Repoblar el despojo

Ago 3 • Lecturas, Miradas, principales • 4229 Views • No hay comentarios en Repoblar el despojo

POR ALFONSO NAVA

 

Maurice Blanchot nos anticipaba, en su relato “El último hombre”, la reflexión sobre el destino de la literatura: no más personajes, no más tramas elaboradas, ni siquiera el hombre desnudo en medio de ese despojo. Sería la palabra donde se manifestaran conceptos y abstracciones. Nabokov hablaba de los lenguajes prestados de Kafka (de la ciencia, del derecho) como códigos donde lo humano se expresa sin cortapisas. Al traste, así, centurias de literatura descriptiva y tradiciones naturalistas: el grueso de la realidad pasa por órdenes de pensamiento más que de percepciones materiales: una ley condensa en pocas líneas una posibilidad moral, su implicación y su sanción, como en una ecuación o un verso. No se describe: se hace manifiesto.

 

Para Walter Benjamin esta posibilidad sería la catástrofe del arte literario. El riesgo, según consigna, es una literatura hecha sólo de (en su propio dicho) juegos de palabras flexibles y agonísticos. Lo que ha seguido, en cuanto a las obras grandes que han sobrevivido la catástrofe, es evitar toda frontera moderna dejando en el centro al hombre, sin más. “Dadme al hombre”, señala Saul Bellow en una de sus novelas, haciendo una mitad apología mitad pitorreo de Tolstoi, en una pieza donde la acción sólo ocurre en el pensamiento de su personaje (Herzog, 1964). La realidad y su consignación tienen en el centro a un personaje que ha recompuesto toda coordenada de la vida en una serie de indicadores de necesidad, ordinariedad, relaciones productivas y delirios afectivos.

 

La construcción de un mundo y sus posibilidades, expresadas a través de una ética de la acción, es logro de tres libros que comentaré.

 

1. Historia de mis dientes, de Valeria Luiselli, es un caso extremo. La autora abandona toda frontera y concesión, incluso con el riesgo de fallar.

 

El libro narra la historia de Gustavo Sánchez Sánchez, alias Carretera, un personaje lumpen oriundo de Ecatepec (zona con problemas urbanos y sociales inabarcables) que encuentra en el arte de cantar subastas su vocación y en hacerse de una dentadura perfecta su gran ambición. La premisa es audaz: ¿cuáles son las posibilidades entre el inicio y lo subsecuente? El riesgo es grande: desentramar un escenario a todas luces inverosímil frente a los referentes que tenemos, presenciales e imaginados. Un mundo de ese tipo exige un registro claro que nos vincule con esa realidad, y un abordaje que no podría ser otro que el satírico, o de plano el absurdo.

 

Por principio, la intención satírica tiene siempre sobre su nuca la guillotina amenazante del desborde, y del desborde a lo grotesco (que no es necesariamente un defecto) y de allí a lo inverosímil la frontera es pequeñísima. Pero la autora juega bien su juego: entra al universo sin titubeos y lo sostiene gracias a lo que piensa y dice Carretera, sustentado en un efectivo sentido de oralidad que, además, se modifica junto con el personaje: con su actuar, con su experiencia, cambia el habla también, sin que el universo y el trazo original del personaje queden traicionados.

 

Cuando la amenaza de lo inverosímil se cierne más, la autora avanza nuevamente sin titubeos. No obstante, las mezclas y correspondencias con el mundo libresco desacralizado que dibuja (un vecino de Carretera se llama Julio Cortázar; un compañero de trabajo se llama Joselito Vasconcelos; una fonda es atendida por un don Jorge Ibargüengoitia, etcétera) pueden resultar chocantes o chistes locales, guiños de la autora a sus amigos. Pero el universo de Carretera, desde esa voluntad satírica, no se desdibuja.

 

Quizá allí el problema es: ¿a dónde nos lleva ese subtexto de la constelación literaria que recorre la obra? Para mi gusto, hay allí un capricho innecesario. O una audacia con poca fortuna. Si podemos conceder y entrarle a la suspensión de la incredulidad en el tránsito de Carretera de vendedor de jugos a subastador famoso, las referencias subsecuentes son, más que oportunidades de la audacia, más que riesgos bien asumidos, caprichos, o cuando menos divertimentos llanos.

