Relatos de la supervivencia
REBECA JIMÉNEZ CALERO
En un artículo publicado en la Revista de la Universidad de México en diciembre de 2010, Arnoldo Kraus analiza lo que Primo Levi llamó la “zona gris”, ese espacio que “adquiere voz en las víctimas que no callan y que se negaron a morir con tal de ofrecer su versión sobre los hechos. Testimoniar es algo más que mirar hacia atrás. Aunque duela, hablar de lo vivido permite significar el sufrimiento, recordar los nombres de los cadáveres enterrados en fosas sin nombre y sin señas; permite, asimismo, dignificar los nombres de las personas cuya historia fue borrada por los verdugos”.
Traigo a colación las palabras de Kraus sobre el concepto de Levi porque me parecen pertinentes al momento de abordar dos de las óperas primas más interesantes que se ha producido en nuestro país recientemente: El premio, de Paula Markovitch y El lugar más pequeño, de Tatiana Huezo. Ambos filmes bien podrían insertarse en esa “zona gris” en la que conviven el recuerdo de las víctimas y los verdugos, así como la imperante necesidad de no olvidar las vejaciones a las que ha sido sometido el ser humano.
El arte, y muy frecuentemente el cine en particular, ha servido como un instrumento de reconstrucción de la memoria colectiva, al centrarse en situaciones concretas del pasado reciente. Hechos almacenados en la memoria, traídos de vuelta al presente gracias al recuerdo, a la enunciación y a la representación, han sido desde hace ya muchos años fuente de inspiración para narraciones cinematográficas; los cineastas recurren a las experiencias vividas por ellos, sus padres o sus abuelos, para hablar de las heridas provocadas por las guerras, los conflictos sociales, los exterminios, las dictaduras.
A simple vista, las narrativas de El premio y El lugar más pequeño podrían parecer distantes. La aparente lejanía se debe a que cada una pertenece a géneros diferentes: una es ficción y la otra un documental. Sin embargo, estamos ante dos obras que hablan de hechos muy cercanos para cada una de las realizadoras, así como para la memoria de sus países de origen.
Markovitch, nacida en Buenos Aires, Argentina, en 1968, emigró a la ciudad de México; aquí ha desarrollado una sólida carrera como guionista; entre sus trabajos más destacados en dicho rubro se encuentran Temporada de patos y Lake Tahoe, dirigidas por Fernando Eimbcke. Ambas películas tenían como protagonistas a adolescentes que se sentían constreñidos por las reglas de los adultos; la rebeldía de su edad les permitía crearse un universo en el que su visión del mundo no sólo tenía cabida, sino que servía de protección ante lo difícil que es la responsabilidad de crecer. Director y guionista crearon una empatía real con sus protagonistas: su mirada no es la de los adultos, sino la de los jóvenes.
Para su ópera prima como directora, Paula Markovitch cuenta una historia desde el punto de vista de alguien más pequeño aun, y recurrió a sus recuerdos para el relato de Cecilia, una niña de siete años que no comprende por qué ella y su mamá se han mudado de Buenos Aires al alejado pueblo de San Clemente del Tuyú, en donde no hay nada más que una playa desierta ante un mar inmenso y un viento permanente que barre con todo.
Uno de los aciertos de El premio es que no cae en obviedades; su exposición de los sufrimientos a los que se vieron expuestas muchas personas como consecuencia de la dictadura militar argentina se ve en ciertas menciones, indicios, pequeñas señales que nos hablan de la situación en la que se encuentran Cecilia y Lucía, su madre.
A partir de sus observaciones Ceci se pregunta varias cosas, desde porqué han tenido que dejar su casa y por qué su padre no fue con ellas, hasta el significado de la palabra “pesimista” que habrá leído en algún lado. Su madre, en permanente estado de aprensión, sólo atina a recordarle qué es lo que debe contestar si alguien le pregunta por sus padres: “Papá vende cortinas, mamá es ama de casa”. Nosotros, que vemos ciertas acciones de Lucía, inferimos un par de cosas: que ambas se han visto forzadas a dejar su hogar y que se están escondiendo.
