Rencor del hijo, derrota del padre
POR GENEY BELTRÁN FELIX
Autor de Cualquier cadáver (Cal y Arena, 2014); @GeneyBeltran
Talvez a arte deste tempo tenha sido uma arte da ascese
que serviu para limpar o olhar.
Sophia de Mello Breyner Andresen
El día del entierro, decenas de extraños se aparecieron en el Panteón Civil, le dieron el pésame a mi madre, preguntaban por los plebes más chicos, qué edad tienen, qué irán a querer estudiar. Se les veía genuinamente entristecidos.
—Tenía a mijita muy enferma. Fui con él, ¿se acuerda?, y me prestó sin pedirme que le firmara ningún papel.
Muchos venían con sombrero, camisa de rayón y botas. Hacían ver así su origen serrano, su vinculación con mi padre desde tiempos muy de atrás, antes de que cada quien se resignara a abandonar la parcela, vender las reses, clausurar el abarrote en medio de dos cerros para mudarse, almas expelidas por el famélico ángel de las crisis y los pocos pesos, a buscar cualquier trabajo en la ciudad.
—Esa vez los guachos me llevaron a Tamazula. Amenazaron con enviarme a las Islas Marías por unas plantitas que yo ni había sembrado. Don Lizandro le dio su palabra al teniente, me dejaron ir…
Yo tenía quince años, aún vivía en la ciudad entre la sierra y la costa que antes de la mayoría de edad dejé para sólo volver de cuándo en cuándo. Estaba aturdido, había estado lloroso. La tarde era seca y hostilmente calurosa, sin ningún viento aligerando la dureza del sudor.
—…me trepó en su camioneta. Viajamos en la pura oscurana, llegamos en la madrugada con el médico… Me había desangrado mucho pero la libré…
Veía acercarse e irse a hombres y mujeres, a jóvenes, viejos, rostros endurecidos por el sol y la pobreza. ¿Quiénes eran esas personas? No los conocía de cara, de algunos sólo había escuchado en boca de mis padres el apelativo o el recuento de un episodio más o menos olvidado, la nebulosa mención de un parentesco.
—¿Qué quieres? Así era tu padre: candil de la calle y oscuridad de la casa…
Mi amá fue solidaria, y realmente en demasía, con ese hombre que, de tan pródigo allá afuera, en casa fue siempre reacio a los lujos, desconfiado de los objetos y los dones de la vida urbana, como la televisión por cable o la psicología… Las paredes de la casa estaban casi desnudas, la sala consistía de tres sillones viejos de tonos pardos ya empalidecidos por el uso y la desgastante luz, y la casa era la misma austera construcción de dos plantas levantada en los cincuenta.
—Se sentía cada vez más agobiado por la crisis… A todos ayudaba y él no supo ir con nadie. Le hizo falta un Lizandro para él mismo…
¿De dónde le venía ese temple espartano? Fue el niño huérfano de padre que trabajó desde muy plebe y protegió e impulsó a sus hermanos menores para que, como allá se dice, salieran adelante.
Mis tías y tíos no pudieron estudiar hasta recibirse de una carrera universitaria pero sí pusieron un negocio, se casaron, prosperaron, tuvieron hijos con salud.
—…me hizo pasar malas tardes. Una vez le llevaron un chiquillo, lo miró y dijo: No, no es hijo mío. Pobre chamaquito: ¿qué culpa tenía? Todos allá parriba sabían lo que este condenado tuvo con la mamá del plebe, una buscona resbalosa de Sahuaténipa…
Pues no era un santo por supuesto. Mujeriego hasta la vejez, irascible y autoritario en sus peores ratos, también lo recuerdo en mi infancia a través de las penurias que de tarde en tarde le hizo padecer a mi amá, resignada en esas ocasiones a seguir con él a pesar de que más de una vez habría querido arrear con nosotros de arrimados a la casa del abuelo.
