Retrato de un artista rebelde

Jul 8 • destacamos, principales, Reflexiones • 10834 Views • No hay comentarios en Retrato de un artista rebelde

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Quiero en el arte de mi país anchas carreteras que nos lleven al mundo”, escribió José Luis Cuevas, dibujante y grabador de excelencia, enfrentándose a la cultura oficialista y nacionalista de su época. Presentamos un perfil de este artista mexicano, de trazo infinitamente tierno y brutalmente violento, lector de Dostoievski, Kafka, Quevedo y el Marqués de Sade, que lo mismo se inspiró en personajes marginados que en la magnificencia de su ego

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POR ANTONIO ESPINOZA

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desde el fondo del tiempo

desde el fondo del niño

cada día

José Luis dibuja nuestra herida

Octavio Paz, “Totalidad y fragmento”

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8 de junio de 1967. En la esquina de Londres y Génova, en la Zona Rosa, una multitud impaciente espera que inicie el acto. Se trata de la inauguración del Mural Efímero de José Luis Cuevas, el joven artista rebelde que de tiempo atrás se confrontaba con los muralistas. Ahora atacaba a sus enemigos con una obra que satirizaba las pretensiones de continuidad del muralismo. El happening del artista provocó una gran expectación entre los asistentes y fue ampliamente comentado por la prensa nacional y extranjera. En su crónica del evento, Carlos Monsiváis escribió: “Cuevas, desde lo alto, contempla a la multitud. El tiempo de la develación, de la revelación. El Mural Efímero va apareciendo ante la sorpresa, la ira, el relajo, el asombro. Allí están los grandes trazos de Cuevas, desafiando, incitando. La gente aguarda algo especial, música o discurso, la diversión que se prolongue. Cuevas permanece un instante más. Desaparece. Los curiosos se desconciertan, se decepcionan. Nunca se les hubiese ocurrido que un mural efímero fuese simplemente un mural” (Días de guardar, Era, 1982).

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Un mural está hecho para perdurar “por siempre”, insertado en un complejo arquitectónico, dentro de una ciudad. Pero Cuevas dice que no, que el suyo es efímero y que sólo mantendrá su condición de obra de arte mientras no sea destruido. El Mural Efímero fue un acto simbólico y provocador. Un escupitajo más del joven artista en la cara del nacionalismo artístico. Cuevas tenía entonces 36 años y un gran talento que lo había encumbrado. Alejo Carpentier, Beatriz de la Fuente, José Gómez Sicre, Margarita Nelken, Leslie Judd Portner y Philippe Soupault, habían escrito textos elogiosos sobre su obra. Pero quien más se entusiasmó con su trabajo fue Marta Traba, quien lo consideró el mejor dibujante del continente y uno de los mejores del mundo. Traba lo incluyó en su libro Los cuatro monstruos cardinales (Era, 1965), junto a Francis Bacon, Jean Dubuffet y Willem de Kooning. En otro de sus libros, Los signos de la vida (FCE, 1975), la célebre crítica de arte trazó un paralelo entre Cuevas y Francisco Toledo.

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Grabado al aguafuerte, aguatinta y punta seca, P/A. Primer grabado de 1947

El enemigo

Tras su regreso al país y ante la derrota comercial de los pintores mexicanos en Estados Unidos con la irrupción del expresionismo abstracto, David Alfaro Siqueiros llamó a sus colegas a cerrar filas para asegurar el único mecenazgo que parecía seguro después de la debacle: el mecenazgo estatal que les favorecía de tiempo atrás. Pero el maestro fue más allá y en su famoso panfleto No hay más ruta que la nuestra, publicado en 1945, asumió una postura doctrinaria, que revela su cerrazón dogmática, a favor de un arte político e ideológico como el único válido y legítimo. Siqueiros se pregunta en su libro por el futuro del arte. Afirma que al fin del Renacimiento inició un largo período de decadencia para el arte y aunque hubo períodos que lo intentaron salvar (el “proclasismo” de David a Ingres o el de Cézanne a Picasso), no fueron exitosos; se quedaron en capítulos de brillantez individual que no tocaron el tema nodal del arte: su papel dentro de la sociedad. Así, sólo queda: “el movimiento pictórico mexicano, que ha tomado la ruta adecuada, la ruta objetiva, aquélla que busca el nuevo clasicismo, el nuevo realismo, desiderátum teórico del artista moderno, a través de la reconquista de las formas públicas […] es sin duda alguna la única y posible ruta universal para el próximo futuro” (No hay más ruta que la nuestra, Talleres Gráficos de la Nación, 1945, p. 62).