 

Aunque Carretera por sí mismo y su universo funcionan, lo que los traiciona son las florituras extra. Llegado al último capítulo, la maravilla de Carretera (su talante aspiracional, su hijo en abandono, sus arrepentimientos y ajustes morales, que además se corresponden no sólo con el arquetipo sino con el ideario lumpen) se diluye y termina por parecer un incidente en medio de un cúmulo de ocurrencias.

 

La audacia termina quitando del foco a Carretera y vence, en última instancia, el falso dilema: la apariencia gana, el formato se come al hombre en cuya mente veíamos el universo de la novela y los dientes (ese McGuffin fabulosamente usado para llevarnos a otros ámbitos de reflexión) también se pierden de tanta apertura de boca. Y el apéndice fotográfico del final es el último clavo: vemos las costuras del universo lumpen como si se buscara un refuerzo contra lo que ya llegó a ser inverosímil.

 

2. En el sentido de oralidad, en la recreación más que fidedigna de un personaje y su universo, opera con pulcritud y eficacia Puertas demasiado pequeñas de Ave Barrera. Aquí, la exigencia de los personajes ya fincados y del universo en despliegue vencen a todo capricho: la mano de la autora luce desaparecida.

 

La trama inicia con una escena de aparente suicidio, uno que no se consuma, del pintor y falsificador José Federico Burgos.

 

Con amplio talento narrativo (timing, ritmo, manejo de secuencias, sentido de oportunidad) la trama avanza entre esa forma desfachatada y cínica de los personajes de Raymond Chandler, donde el actor principal avanza con una suerte de cinismo o con una ingenuidad revestida de todaslaspuedo, aunque una amenaza se cierne entre las sombras, una fuga de violines al fondo. Aquí no hay audacias: la trama avanza y se corresponde siempre de manera fiel; se desteje con naturalidad entre chispazos de humor propios de este personaje pintor que, de entrada, tiene un nivel de compromiso con el arte sólo a partir de la réplica (y allí la autora vierte una crítica que opera dentro de la obra, como dice George Steiner que ha de contener toda obra que se precie).

 

Con naturalidad narrativa, Barrera logra que a pesar de que todo parece resuelto siga latiendo la incertidumbre, una amenaza que no se apaga y que en adelante siempre será motivo de inquietud para el pintor que vuelve, luego de un intento de fuga, a la escena del crimen.

 

Hay un momento en la novela en que se ensaya una circunstancia que configura ese sentido de la obra que se critica a sí misma. Luego de que Burgos replica la obra (titulada La Morisca) con impecable ejecución técnica, el personaje que comisionó la pieza, el anticuario Horacio Romero, encierra al pintor no como castigo sino para infligirle un sentido de urgencia e involucramiento que le permitan copiar la pintura ya no con perfección ejecutiva, sino en la imperfección más cercana al impulso creador originario. Sospecho que la propia novela se debate en esos términos: una trama que avanza perfecta, cumpliendo casi puntualmente arquetipos del más depurado género de misterio (las descripciones justas, el conocimiento de materiales para la plástica, de conceptos vinculados al coleccionismo, de la recreación de pabellones y espacios que pueden configurar un rincón de crimen o persecución) y despeñándose a la vez en los desplazamientos erráticos del pintor Burgos en un laberinto autoconstruido.

 

En reseñas que están a la mano en la red se le celebra a la autora el que haya recreado con mucha pericia una voz masculina verosímil y ajustada. Yo más bien considero que, fuera de géneros, lo que configura es a una entidad atrapada: pone a Burgos en una trampa para hamsters y, sin traicionar su universo y talante, lo pone a hacer maniobras desesperadas. Allí, el universo queda plenamente cumplido, los plazos y sentencias llegan a tiempo, y sobre todo hemos visto los desplazamientos de un hombre en ruinas, sobre el cual el foco nunca se pierde.