No me di cuenta de que era crítico literario sino hasta el día que otros me dieron ese nombre. Yo siempre me había visto como alguien que se dedicaría a escribir sólo cuentos y novelas.
Redacté por obligación una tesis en la Universidad que con cara de ensayo ganó un premio y se editó tiempo después en forma de libro. Cuando ya había cumplido 30 años, y nada más porque me urgía dinero, empecé a publicar reseñas de novedades literarias en una revista. Llevaba dos años en ese menester cuando, para mi desconcierto, una vez me hablaron de un suplemento cultural.
Querían entrevistarme, en tanto crítico, sobre el estado de la crítica en México.
—¿Y qué necesidad tienes de decir que ese libro es malo? —mi madre puso los brazos en jarras. Yo, treintañero de visita en su casa por vacaciones, estaba terminando de escribir una reseña que ya debía enviar al editor. Hacía mucho calor en la ciudad pero la casa era fresca gracias al aire acondicionado. Le dije que el libro no era malo sino pésimo.
—Es un insulto que lo hayan publicado, jefa, la verdad.
—Si el señor que lo escribió —tomó el ejemplar de la mesa—, si él piensa que es bueno, pues dale por su lado. Además —señaló la foto en la solapa—, tiene una cara de hijo de mala madre que para qué lo quieres de enemigo.
Varios colegas me habían avisado: “En este país un escritor no puede hacer crítica. Te va a perjudicar como novelista: enemigos, vetos, ninguneos…”
—A la gente le gusta vivir engañada —insistió mi madre, con los ojos muy abiertos, el gesto enfáticamente grave de quien teme no estar siendo tomada en serio—. Qué necesidad tienes de hacer enojar a ese pobre, ¿es su culpa escribir tan mal…?
Le dije: no tenía que ver con el autor, sólo con la obra; mi tarea era leer con exigencia para orientar a los lectores.
Alguien tenía que decirlo, siempre y cuando fuera con razones…
—Escribir crítica es una forma de hacer el bien —agregué ya sin entusiasmo, cayendo en cuenta de lo rumboso que me oía.
La respuesta vino para dejarme silenciado:
—Ay, mijo. Saliste igual que tu padre…
Quizá estaba muy con la prisa encima porque esa respuesta no se me quedó revoloteando. Tal vez la desoí por creerla insostenible. Lo que ocurría es que, a pesar de las historias de nobleza y sacrificio que se le asignaban aquí y allá a mi padre, durante los años que siguieron a su muerte fui engolfando un espeso rencor contra él, un pus inconsciente que me recorría las bisagras del cuerpo cuando recordaba su rostro grande y arrugado, la expresión seria y alejada de sus ojos cenizos.
Recordé la frase meses después, una tarde que iba saliendo por las escaleras del metro Coyoacán. El clima se sentía raramente templado luego de varios días de mucho calor en esa urbe de cielos contaminados y multitudes con prisa. Tan desapegado que soy con las cosas viejas, las ya pasadas —veinte años de vivir sin nostalgias en la capital, a más de mil trescientos kilómetros del lugar en que crecí—, esa ocasión no sé por qué iba pensando en mi padre.
O sí lo sé. En el vagón había visto entrar a una pareja de ancianos vestidos con ropa de manta. El hombre era alto y flaco, de profundas arrugas en su rostro moreno y alargado; la mujer, mucho más pequeña y de apariencia débil, iba tomada de su brazo izquierdo y repartía entre los pasajeros un breve papel con letras negras mientras él algo murmuraba de sequías y cosechas perdidas en la sierra de Hidalgo, hijos y nietos con hambre.
Nadie hizo caso. Al abrirse las puertas del vagón en Zapata, el viejo antes de salir se detuvo y me lanzó una mirada de encono, fugaz aunque concentrada, como si yo, en tanto hijo de mi padre, hubiera sido el único exigido en darle unas monedas.
