Ricardo Yáñez, un viaje al desnudo

Mar 23 • Reflexiones • 4183 Views • No hay comentarios en Ricardo Yáñez, un viaje al desnudo

A lo largo de cuatro décadas, el poeta tapatío ha descubierto con la palabra el misterio del espíritu humano y sus más profundas pasiones

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POR JOSÉ HOMERO 

Desnudez es la palabra más adecuada para definir a la poesía de 
Ricardo Yáñez (Guadalajara, Jalisco,1948). En varios poemas suyos encontramos situaciones nudistas, algunas con expresa mención, como en el poema breve cuyo verso inicial dice: “—No es que esté desnudo, es que no sabe estarlo”; otros lo implican, como El hombre solo, el monólogo de un cadáver en sentido estricto o figurado; o ese otro poema famoso que comienza: “Este baño es mi castillo”, donde suponemos al hablante un hombre orinando; “Mujer que me alargas un brazo”, por su parte, al connotar la entrega física sugiere la desnudez. Pero no me refiero exclusivamente a la desnudez corporal sino a la sensación que provocan la recurrencia temática y la vocación estilística; desnudez de asceta, desnudez de quien consagra a Dios su cuerpo:

 

Este baño es mi castillo,
y estos orines mis ríos,
y esta flor,
esta flor
eres
tú,
Señor.

 

Una somera revisión de Ni lo que digo, la reunión corregida de sus dos primeros volúmenes: Divertimiento, 1971, Escritura sumaria, 1977, más un apartado exclusivo del volumen, editado primeramente por el Fondo de Cultura Económica dentro de su colección Letras Mexicanas y poco después reeditado por Lecturas Mexicanas, cuarta serie (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1998), nos revela que Yáñez es un poeta obsesionado con la cotidianidad. Ese interés parece manifestarse hablando del hombre de la multitud, el habitante de las ciudades que ha de transcurrir su vida entre horarios, obligaciones y sueños cancelados, como explícitamente indica el poema El oficinista. Otros poemas exponen la soledad digamos existencial del hombre, como el ya mencionado El hombre solo o Amanecer.

 

A Yáñez la soledad le interesa por su relación con Dios. La divinidad preside este universo y los poemas se asumen una manera de vincularse con esa omnipresencia elusiva. El alejamiento de ese sol, una de las imágenes que lo simbolizan, determina la soledad, del mismo modo que los planetas más distantes en nuestro sistema son más fríos. Otros temas cardinales son la relación con la mujer, la dimensión mortal con la inherente zozobra por el transcurso del tiempo y la preocupación por el sentido que enuncian los vocablos. Un catálogo nada extenso.

 

Finalmente por desnudez quiero referirme a la particularidad vocal de Yáñez. Un poema suyo es inconfundible sin recurrir al calce. Y en este caso no se trata de manierismos: este estilo es único precisamente por su ausencia de amaneramientos. Nada más ajeno a un poeta barroco. Más incluso que su maestro Gabriel Zaid, Yáñez es un poeta cercano al silencio, cuyo mayor riesgo como creador es precisamente la afasia. Si no me detuve en la sala de diversiones de la desnudez temática, ni en la selva de los temas, en cambio solicito permiso para recorrer el estudio de los literarios rasgos.

 

 El lugar de la voz

El primer rasgo que se me ocurre distintivo es la sencillez de la enunciación. Si toda poesía o más aún, toda manifestación artística es la elección de una mirada y por ello de un tono, lo que no significa que tal mirada y tal tono correspondan al sujeto verídico que lo enuncia sino que se postula un sujeto hablante ficticio, Yáñez ha elegido una mirada inocente y esa inocencia puede significar tanto la mirada de un niño como la de un alienado o un fantasma. El poeta está consciente de que la perspectiva determina el sentido, como nos lo revela Contar cuentos, un ensayo incluido en Prosaísmos (Luz y Arena, Puebla 1995), donde se lee: “contar también conlleva asumir una voz. ‘¿Desde qué voz cuenta quien cuenta?’ es siempre una pregunta pertinente en cuanto oímos o decimos un cuento, mientras nos cuentan o contamos algo”.

 

Varios poemas, son relatos imbuidos de una atmósfera absurda y por ello enigmática, como si fueran narraciones, más que infantiles, de niños. Ejemplar me parece el poema donde el sujeto se empeña en demostrar que habla desde su pecera y no bajo la lluvia. El interlocutor responde solicitando el concurso de la policía para convencer al escéptico que se trata de una pecera. Tras la zurra, los policías se marchan.

