú eres tú?

¿Tú soy yo?

¿Quién eres cuando no eres yo?

Cables de alta tensión crepitando al alba.

¿Qué relámpagos serpenteaban tu bajo cielo?

Cuando tus ojos no estaban contigo,

¿dónde estaban tus ojos?,

ojos de pensamiento.

 

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Se nace y se crece loco. Se pasa loco por la nada; la nada, ese pretexto para afantasmar las caídas. Es natural. Luego empieza la difícil tarea de ir trepando, a empujones, a empujones dados por alguien obviamente, siempre alguien, hacia la escalera de la razón, que, en el mayor de los casos, nunca se nos indica, es frágil; en otros está un poco menoscabada, y en un caso extremo francamente rota.

Alguien se ha olvidado de ponernos sobre aviso.

 

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El accidente ocurrió así: hace algunos años me golpeé la cabeza con una señalización metálica en el cruce de la calle Miguel Ángel de Quevedo y avenida Universidad en la ciudad de México. Con el golpe se me abrió el cuero cabelludo y me empezó a brotar sangre, pero curiosamente yo no advertía nada, no “sentía” la sangre que empezó a escurrirme por la frente. “¡Qué calor!”, fue lo único que pensé. Pero, ¿pensaba? Iba yo por la calle y alguna gente se me quedaba viendo, hasta que una persona se me acercó y me ofreció ayuda. Me dijo “¿qué, no ve que está sangrando?” Le respondí: “no es sangre, es sudor.” Como la herida me pareció superficial y cicatrizó pronto no consulté a ningún médico. Al poco tiempo empecé a experimentar vértigos. Pero también sucedió algo más: empecé a tener sueños con números. Por las mañanas al despertar repasaba el recuerdo de lo soñado. Y aparecía en mi memoria un número preferente. Así por ejemplo, durante casi una semana soñé una cifra: 1440. Entonces pinté un cuadro. Y lo titulé así, con esa friega pensativa del 1440. Cuando lo terminé, me eché a descansar en un sofá y a mirar a un punto indefinido. Mi vista, cansada de lo indefinido, se clavó en un reloj que colgaba de la pared. Miré el minutero y me pregunté cuánto tiempo dura un minuto, y cuánto tiempo dura el tiempo de una hora, y cuánto el tiempo de un día. Al terminar de formular la última pregunta, apareció en mi mente la tan llevada y traída cifra onírica de 1440. Y mi mente empezó a funcionar así: minuto, hora, día, total: 1440.

 

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Uno vive creyendo saber, o repitiendo lo que nos hacen creer; uno vive aceptando, o asesinándose día tras día, coreando una y otra vez el mismo crimen, hasta que llega el momento en que realmente lo haces, por fin, de golpe, o encuentras una salida, pues siempre hay una salida, nos lo está indicando algo dentro de uno. O lo hacemos: asesinarnos de golpe, u optamos por una escapatoria menos escandalosa, asesinarnos pero lentamente hasta que llega el fin. Hablo de eso, del asesinato contra sí mismo. Y quizá también de cómo se vuelve de la muerte, a veces. Es lo que me ha propuesto mi ego, para salvoguardarse quizá, y quizá también para procurarme un quicio; el ego, esa bestia indefensa que nos hacen cargar como un tabique, o como un tesoro; también salva si lo sabemos cortejar.

 

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El accidente ocurrió así: al principio empezó a sentir que veía cosas: unas como pelusas llenando el aire, una frase obscena pintarrajeada en la pared de la cocina o de su cuarto, un chorrito de sangre en la cara de con quien estuviera hablando. Como un juego.

Empezó a sentir escalofríos en la nuca, escalofríos que iban ascendiendo por su cabeza hasta llegar a la coronilla. Desvanecimientos, pánico, la entrada de un rayo hasta el centro de sí. Pensamientos en desbandada. Pensamientos incontrolables, acompañados de imágenes mentales de pura furia: charcos de sangre, objetos punzocortantes arrojados contra su cuerpo por alguien o algo invisible, una aguja larguísima introduciéndose en su vientre para encontrar salida por los riñones.

Luego empezó a oír una vocecita muy dentro de sí, o creyó que la oía: “mata”, “quema”, le decía la vocecita. En una de esas ocasiones, sus manos empezaron a moverse como si tuvieran vida propia (y más tarde entendería que la tenían). Lanzó su cuerpo contra la pared queriendo acallar aquella voz. Luego empezó lo otro: lo que no se puede decir, ni antes, ni ahora ni aquí, ni nunca.