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Presidiario. Retrato del natural, 1977. Pluma, tinta y acuarela.

Contra esta postura cerrada y dogmática se rebeló José Luis Cuevas desde los años cincuenta. Sus burlas a las pretensiones del muralismo y sus pronunciamientos contra el nacionalismo artístico, se centraban fundamentalmente en la figura de David Alfaro Siqueiros. En una caricatura de 1958, Cuevas imagina a Siqueiros como un ser monstruoso, un engendro con cabeza descomunal, sin cuerpo y con dos patas deformes que terminan en garras; el monstruo porta una cachucha que lleva inscrita la palabra “CORONELAZO” (sobrenombre del muralista) y se encuentra parado sobre las tumbas de José Clemente Orozco y Diego Rivera. A un lado de las tumbas, una fosa y una pala esperan el próximo cadáver que será sepultado: el monstruo Siqueiros. Remata el dibujo una exclamación: “¡NO HAY MÁS RUTA QUE LA NUESTRA!” La ruta, previsiblemente, es la muerte.

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¿Ruptura?

En su célebre ensayo “Tamayo en la pintura mexicana” (1950), Octavio Paz utilizó el término ruptura para referirse a la labor de los pintores que rechazaron el arte ideológicamente comprometido de su tiempo. El poeta llamó ruptura a la “respuesta aislada, individual, de diversos y encontrados temperamentos”, entre los que se encontraban Julio Castellanos, María Izquierdo, Agustín Lazo, Carlos Mérida, Carlos Orozco Romero, Manuel Rodríguez Lozano y el mismo Tamayo. Según Paz, “a todos los impulsaba el deseo de encontrar una nueva universalidad plástica, esta vez sin recurrir a la ‘ideología’ y, también, sin traicionar el legado de sus predecesores: el descubrimiento de nuestro pueblo como una cantera de revelaciones. Así, la ruptura no tendía tanto a negar la obra de los iniciadores como a continuarla por otros caminos” (“Tamayo en la pintura mexicana”, en México en la obra de Octavio Paz. III. Los privilegios de la vista, FCE, 1987, pp. 323-334). Fueron los creadores mencionados, en efecto, quienes junto con algunos extranjeros llegados a México entre 1939 y 1942 (Leonora Carrington, Wolfgang Paalen, Alice Rahon y Remedios Varo), iniciaron la renovación de nuestra pintura.

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El término ruptura, acuñado por Octavio Paz, acabó definiendo a una generación posterior de artistas plásticos, los jóvenes que en los años cincuenta del siglo pasado se sumaron a las corrientes plásticas internacionales y se rebelaron abiertamente contra el nacionalismo tardío: Lilia Carrillo, José Luis Cuevas, Francisco Corzas, Manuel Felguérez, Fernando García Ponce, Alberto Gironella y Vicente Rojo, entre otros. Frente al arte ideológico patrocinado por el Estado mexicano, los jóvenes rebeldes opusieron una pluralidad de expresiones vanguardistas como propuestas de una nueva pintura mexicana. Con estas armas iniciaron la lucha contra un arte nacionalista agotado y caduco, que había visto pasar sus mejores años para convertirse tan sólo en un discurso plástico retórico. Con el tiempo, aquellos artistas serían conocidos como los exponentes de la llamada Generación de la Ruptura.