Bajé en la siguiente estación. Iba a disgusto. Pensar en mi padre significaba encabronarme. Pero apenas empecé a tocar los escalones de la salida algo cambió. Ay, mijo. Saliste igual que. Hubo de repente algo en el cuerpo, un ímpetu de calor, una oleada a la altura del tórax. Una región del pecho saltó las vallas de los años, rompió toda atadura con el tiempo para encontrarse otra vez en las plenitudes de una variedad de instantes que la memoria había escondido. Cómo no detenerse, ahí en los escalones: era la medida exacta de la sensibilidad que había yo experimentado varias veces de niño.
Igual que tu padre.
Esto ocurría:
Cuando chamaco, enterarme de lo sensible y leal que era ese hombre con la gente me hacía nacer una pauta de risueño calor a la altura del pecho. Ese desprendimiento era una cosa natural en su conducta, pero yo lo vivía cada vez como un hecho extraordinario porque en el cuerpo mismo tenía resonancia. No era nada más algo que entendía o juzgaba: existía en la sensibilidad, un río plural de pequeños furores adorables, y contra eso el olvido, más aun la ingratitud, carece de privilegios o de fuerzas.
Y sin embargo —al subir los escalones pude verme como otro— lo que predominó contra mi padre mucho tiempo después de su fallecimiento fue el rencor, sí, pero habitando en los entresijos duros de la mente en los que se forma la visión que tiene uno de sí mismo. Fatalista, desconsiderado y pesaroso, un eterno adolescente que no se presume capaz de dar el paso próximo, por muchos años estuve viéndome vencido, incapaz desde la raíz para la vida adulta, los negocios del éxito, la intrepidez mundana. No me lo decía abiertamente, no lo sabía con todas sus palabras. La razón desde adentro era esta: mi padre decidió irse de nosotros dándole a sus respiros un balazo en la sien.
Y esa decisión de un anciano abatido, retractándose —con tan sólo atraer un gatillo— de cada paso audaz o temeroso de sus pies y cada amanecer visto y cada palabra dicha en un instante de ternura, de rabia o de asco me señalaba a mí con igual vehemencia, destinado a ser ya en adelante sólo un bulto sin arrestos para nada. El punto es ese: verse fracasar desde antes. ¿Por qué tan drástico?
—Tienes que brincarte tú —me dijo—. Yo no puedo, no alcanzo.
Estábamos en el parque Acacias, a cinco cuadras de mi departamento. Era una tarde fría, de cielos nublados con espesura. Apenas mi hija adolescente, con la seriedad que la ha definido desde más pequeña, tomaba una banca y abría un libro, mi hijo pequeño y yo empezamos a hacernos pases con el balón de futbol americano. Luego de unos minutos, él ensayó una patada de despeje que mandó el ovoide hasta una fuente rodeada por una reja de poco más de un metro de altura.
—¿Cómo que no puedes? Inténtalo —le puse la palma derecha en la espalda.
—¡Me voy a romper la cabeza si me caigo! —gritó llevándose las manos al cuello y moviendo la cabeza hacia un lado, con la lengua de fuera en un gesto histriónico.
¿Que qué vínculo podía haber entre la derrota del padre y el rencor del hijo? Era esto otra vez: lo dictaba el cuerpo. Puedo ver hacia atrás, y no sé de qué modo refutarlo: ha habido en mí dos seres, uno antes y otro después de la muerte de mi padre. A partir de su muerte, traer a la memoria su imagen me legaba de inmediato una sensación de plomo en el resuello al caminar, un hundírseme de piedras en el tórax y el estómago, una caída de vientos ásperos contra los hombros.
—Yo te sostengo, anda —lo tomé de los costados. Él hacía el esfuerzo de levantar su cuerpecito de siete años apoyándose en las manos, extendía la pierna derecha para pasarla sobre el barandal. Del otro lado de la reja, al pie de la pequeña fuente sin agua, se veía el balón amarillo con el dibujo de un sonriente Minion de un solo ojo.