 

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Un día salí de casa. Caminé por el camino, un camino. Iba descalzo y al caminar, mis pies iban dejando palabras impresas sobre la tierra. Palabras conocidas y palabras desconocidas. Domingo, sol, madre, jinete, oro, cuándo. Asfixia. Conforme avanzaba volvía la vista hacia atrás y veía la tierra, llena de palabras cruzadas. Caminaba bajo un sol dorado. Regresé, sudoroso y con mi cabello dorado, dorado por el sol, por la luz de las palabras que escribían mis pies sobre la tierra. Regresé y me preguntaron, así quedito: ¿dónde has andado?, ¿dónde has estado?

 

//Cuida tu cabeza, hijo mío,

es dura como una moneda, blanda como una lengua.

La cabeza, el blanco del cuchillo del tiempo//

 

Por ahí. Cerca. Buscando, cerca, por ahí.

Ahora…

Dicen que perderse es bien fácil. Hay gente que se ha perdido hasta en una palabra.

 

Un día… no, una noche, una noche entré en una habitación vacía. Colgaba del techo un foco que emitía una luz opaca, una voz púrpura, una luz…

 

//¿Reconoces?

//¿Reconoces tu propia voz?

//Toca tu ombligo. Tu ombligo, boca cerrada de la vida//

 

Entonces yo abrí mis manos, mis manos azules, pintadas de azul, para responderle… con la verdad… como una aguja… así… como una aguja.

 

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Extracto de una carta a la crítica de arte Teresa del Conde:

 

Teresa: Me pregunta por qué me interesa tanto el tema de los golpes en la cabeza. Me interesa porque hará cosa de seis años me di un golpe precisamente en la cabeza y cuyas secuelas fueron terribles; me produjo insomnios hasta de tres días y situaciones pánicas, y problemas de lenguaje, como que se me olvidaban las palabras o se revolvían junto con algunas del idioma inglés y también con el árabe que yo estudié durante ocho meses de manera intensa y que con el tiempo lo he olvidado, acaso de repente brota en mi mente lo de “Asalam aleikum” o palabras sueltas como “safina”. En fin, consulté a un psiquiatra, extraordinario por cierto, a quien llamaré aquí Tiziano Mendieta. Mendieta me recibió, le conté lo que me había ocurrido. Me preguntó entre otras cosas si alguien me había dado algo de beber o si había yo olido la planta del toloache. Después me dijo que lo que pasaba es que se me había revuelto el lenguaje, que se habían movido los sustratos psíquicos. Y me empezó a dar terapias de lenguaje. Yo por mi parte me entregué casi por completo a pintar, a dibujar y a escribir. De repente recordé eso: que había que pintar, escribir. Seguí con las terapias de Mendieta hasta que poco a poco todo se fue “solucionando”.

 

También, debo decirlo, en mucho debo mi reacuerpamiento, además de al doctor Mendieta, al señor Alejandro Jodorowsky. Cuando le platiqué a Jodorowsky lo que me había ocurrido, me explicó cosas que en un principio yo no entendía. Tras escucharme atentamente, me miró de frente y me dijo: Un recorrido estelar, una algarabía plástica, un río que se desborda, un afán pasional, un juego elíptico, el paso fugaz por el cascajo de la locura, implantes verbales, una mano que oye su propio aplauso, un espejo horadado, capricho, la hojarasca de un otoño voraz, el rechinar de un lienzo que se rompe, un llanto que llora, esculturas fragmentadas, un secreto que ladra, piedras, un gesto de seducción, una hipnosis, polvo lunar, un pantano, un desmembramiento textual, un espejo que no quiere mirar, el sonido de una mano aplaudiendo, terca e incesantemente. Eso me dijo. Luego me pidió que siguiera sus instrucciones, que realizara yo un acto terapéutico creado por él, y que posteriormente acudiera a Bucareli 128, interior 19 y preguntara por una persona de nombre Carlos Said. Lo hice.

 

Busqué a Said después de realizar el acto terapéutico de Jodorowsky. Y Said me atendió como si me estuviera esperando. Me hizo que me metiera en una rueda de lumbre y con paliacates y de modo imaginario me cortó el cuerpo y la mente; para reacomodarme todo, me dijo. O sea para que las suprarrenales y la pituitaria entraran en armonía, me dijo. Voy a decir algo que no todos los psicólogos o los terapeutas toman en cuenta, dijo, y deberían hacerlo: las glándulas suprarrenales y la pituitaria tienen mucho que ver con la posibilidad de derrocar al jefe de la casa, de la casa que somos nosotros mismos, ¿lo sabías?