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La historiadora del arte Rita Eder fue la primera en apropiarse del término ruptura para definir a la generación artística mencionada (“La ruptura con el muralismo y la pintura mexicana en los años cincuenta”, en Historia del Arte Mexicano, SEP/INBA/Salvat, 1982). El término se consagró hasta que se realizó la exposición Ruptura. 1952-1965 en el Museo de Arte Carrillo Gil en 1988. La muestra presentó a José Bartolí, Gunther Gerzso, Mathias Goeritz, Carlos Mérida, Wolfgang Paalen, Juan Soriano y Rufino Tamayo, como antecedentes de la Ruptura. Y como artistas “rupturistas”: Lilia Carrillo, Arnaldo Coen, Pedro Coronel, Francisco Corzas, José Luis Cuevas, Enrique Echeverría, Manuel Felguérez, Fernando García Ponce, Luis López Loza, Vicente Rojo, Francisco Toledo, Vlady, Roger Von Gunten y Héctor Xavier. Acompañó a la exposición un catálogo muy bien ilustrado que incluyó textos de Jorge Alberto Manrique, Manuel Felguérez, Carlos Monsiváis y la misma Rita Eder. Incluyó también textos ya publicados de Luis Cardoza y Aragón (de su libro: México. Pintura activa, México, Era, 1961), José Luis Cuevas (“La cortina de nopal”, 1958) y Juan García Ponce (“Confrontación 66”).

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A partir de aquella exposición, el término paciano se integró al lenguaje de la crítica y la historiografía para definir a una generación de pintores jóvenes que en un momento se rebelaron contra el nacionalismo artístico y, como lo hicieron algunos de sus antecesores, “rompieron” con ese tipo de arte. La muestra reveló un supuesto consenso dentro del medio académico y entre los mismos artistas implicados. Todo parecía estar bien claro: hubo pintores “prerrupturistas” y pintores “rupturistas”, autores que no comulgaron con la idea del arte comprometido políticamente y decidieron transitar por otros caminos, más vanguardistas. Esta idea se mantuvo vigente durante muchos años. Incluso, en el año 2002, se realizó en el Museo José Luis Cuevas una exposición conmemorativa por los cincuenta años de la Ruptura…y así precisamente se llamó la muestra.

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Si bien la revisión crítica del término ruptura se inició un poco antes, considero que la voz crítica más atinada al respecto es la de la historiadora del arte Ana María Torres, quien en el año 2003 se doctoró en la Facultad de Filosofía y Letras con la tesis: Identidades pictóricas y culturales de Rufino Tamayo, de 1920 a 1960, en la que analiza la obra del maestro oaxaqueño desde una perspectiva de continuidad y no de ruptura con el arte de la época. Poco tiempo después, como editor de Discurso Visual, revista digital del Cenidiap, le pedí a Ana María un texto sobre la Ruptura para que fijara puntualmente los cuestionamientos que había adelantado en su tesis. En el artículo “¿Ruptura?” la historiadora califica de “confuso” el término paciano, pues si la ruptura es continuidad, ¿con qué se rompe?, se preguntó ella. Además, si los pintores que no se sumaron al muralismo pretendían buscar otros caminos, ¿cuáles eran éstos?, cuestionó también la autora.

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En su texto Ana María Torres señala lo inexacto que resulta el término ruptura para referirse a los jóvenes vanguardistas de los cincuenta. Afirma categórica que ellos no pudieron “romper” con el muralismo porque nunca se identificaron con dicho movimiento y tampoco rompieron con la Escuela Mexicana de Pintura porque no pertenecieron a ella. Para Ana María, la postura de Cuevas y los demás jóvenes rebeldes “fue de rechazo y crítica y no de ruptura”. Apunta: “Quizá sería conveniente identificarlos con el nombre de ‘independientes’, término que ellos mismos utilizaron y que explica mejor su actitud de autonomía y la defensa de la libertad de expresión como bandera política. De alguna manera lanzaron una crítica en contra del monopolio artístico comandado por las ‘grandes’ figuras y denunciaron la unilateralidad de las políticas culturales por no apoyar la diversidad artística, aunque al mismo tiempo continuaron con algunos aspectos y reflexiones iniciadas en los años posrevolucionarios” (“¿Ruptura?”, en revista digital Discurso Visual, julio-septiembre de 2004. http://discursovisual.cenart.gob.mx).