Poco después de la muerte de mi padre —andaría yo por los quince, dieciséis años— decidí convertirme en escritor. Lo que no supe durante tanto tiempo, y lo descubrí con esa epifanía del metro Coyoacán, fue que había elegido dedicarme a escribir en realidad como una forma de sostener la herencia franciscana pero vencida de mi padre, con la intuición de que se trata de un oficio que en sus más altos ejemplos puede trasmutar la vida y liberar al mundo pero para el que, cómo negarlo, el atributo más urgente es el fracaso imbuido en las mismas células.
—¡Pa, me voy a caer! —gritó. Había llevado el cuerpo a una posición horizontal sobre la reja. Tenía la cara colorada y una expresión de miedo paranoide que en otras ocasiones le he visto—.
¡No me sueltes!
—Ve bajando las piernas —dije al tiempo que lo sostenía de la espalda.
Y aunque eso del fracaso y la escritura tantos autores lo han dicho (ya fácilmente suena a pose o a lugar común), acá lo viví mucho tiempo como si la única vocación posible para el hijo de un suicida fuera esa búsqueda en silencio de hacer hablar palabras, por más que depuradas, tensas o viscerales, sabiendo que nadie las espera ni requiere escuchar ni leer para seguir con sus vidas.
—¿Ya ves, pa? ¿Cómo se te ocurre lanzar tan lejos la pelota? —habló con un guiño pícaro, rozando la carcajada: se hallaba por fin de pie al otro lado del barandal, dio un salto elevando mucho las manos hasta caer a dos pasos del balón.
—¡Tú fuiste el que lo aventó hasta allá, loquillo! —grité con falso dejo de indignación protestando por el reproche injusto. Y se le desató más la risa.
Otro de los saldos fue caer en la cuenta de cómo por más que nos empeñemos en hacer creer a la escritura, en especial a la argumentativa, sólo como una actividad mental, en los hechos siempre se escribe desde las raíces del cuerpo.
Las modulaciones que se manifiestan en la página tienen relación con momentos fundacionales de cuya repercusión aún hoy somos inconscientes. Escribir seguiría una lógica compensatoria que envuelve no sólo el afán preciso y racional del neocórtex sino también las intermitencias de la sensibilidad, los incendios e inundaciones del hígado, el pecho, las angustias y hambres metafísicas de los mismos intestinos. No son estos solamente los motores de la escritura; son también sus derivas. Todo porque tenemos terminaciones nerviosas en el intestino delgado, una suerte de segundo cerebro que conecta la mente con la sede y médula de las emociones. En mi caso, ¿escribir algo pretendidamente útil —hacer el bien con la crítica— no era una forma de estar a la altura del ejemplo de mi padre? ¿Ansiaba volver a sentir esos momentos cálidos de cuando escuchaba elogios para su conducta protectora, ahora a través de una vocación literaria de servicio, vuelto un Robin Hood de la crítica dispuesto a defender al lector de los libros mediocres que empobrecen la lengua y la vida?
—¡Tienes dedos de mantequilla! —le grité—. ¡Dejas caer todos los pases!
—¡No todos, no es cierto!
Mi hijo corría, brincaba y lanzaba aullidos a la menor provocación. Como la temperatura había bajado, de vez en cuando se paraba, tosía dos o tres veces y luego retomaba las correrías, aunque, eso sí, no aceptó ponerse el suéter. Ante un bote alto de la pelota, le pegó con el pie derecho, y allá va de nuevo a caer el ovoide al pie de la fuente cercada.
—¡No puede ser, pata chueca!
Soltó una carcajada como si lo estuviera felicitando por una gracia. Se acercó a la valla. Tomó dos barrotes con las manos, dobló la rodilla derecha, elevándola. Llevé mis manos bajo sus axilas. Puso el pie sobre uno de los relieves en la valla, a cosa de medio metro del suelo.
Lo solté.