 

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Empecé a escribir más o menos desprejuiciadamente, y sobre todo a pintar, de manera más bien desaforada, a raíz de una “crisis psíquica”. Crisis psíquica fueron las palabras que utilizó el psiquiatra que me atendió durante un largo tratamiento.

Empecé a escribir y a pintar como una forma de sobrellevar la convalecencia de meses a la que me arrojó un accidente que tuve y al que en un principio no brindé la menor atención: un golpe en la cabeza, que me hizo descubrir que en mi interior se hallaban un asesino y un asesinado.

 

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La lengua, la lengua, me dijiste, costras en la lengua. ¿Tú eres…? Sí, yo soy. ¿De veras? De veras. ¿Sabes cuántos metros de cableado eléctrico cubren esta ciudad? No. Pero sé que se lo roban a cada rato. Con electricidad pintaron los paisajes del porvenir. Sí, por eso hay días en que las palabras vienen colmadas de electricidad. Lo veo sobre el papel. En el papel veo los nudos de la madera. Las venas de los árboles se ven en el papel. ¿Pero tú eres…? ¿Te has fijado que ya todo huele a juguete chino? Y las cosas vendrán acompañadas de su porción de súbito olvido. Desde que todo empezó a oler a juguete chino todas las cosas tendrán su porción de polvo o de ceniza. Alguien dice que también sangrará el invierno, pero nosotros sabemos que con electricidad se trazaron los paisajes del porvenir. Llegará el invierno y la nieve seguirá siendo blanca, lejos de aquí. Y no habrá más nubes tapiando el horizonte. Y tus ojos volverán a ti. Ojos sin pensamiento.

 

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¿Si tuvieras que matar a alguien a quien matarías? —me preguntó Alejandro Jodorowsky durante el encuentro que tuvimos hace algunos años en el lobby de un hotel de Reforma, en la ciudad de México—. Yo lo había consultado porque pasaba por un tiempo crítico de salud. Tras narrarle los estragos que en mí estaba dejando la experiencia de la enfermedad, Alejandro me formuló esa pregunta. Sonrió al hacerlo. Las manos empezaron a sudarme. Entonces Alejandro me dijo: vamos a imaginar que entre tú y yo no hay ni moral ni ética.

No lo pienses, dijo, y volvió a repetirme la pregunta, ¿si tuvieras que matar a alguien a quien matarías?

Respondí sin pensar: una esfera, de carne. Una esfera de carne. A eso mataría. Esta vez, la sonrisa de Alejandro se tornó risa, la risa de alguien que ha dado en el blanco, en el blanco de algo, una risa bondadosa. Entonces me llevé las manos a la boca, sorprendido de lo que yo mismo acababa de decir.

—¿Matarías entonces a una esfera de carne? —dijo Alejandro.

—Me mataría a yo, a la carne que no comprendo —respondí.

 

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Sueña la lengua. Desnuda, no descarnada: descascarada, descostrada. Abriste la boca, sacaste la lengua, te vi desnudarla, arrancarle sus negras costras como si arrancaras la piel a un fruto vivo. Y así, desnuda, proseguía la lengua, acombada, barca mareada, llena de mar, de blanquísima luz líquida, salada, porción de Vía Láctea, seminal o místico su roce. La lengua desnuda, hiriendo un poco tal vez, como se hiere cuando se dice lo que el lenguaje ya no alcanza a pensar. Como si alguien adrede hubiera dejado encendido un artefacto a voluntad del infinito. La lengua dice, la lengua, el blanco del cuchillo del tiempo. Proyecta tu voz.

 

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De niño, mi padre me contaba que cuando se casó con mi madre, los dos tenían el deseo de hacer una fiesta. No teníamos dinero, decía mi padre, pero teníamos un tocadiscos y una lámpara. Y así hicimos la fiesta.

Yo lo escuchaba como si escuchara la hora más callada de la noche. Entonces él mesaba mis cabellos y me decía:

¿Reconoces tu propia voz?

Toca tu ombligo. Tu ombligo.

Proyecta tu voz.

No te quedes en la noche.

No te quedes en el agua.

Vuelve a tus ojos.

Que hable tu voz, tu voz.

 

*Fotografía. El evangelio según Francis Bacon, de Guillermo Arreola

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