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Lo que se dio en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado fue un amplio movimiento cultural que se realizó a contracorriente de la cultura oficialista y nacionalista de la época. Los protagonistas de esa etapa heroica fueron actores, cineastas, escritores, escultores, fotógrafos y pintores que revolucionaron el mundo cultural con nuevas propuestas a menudo radicales y estrategias interdisciplinarias que desafiaban abiertamente el sistema de valores imperante y el autoritarismo del régimen posrevolucionario priísta y su tan celebrado “desarrollo estabilizador”. En un escenario histórico en el que la cultura tenía que ser obligadamente nacionalista y la aspiración nacional era supuestamente la modernidad, aquellos autores vanguardistas crearon nuevos lenguajes para cuestionar la cerrazón del régimen, su monopolio cultural y los mitos que lo sustentaban.

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Autorretrato página de estudio para intolerancia. 1983. Dibujo a tinta china, aguada y acuarela sobre papel colibrí.

La cortina de nopal

Nacido en la Ciudad de México el 26 de febrero de 1931, José Luis Cuevas se reveló desde niño como un espléndido dibujante. Realizó su primera exposición individual en la Galería Prisse (1953) y contaba apenas con 20 años de edad cuando expuso en la sede de la Unión Panamericana de la OEA (Washington). En 1955 conoció en París a Picasso, quien adquirió dos obras suyas. A su regreso a México inició, junto con otros artistas, una campaña para el reconocimiento del arte que no se ceñía a los moldes de la Escuela Mexicana de Pintura. Sus primeros dardos periodísticos datan de 1958. El 2 de marzo de ese año publicó en el suplemento México en la Cultura del diario Novedades, dirigido por Fernando Benítez, una carta que apareció bajo el título: “Cuevas ataca el realismo superficial y regalón de la escuela mexicana”, como respuesta a un texto de Andrés Henestrosa. Raquel Tibol, apologista entonces del arte nacionalista, publicó una semana después: “Respuesta a la carta de Cuevas”, en el mismo suplemento cultural (9 de marzo).

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Otro dardo cuevista se publicó en México en la cultura el 8 de abril de 1958. Fue una carta que Cuevas escribió desde Nueva York a Benítez para que se publicara. La carta fue cabeceada en grandes caracteres de la siguiente manera: “Cuevas, el niño terrible vs. Los monstruos sagrados”. En ese texto el joven autor de 27 años de edad acuñó el término “cortina de nopal”, parodia burlesca de la Cortina de Hierro que aislaba en su pureza doctrinaria a los regímenes totalitarios de la Europa Oriental. Cuevas se refería, por supuesto, a las posturas dogmáticas de los artistas y críticos que se negaban a abandonar las ideas del nacionalismo artístico, que para esa época estaban en decadencia e impedían la consolidación de las nuevas propuestas plásticas. Derrumbar la cortina de nopal significaba luchar: “contra ese México ramplón, limitado, provincianamente nacionalista, reducido a su alcance, temeroso de lo extranjero por inseguro de sí mismo, contra ese México me pronuncio”.

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Un capítulo decisivo en la batalla entre Cuevas y los nacionalistas sucedió el 2 de febrero de 1965, cuando se realizó en el Museo de Arte Moderno (MAM) la entrega de premios a los triunfadores del primer Concurso de Artistas Jóvenes de México, certamen auspiciado por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), la empresa Esso Mexicana y la Organización de Estados Americanos (OEA). Fue el llamado Salón Esso, cuyo jurado estuvo integrado por Rafael Anzures, Justino Fernández, Juan García Ponce, Carlos Orozco Romero y Rufino Tamayo, quienes decidieron otorgar los premios de pintura a Fernando García Ponce por su cuadro Pintura 1-63 y a Lilia Carrillo por Seradis, y los de escultura a Olivier Seguin por su obra Brote y a Guillermo Castaño por Luzbel. La decisión del jurado de conceder el primer premio en pintura al abstracto García Ponce provocó polémica, tanto así que el MAM, con apenas unos meses de vida, se convirtió en el escenario de una bronca entre artistas: la última batalla entre autores nacionalistas y vanguardistas.