—Hazlo tú solo ahora, vamos —me mantuve a diez centímetros de su espalda.
Lo veía resoplar y mover el cuerpo hacia arriba. No pasó mucho tiempo antes de que dijera:
—¡Me voy a caer! ¡Agárrame!
Cerré los ojos.
No es que el afán de servicio se refiera sólo a escribir crítica. Toca también a las páginas de una novela o un relato. Aunque de entrada, claro, si dejamos la falsa modestia, ni cómo esconder que uno se enfrenta a la creación con las osadías de quien busca entregar obras trascendentes, auténticos desafíos al caudal de la lengua.
Eso suena rimbombante, claro. Pero significa esto: acá encerrado en casa desmenuzo pequeños infiernos particulares, historias nacidas de la imaginación de las vísceras a las que aspiro volver trasmutaciones inquietadas del caos de nuestro tiempo y de la complejidad del hacer humano, ficciones que enérgicamente aborden al lector, que lo interpelen y le viren la visión del mundo hacia una postura insobornablemente crítica ante la realidad. ¿Cómo querer aislarse, cómo pedir silencio mientras lees y escribes en una biblioteca, si las paredes que rodean los anaqueles están siendo derribadas a bazucazos?
Porque, frente al encierro de la escritura, ¿qué hay? Guerras, masacres, desastres, vilezas e infortunios radicales para mujeres, viejos, niños y hombres de tantas latitudes, historias de dolor y debacle en las que el mundo sigue su voraz viraje hacia la destrucción y la pérdida, existencias en las que ni mi padre, ese héroe mítico de la compasión, podría haber intervenido para evitar la miseria y el sufrimiento. ¿Cómo cambiar todo esto a través de la escritura, si las posibilidades de que cualquier prosa transforme por dentro a un lector, ante el ruido frívolo y numeroso del mundo y sus escándalos, son ya de por sí escasas?
—¡Por qué me soltaste!
Sentí la espalda de mi hijo caerme velozmente sobre las rodillas.
Se llevó las manos al pecho.
—¡Me duele mucho! —lloraba y gritaba, la cara roja, los alaridos agudos haciéndome sentir una miseria en el tórax, una alambrada de congoja fría.
Se levantó la playera y vi dos raspones sanguinolentos a la altura del esófago.
—¿Cómo te hiciste eso? No entiendo…
—¡Me arde! ¡Me resbalé!
—Tú podías brincarte solo —endurecí la voz—. Ya estás grande…
—Tú me debías cargar, ¡todavía no alcanzo! —me abrazó de la cintura con desesperación, tallándose la cara con mi camisa.
Lo cargué y pasó los brazos rabiosamente en torno de mi cuello, apretó las manos alrededor de mi espalda, se agarró de mi cintura con las piernas. Seguía llorando. El corazón le latía contra mi pecho con un frenesí angustioso. Fue como si ahí, en el pecho, se me hundieran las heladas huellas de un animal herido.
¿Que nadie pide a un libro de cuentos conseguir la paz mundial? Los tiempos del arte literario son otros ciertamente, los de la lentitud y la posibilidad de iluminar mentes y sensibilidades de un futuro invisible, incierto. Sólo consigno mi perplejidad y angustia: el reto de origen, el ímpetu de emulación a la imagen altruista de mi padre exige una repercusión ahora, en el presente, y por eso la escritura nunca me ha conquistado una real, irrefutable satisfacción. Pues no hay manera, ni con la imaginación de ficciones apocalípticas ni menos aun con el razonamiento de críticas ilusoriamente justicieras, de sobornar al cuerpo haciéndole sentir ese grato calor en el pecho que en mi infancia avivaban los hechos reales, poderosos, de un hombre muerto hace ya casi un cuarto de siglo.
*Este texto pertenece al libro Crítica y rencor, de próxima publicación en el sello Cuadrivio.
*ILUSTRACIÓN: Leticia Barradas.
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