 

No obstante, la perfección de la trama desmerece en tanto se aproxima al final, en secuencias precipitadas donde aparecen situaciones que parecen ajenas al engranaje muy bien ajustado de la historia: el coleccionista resulta implicado en asuntos de tráfico de drogas; un homeless resulta ser el dueño de La Morisca y de la casa, y una atracción casi mística por el lugar y por la propia Morisca terminan frustrando la fuga de Burgos, junto a la aparición alucinante de Luis Barragán a medio camino, provocándole dar vuelta atrás. De pronto aparecen fantasmas y narcos en una novela que parecía tener un universo diferente.

 

3. Cuando todo el mar, de Gabriel Ledón, es el despojo total. Vemos desfilar personajes, lugares, cosas. Sus referentes están en la realidad material, advertimos sus fuentes, pero el mundo al que nos remiten ‘no es de este mundo’: Ledón plantea desde lo más cercano posible lo que podríamos admitir como pura acción mental. Un no ocurrir de las situaciones, en todo caso un transcurrir intelectivo. Puestas así las cosas, todo se vuelve posible: las apariciones, las evocaciones, las entradas fantasmagóricas, las secuencias fuera de linealidad de espacio y tiempo.

 

Se podría pensar que las situaciones ocurren desde una evocación trastocada, afectada. Su desarticulación va más allá de la referencialidad material: desde el inicio, cae la sensación de que no estamos en escenarios reales sino en climas, en temperaturas, y que son ellas las verdaderas voces del libro. Pongámoslo así: una persona (y esta categoría de género la advertimos por los nombres usados, pero podría ser cualquier ente) evoca un viaje vacacional que culminó en una escena de la que, al final, no sabemos con claridad si culminó con una pérdida trágica. Hay un juego de cruces entre ficción y realidad en que no advertimos si lo que ha perdido la voz que narra es un hermano, un amante, un amigo. Hay una figura y un juego de evocaciones que se deriva en una neblina cercana al concepto de acedia, término con el que se identificaba un estado antecesor de la melancolía: pereza del corazón. Allí estriba la afectación de los procesos mentales, allí naufraga, y sin perder ese registro avanza Ledón, en una prosa que de pronto levanta vuelos poéticos.

 

La pieza se articula en un formato que podríamos asociar al collage. Vemos viñetas, algunas postales con las que no se avanza más. Vemos, por ejemplo, a una mujer, la Morena, que, aunque central en la trama, sólo es expuesta en unos trazos. Por ejemplo, se habla de su belleza, de sus hábitos, y de allí se nos indica, casi como única seña biográfica, que fue violada en la costa donde trabajaba. Con todos los personajes se da ese juego sinecdótico: un trazo nos quiere dar nota completa del aliento trágico, circunstancial o definitorio. Aparte de estas viñetas, el texto se compone de digresiones, el elemento nuclear del libro.

 

Pero el juego no es sencillo. Esa composición abre hilos que después parecen ya no entretejerse. Los términos no se tocan y al final tenemos lo que pareciera una colección de delirios a los que falta integridad. Pongamos que el autor así lo concibió, con los riesgos asumidos. Pero la exposición, sin integridad nuclear, da la impresión final de que hay demasiada dispersión que sólo se guía por la evocación de un viaje (y el regreso, doce años después).

 

Vuelvo a Herzog, un libro compuesto con la misma vocación (Coetzee lo llegó a calificar como una continuación refinada del monólogo interior joyceano), donde este collage de digresiones lleva una dirección. Cuando todo el mar no siempre parece tenerla. Vocalizar el desorden es mérito grande, como lo hemos visto en piezas como Nuestra señora de las flores de Genet, y pareciera que Ledón se propone un objetivo similar. Pero mientras en esta o en la novela de Bellow las pinzas se cierran y el desorden establece su propia lógica, Ledón muchas veces parece quedarse en retazos. Allí su naufragio en tanto pieza, quizá, pero, ¿no acaso también componemos la vida, cuando la recreamos, a partir de piezas sueltas? Con una inquietud que no termino de resolver, me queda la incertidumbre de si esa composición desarticulada no es en sí misma la pinza que se cierra en esta novela.

 

Ave Barrera, Puertas demasiado pequeñas, UV, Xalapa, 2013.

Valeria Luiselli, La historia de mis dientes, Sexto Piso, México, 2013.

Gabriel Ledón, Cuando todo el mar, Conaculta, México, 2013, Fondo Editorial Tierra Adentro.

 

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