René Avilés Fabila, un apasionado del cuento

Oct 15 • destacamos, principales, Reflexiones • 5190 Views • No hay comentarios en René Avilés Fabila, un apasionado del cuento

POR GUILLERMO VEGA ZARAGOZA

@tundeteclas

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A René Avilés Favila (1940-2016) le gustaba considerarse sobre todo cuentista, más que cualquier otra cosa, a pesar de haber cultivado una amplia obra que incluyó novelas, crónicas, memorias, ensayos y artículos. Debutó en el género con un libro notable, Hacia el fin del mundo, publicado en 1968 por el Fondo de Cultura Económica, donde ya están presentes sus obsesiones y preocupaciones temáticas y formales: lo realista, lo fantástico, lo amoroso, lo vanguardista, lo satírico, la crítica social. Durante su larga trayectoria escribió la friolera de más de 400 cuentos, muchos de ellos breves y brevísimos, de 10 líneas o de una página, y muchos menos de más de 25 cuartillas.

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Los cuentos de ese primer libro los pulió en el célebre taller de Juan José Arreola, donde coincidió con su entrañable compañero de armas y de pluma, José Agustín. Esta cercanía fraterna fue, quizá, la que hizo que desde entonces y hasta el día de su muerte se le considerara como militante de lo que hasta la fecha se conoce como “Literatura de la Onda”, difusa categoría que institucionalizó Margo Glantz en su antología Onda y escritura en México: jóvenes de 20 a 33 (1971).

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A la pregunta de si se consideraba parte de la Onda, Avilés Fabila le respondió a Reinhard Teichmann en 1987: “No. Yo lo he rechazado siempre. No hay ningún autor de esa época que acepte ser de la Onda por una razón muy sencilla: porque Margo Glantz dio esta definición de una manera muy superficial, sin tomar en cuenta la totalidad de los autores de esa época ni sus obras. Son trabajos muy variados y muy ricos, aunque no eran todavía muy conocidos, y me parece que lo que Margo hace es algo muy simple, muy simplista, muy tonto”.

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Otro aspecto que distrajo la atención crítica de la labor cuentística de Avilés Fabila fueron sus novelas, sobre todo las dos primeras, que levantaron ámpula por aspectos extraliterarios: Los juegos (1967) y El gran solitario de Palacio (1970). La primera fue rechazada por los editores que se la encargaron en un principio (Rafael Giménez Siles y Emmanuel Carballo) que “se escandalizaron por el lenguaje áspero y la crítica a intelectuales y políticos de la época”, por lo que el autor decidió publicarla por su cuenta.

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En efecto, de manera satírica y con lenguaje y forma libérrimos, Avilés Fabila hace en Los juegos “un conjunto de retratos morales del jefe cultural y del grupo de intelectuales y artistas que se apropiaron del poder simbólico y económico de las instituciones culturales de México en la segunda mitad del siglo XX”, como ha señalado Roberto Martínez Garcilazo; además de ser una descripción detallada de los mecanismos de producción y legitimación cultural, la novela es una doble exhibición del funcionamiento orgánico del sistema político mexicano: de las estrategias de grupo para la configuración del canon literario, y de los procedimientos del Estado mexicano para controlar, financiar y asimilar a su proyecto a los intelectuales.

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Los aludidos acusaron rabioso recibo: lo condenaron y exiliaron de espacios, premios y canonjías; no obstante, con habilidad, constancia y trabajo, Avilés supo abrir y construir sus propios espacios, y siguió publicando a contracorriente su obra literaria.

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Luego, en El gran solitario de Palacio, Avilés Fabila arremetió contra la sacrosanta institución presidencial, como consecuencia de los acontecimientos del movimiento estudiantil de 1968 que culminaron en la matanza de Tlatelolco. Graduado en Ciencia Política en la UNAM y La Sorbona, y simpatizante entonces de la ideología marxista, Avilés Fabila utilizó las armas de la ficción para diseccionar el esquizofrénico comportamiento de la clase gobernante, sintetizada en la figura de un avejentado caudillo que deambula por los pasillos del Palacio Nacional. En aquel entonces tal osadía implicaba riesgos mayúsculos, por lo que ningún editor nacional se atrevió a publicarlo, por lo que primero salió en Argentina y hasta años después en México. A pesar de ello, sigue siendo ampliamente leído y comentado.

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El tema político nunca desapareció de sus preocupaciones, como se demuestra en Nueva Utopía (y los guerrilleros) (1973), y Memorias de un comunista (maquinuscrito encontrado en un basurero de Perisur) (1991). Además, escribió otras tantas novelas, como Tantadel (1975) y La canción de Odette (1982), amorosos retratos de mujeres seductoras, misteriosas y excepcionales, que, sin duda, se contaban entre sus preferidas, pues las publicó varias veces juntas en un solo volumen, y la que puede ser considerada su mejor novela, ya en plena madurez vital y creativa: Réquiem por un suicida (1993), donde explora “el único problema filosófico verdaderamente serio”, como dijera Albert Camus.

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Paralelamente, Avilés Fabila permaneció fiel al género del cuento, con más de 25 libros, entre colecciones y antologías, como La lluvia no mata las flores (1970); La desaparición de Hollywood (y otras sugerencias para principiar un libro) (1973), Fantasías en carrusel (1978); Lejos del Edén, la Tierra (1980); Los oficios perdidos (1983); Todo el amor (1995); Los fantasmas y yo (1985); Cuentos de hadas amorosas y otros textos (1988); Los animales prodigiosos (1989); Borges y yo (1991); El bosque de los prodigios (2007), y El evangelio según René Avilés Fabila (2009). En esta amplia producción, se expresa el aliento amplio y ambicioso de la gran literatura y sus temas: el amor y el deseo, la vida y la muerte, lo cotidiano y lo fantástico. Todo ello lo abrevó de sus maestros: Poe, Arreola, Borges, Sabato, Torri, Kafka, Sade, Quiroga, Rulfo, Revueltas…, y se convertiría en precursor y referencia obligada del ámbito de la minificción en nuestro país.

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Como buen oficiante del género, Avilés Fabila aventuró su propia teoría y práctica del cuento. Entresaco sus elementos de la entrevista que le hizo Mempo Giardinelli en 2001: “Para mí el cuento es simplemente atrapar algo que me gusta. Cazar una anécdota o una parte de la anécdota; reproducir un diálogo; reconstruir una mini situación. Y cuanto más reducida sea la historia aprehendida, más me satisface… Me interesa especialmente una prosa muy ceñida, donde evito incluso todo tipo de metáforas… De lo que se trata, para mí, es contar una historia lo más rápidamente posible, yendo hasta su desenlace que debe ser sorpresivo. Como en la definición francesa: se trata de un pedazo de vida, el más intenso…”.

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FOTO: René Avilés (izquierda) pulió sus primeros cuentos en el taller de Juan José Arreola, donde se formó como narrador al lado de José Agustín. / Cuartoscuro

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