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Quien encendió la mecha fue el pintor Benito Messeguer, alegando que el jurado lo había perjudicado y despojado del premio e interrumpiendo la ceremonia justo cuando el director del INBA, José Luis Martínez, se disponía a leer su discurso. Resulta que el cuadro de Messeguer fue fuertemente discutido por el jurado e incluso propuesto en un principio para el primer lugar por Justino Fernández. Rufino Tamayo se opuso a ese fallo y hasta amenazó con retirarse. Finalmente, el jurado se inclinó por García Ponce, lo que provocó la ira de los apologistas del nacionalismo artístico. Según Raquel Tibol, presente aquella noche en el MAM, las voces de repudio contra la OEA y José Gómez Sicre (director de Artes Visuales de la Unión Panamericana), fueron generalizadas; igualmente, las acusaciones en contra de Juan García Ponce, porque supuestamente había favorecido a su hermano Fernando, y de José Luis Cuevas, a quien le gritaban: “Lárgate a Washington, traidor, vendido a la OEA”. La batalla continuó después en los medios. Se publicaron artículos y varios de los protagonistas de la trifulca fueron entrevistados (Véase Raquel Tibol, Confrontaciones: crónica y recuento, Sámara, 1992, pp. 19-28).

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No es extraño que los partidarios del nacionalismo artístico quisieran comerse vivo a José Luis Cuevas, pues él era el líder de una nueva generación de artistas que cuestionaban la existencia del arte oficialista. El ganador del Primer Premio Internacional de Dibujo de la Bienal de Sao Paulo en 1959, se había convertido en un artista reconocido internacionalmente. Sus exposiciones en países americanos y europeos, sus textos periodísticos, sus apariciones públicas, su egocentrismo, su permanente polémica con los artistas nacionalistas y la ejecución de su Mural Efímero, lo convirtieron en una figura casi mítica: el enfant terrible del arte mexicano. La exposición colectiva Confrontación 66, celebrada en 1966 en el Palacio de Bellas Artes, significó el reconocimiento oficial a la nueva plástica, de la cual Cuevas era la figura más destacada.

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Enrique Krauze anota: “En la pelea del (medio) siglo entre Cuevas y los muralistas no se disputaba sólo el destino de un estilista precoz que había probado el éxito en París y Washington y que ahora se arriesgaba frente a los pesos completos de su país, dueños vitalicios de la conciencia pictórica nacional. Estaba en juego también la posibilidad de que la cultura mexicana se adelantara, se abriera definitivamente al mundo y descubriera sin terror que como México sí hay dos” (“Narciso criollo”, en Vuelta, núm. 186, mayo de 1992, pp. 56-59). Impulsado por ese deseo, Cuevas afirmó al final de su carta: “Quiero en el arte de mi país anchas carreteras que nos lleven al resto del mundo, no pequeños caminos vecinales que conectan sólo aldeas”. Afortunadamente, Cuevas y los otros jóvenes artistas lograron su objetivo de derrumbar la muralla estético-ideológica levantada por el muralismo y la Escuela Mexicana de Pintura (la “cortina de nopal”), lo que propició que esas “carreteras” se fueran ampliando. Aquellos jóvenes rebeldes protagonizaron uno de los capítulos más intensos del arte nacional: conformaron una generación heroica que supo responder a su momento histórico, que reivindicó la libertad creativa y abrió la senda por la que han transitado generaciones posteriores de artistas.

Autorretrato en el Motel Las Delicias, 4/VI/1984. (Serie Diarios Eróticos), Pincel, plumilla, tinta china, acuarela azul y bermellón sobre papel.