Markovitch marca una clara diferencia entre el estado anímico de las dos mujeres, Lucía está triste casi todo el tiempo, mientras que Cecilia, al no encontrar respuestas a sus inquietudes, las deja temporalmente a un lado y sigue con su vida. Un hecho como el de enterrar evidencia de su pasado es visto por la niña como un juego, así como también lo es mentirle a su maestra y compañeros de escuela. En la consciencia de la niña no está presente aún la noción del peligro, por ello no duda en decir lo que piensa cuando tiene que escribir una composición acerca del Ejército: son malos, matan gente.
Una de las secuencias más duras es cuando la directora decide hablar de uno de los hechos más deleznables que ocurrieron en ese entonces, y la forma en la que lo aborda guarda estrecha relación con el resto de la narración: es sutil, es sencilla y, sin embargo, es directa y clara. Cecilia y Silvia —su mejor amiga— han hecho amistad con otro chico de la escuela; cierto día, la maestra se da cuenta de que alguien le ha pasado las respuestas del examen al muchacho y exige al grupo decir quién fue. Como nadie responde, la profesora los castiga a caminar en el patio mientras llueve, hasta que Silvia no puede más y decide delatar a Cecilia. Más tarde, la maestra reúne a las dos niñas para reconciliarlas y le dice a Silvia que lo que hizo está bien, que lo importante es que otros no paguen por las acciones de alguien más. Esta lección aprendida en la escuela se convierte en una alegoría de lo que sucedió a un nivel más grande: la delación entendida como un hecho de supervivencia: ver de manera naturalizada, y engañosa desde luego, que al delatar a alguien se estaba viendo por el bien de la mayoría.
Por otro lado, Tatiana Huezo nació en San Salvador en 1972, hija de padre salvadoreño y madre mexicana, y emigró a México cuando tenía cuatro años, un año antes de que iniciara la guerra civil en el país centroamericano. La familia paterna de Huezo es originaria de un pueblo llamado Cinquera, que fue bombardeado y que prácticamente desapareció del mapa. Años después, ya terminada la guerra, los sobrevivientes regresaron a su pueblo y lo reconstruyeron sobre los restos de aquella guerra que, como bien dice uno de los hombres del lugar, fue una guerra entre hermanos.
Huezo es egresada del Centro de Capacitación Cinematográfica y se ha dedicado principalmente a la fotografía, edición y dirección. Cuando salió la primera convocatoria del CCC para la producción de proyectos cinematográficos de ópera prima documental, ella presentó su carpeta con un proyecto que había venido trabajando desde cinco años atrás. Así nació El lugar más pequeño.
Para esta cinta, la directora no recurrió a sus recuerdos —a ella no le tocó vivir la guerra—, pero sí a los de los habitantes de Cinquera, quienes a través de sus testimonios rememoran los duros momentos que tuvieron que pasar, sobre todo, al recordar a los familiares que perdieron la vida, que se fueron al bosque y jamás regresaron.
Visualmente, El lugar más pequeño se desarrolla en el presente, lo que vemos durante toda la película —excepto por unas fotografías en blanco y negro hacia el final— son imágenes de Cinquera actualmente: la vida cotidiana de las personas que salen a trabajar, niños que van a la escuela, mujeres que preparan la comida; personas que viven en una pequeña localidad enclavada en medio del bosque: todo es verde, húmedo, caluroso. Todo parece transmitir la tranquilidad que resulta de vivir en lugares aislados, lejos de las ruidosas ciudades. Pero este sentimiento de paz está construido sobre las heridas que dejaron doce años de guerra, cicatrices que aún están ahí, empezando a sanar apenas.
Los recuerdos dolorosos son expuestos en el filme a través del sonido: mientras vemos a los habitantes de Cinquera en sus actividades diarias, escuchamos sus voces en off relatando lo que ha quedado guardado en su memoria. Es así como Tatiana Huezo se aleja del formato más tradicional del documental, el de las “cabezas parlantes”, en donde mujeres y hombres hablan a la cámara, y en su lugar opta por una realización en dos caminos que avanzan paralelamente: el de la imagen y el del sonido, en donde cada uno representa dos cosas dentro de los relatos de quienes aparecen en pantalla, el presente y el pasado.
Los testigos no se dirigen hacia la cámara. Huezo simplemente está ahí, acompañándolos, viendo cómo una señora va en busca de huevo fresco, cómo un hombre va a cuidar a sus vacas, cómo varias mujeres trabajan en el nixtamal. Y, al mismo tiempo, escuchamos la voz de la mujer que recuerda el momento en que su hija le dijo que tenía que irse para luchar por su pueblo, la voz del hombre que describe cómo tuvieron que abandonar el pueblo y refugiarse en el bosque, lugar donde hasta la fecha hay restos de ropa y zapatos que poco a poco han empezado a formar parte de la vegetación; incipientes hongos y plantas crecen encima de ellos, como si se tratara de una metáfora de los habitantes de Cinquera: ellos también han tenido que volver a nacer encima de los restos de sus familiares.
Quienes sobrevivieron son ahora ancianos o jóvenes de alrededor de 30 años; la generación intermedia fue la que luchó en la guerra, hombres y mujeres que tuvieron que enfrentarse a la guardia civil, salvadoreños que se encontraban en el bando opuesto. El enfrentamiento los volvió fríos, las despedidas no existían, pues resultaban más dolorosas. La identidad se cambiaba para protegerse; una mujer recuerda que cuando era niña su maestra le preguntó el nombre de sus padres y ella no supo decirlos porque tanto su madre como su padre utilizaban varios nombres a la vez. Al igual que Cecilia en El premio, esta niña tampoco sabía discernir en qué momento se podía decir la verdad y qué momento había que mentir.
La única ocasión en toda la película en el que se hace evidente cierta puesta en escena tiene lugar casi al final, cuando los protagonistas de los relatos están sentados frente a la cámara y mientras contemplamos sus rostros sin ningún tipo de gesto, escuchamos los recuerdos que más les lastiman, los de las muertes de las personas que más amaron, el reconocimiento de sus cadáveres, las despedidas que nunca tuvieron lugar.
Algo se trasluce en ambos filmes: el miedo de encontrarse en una situación tan dolorosa como una guerra civil o una dictadura militar, incluso desde la mirada inocente de quien no forma parte activa del conflicto. Tanto Paula Markovith como Tatiana Huezo decidieron regresar a su pasado para hablar de las heridas abiertas. En tanto parte de una colectividad, reconstruyen los hechos como una especie de antídoto contra el olvido.
En una entrevista para Cahiers du Cinéma en abril de 2001, Jacques Derrida se refirió al cine como el simulacro absoluto de la supervivencia absoluta. Para el filósofo, los filmes relatan “aquello desde donde no se vuelve, nos relata la muerte. Por su propio milagro espectral nos muestra aquello que no debería dejar rastros” y, al mismo tiempo: “Es el salvamento, por el film, de lo que queda sin salud, la salud para los sin-salud, la experiencia de la supervivencia pura que testimonia”.
En El premio aprendemos junto con Cecilia el significado de la palabra “pesimista”; en El lugar más pequeño, el de la palabra “subversivo”. Visualmente un filme es gris y frío, el otro es verde y cálido. No obstante, pese a estas diferencias estilísticas y de estados de ánimo, ambas películas representan el salvamento al que se refiere Derrida, y no sólo en el sentido testimonial. Yo agregaría también que se trata de dos excelentes ejemplos de lo que se hace actualmente en la cinematografía nacional y del talento de dos prometedoras directoras.
*Fotografía: Fotograma de “El lugar más pequeño” de Tatiana Huezo/Especial
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