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Expresionista fantástico

Pintó sobre tela y trabajó volúmenes en bronce, pero José Luis Cuevas fue sobre todo un dibujante y grabador de excelencia. Desde muy niño empezó a dibujar y la práctica del dibujo se convirtió muy pronto en algo obsesivo. Los innumerables dibujos que realizó a lo largo de su vida (concebidos como obras terminadas, con valor per se) son lo más valioso de su legado artístico. Teresa del Conde afirmó en un texto que en ocasiones Cuevas dibujaba caminando, buscando rapidez en la ejecución, como si al dibujar practicara la escritura automática surrealista. Allí mismo la crítica aclara que lo que de surreal pudiera encontrarse en el trabajo de Cuevas, “no se corresponde con el surrealismo bretoniano ni con ningún programa, más que con el que él sólo ha ideado, ayudado por la magnificencia de su ego” (Textos dispares. Ensayos sobre arte mexicano del siglo XX, UNAM/Instituto de Investigaciones Estéticas/Siglo XXI, 2014, p. 200).

La Giganta, 1991, Escultura en bronce.

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José Luis Cuevas fue un autor expresionista que se nutrió desde muy joven de las más diversas influencias. Abrevó no sólo en grandes maestros del arte como Francisco de Goya y José Clemente Orozco, sino también en grandes escritores como Fedor Dostoievski, Franz Kafka, Francisco de Quevedo y el Marqués de Sade. En muy poco tiempo logró un lenguaje personal e inconfundible, tanto en su manejo de la línea y la mancha como en su repertorio iconográfico. Encontró su inspiración en el dolor, el sufrimiento y la violencia, que han acompañado al ser humano desde siempre. Los locos, los mendigos, las prostitutas, los individuos alienados y los seres marginados de la sociedad, fueron los motivos recurrentes en su obra. Fue un artista introspectivo que privilegió en su obra gráfica la tortura interna y los monstruos que la provocan. Dibujó con maestría visiones oscuras de la condición humana. Nuestra miseria espiritual, “nuestra herida”, decía Octavio Paz.

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Jorge Alberto Manrique escribió: “Cuevas se ha significado siempre por la extraordinaria calidad de su dibujo, a veces infinitamente tierno, a veces brutalmente violento; así puede, en una obra de tenaz disección artística, mostrarnos las entrañas del mundo, de esa realidad frente a la cual tiene una desconfianza definitiva” (Arte y artistas mexicanos del siglo XX, Conaculta, 2000, p. 41). Desconfiado de la realidad, Cuevas creó en su obra una realidad propia, un mundo ficticio poblado de seres fantasmales. Un mundo fantasmagórico presidido por su propia imagen: sus famosos autorretratos –nunca realistas, siempre deformados por el trazo expresionista-, producto de un ritual cotidiano en el que subyace una profunda meditación sobre el paso del tiempo y la muerte. Un mundo muy “literario” en el que se pueden detectar huellas de algún escritor consagrado. Así, Jorge Romero Brest escribió: “sus dibujos y litografías son pictóricos, mezclando la línea, el tono y el claroscuro, con una movilidad extrema que hace pensar en Rembrandt y una angustia sostenida que hace pensar en Kafka” (La pintura del siglo XX (1900-1974), México, Fondo de Cultura Económica, 1978, p. 439).

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Por último, la obra erótica de José Luis Cuevas, cuyo sentido es la afirmación de la vida, es la contraparte perfecta de su obra más desgarradora. Como a Donathien Alphonse François, Marqués de Sade, a Cuevas le intrigaba la sexualidad humana y de ello dejó constancia en numerosos dibujos y grabados. En el Museo José Luis Cuevas hay una sala exclusiva con su obra erótica. El elemento erótico no sólo aparece en su obra gráfica, también en su escultura y a veces en formas no tan sutiles. Un ejemplo: la pieza Los siameses (bronce, 2004), que representa los rostros de Cuevas y su segunda esposa, se distingue por la forma del espacio que separa los dos rostros: una forma vaginal. Igualmente erótica es La giganta (bronce, 1991), espectacular obra que se encuentra en el patio del museo mencionado. La imponente escultura sigue ahí, vigilante, con su sexualidad multiforme, resguardando la memoria de un artista que se ha ido, pero que permanecerá vivo en su obra.

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FOTO: Cuevas declarando en una delegación de la policía en la Ciudad de México en 1966 / Archivo EL UNIVERSAL. IMÁGENES: Todas las obras pertenecer a la colección INBA del Museo José Luis Cuevas. Reproducidas con autorización del Museo José Luis Cuevas.

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