 

Nadando, describe el hablante. Se trata de un cuento perfecto con alusiones a la fábula del Traje nuevo del emperador, al tiempo que una magistral denuncia de los mecanismos represivos sin incidir en los vicios de la denuncia o la poesía comprometida. Como en Franz Kafka –¿o acaso sería mejor decir: como Franz Kafka leído con las antiparras de Nicanor, El Antipoeta?–, mediante una mirada oblicua, una mirada de un ser devenido en híbrido, y que por ello puede mirar allende la concepción racional, se advierte lo que otros soslayan; una lección que no siempre precisa de la dimensión fantástica, como lo prueba ese ejercicio de mirada diferencial a través de la alteración de los ángulos visuales, La ley de la calle de Francis Ford Coppola, una historia de peces, épica y dislate reprimido por el Poder. El absurdo en el poema de Yáñez, por otra parte, estaría implícito desde la consideración de la lluvia como un lugar en vez de un fenómeno meteorológico:

 

Si alguien me dijera que esto es una lluvia
yo le imprecaría diciéndole: ¡es una pecera!
Entonces él se desconcertaría, claro,
y llamaría a tres agentes policiacos
que, girando sus macanas, me invitarían a contestar:
¿es esto una lluvia?
¡No! es una pecera, ya lo he dicho
Y ellos, después de propinarme soberbia golpiza,
se irían muy orondos, nadando.

 

Otros poemas juegan, en cambio, con las implicaciones silogísticas, ya que a través de las convenciones de la lógica se pueden inferir conclusiones ilógicas, como ese poema que asume la forma de una conversación donde el hablante se declara pájaro; ejemplo de una falsa relación causal

 

—¿Por qué no comes carne?
—Porque los pájaros más obviamente carnívoros son bastante feos. ¿No te habías dado cuenta?
—¿Y tu eres un pájaro?
—Pí

 

Las reverberaciones que provocan tales poemas proceden justamente de esa mirada inocente, no contaminada por la necesidad de concatenación lógica, que entraña el humor. No califico de humorística la intención, señalo que la forma no alienada de observar situaciones, el deseo de expresar de modo más preciso los hechos, conduce a cierto matiz humorístico. Vaya… ¿No reconocía acaso Soren Kierkegaard al humor como un elemento de acercamiento a Dios?

 

He aludido a la precisión. Si la mirada y el tono inocente no bastaran para distinguir a esta voz, tenemos la depuración semántica. Yáñez elige cuidadosamente los términos. Discípulo fiel y por ello un maestro de la poética que heredamos de Ezra Pound, hoy epítome de la modernidad, Yáñez es uno de los mejores maestros de taller de poesía. Y lo es porque en su propia obra elige minuciosamente elige sus combinaciones, a fin de expresar lo que pretende y no complicar lo que de suyo es un acto complejo.

 

Junto a sus oraciones conformadas bajo el esquema más simple: sujeto y predicado, y la atribución de cualidades del modo más genérico: una flor es una flor, no un crisantemo o un no me olvides, el azul es azul, no un azul eléctrico o acuarimántimo, lo que podríamos llamar la desnudez en el ámbito de la expresión, la sintaxis y la semántica, encontramos la desnudez en la sintaxis del poema, no del verso. Es decir, sabemos que hay una sintaxis en el dominio frástico, lo que el añejo estructuralismo llamaría la longitud horizontal, y una sintaxis en la composición, lo que denominaríamos duración vertical; a esta última me refiero. Yáñez prefiere ignorar los signos de puntuación consciente acaso de esa admonición poundiana de que el ritmo debe estar marcado por la frase y no por el metrónomo.

 

Con ello quiero decir que lejos de Yáñez los alardes alaríficos de los poetas neobarrocos. Yáñez apuesta, como Tomas Segovia, por la música del verso como línea autónoma. Podría decirse que su música es elemental; podríamos pensar que en vez de polirrítmica se asume minimalista. Si el poema es aquí un conjunto de versos, ello no implica que se englobe dentro de la tradición métrica castellana, al modo del mencionado Segovia o de Homero Aridjis, otro poeta con el que Yáñez tiene aire de familia. Los versos por el contrario aspiran a esa condición de música libérrima preconizada por, otra vez, Old Ezra. Pocos poetas pueden presumir de escribir en verso libre; muchos componen modernas liras, combinaciones métricamente acentuadas cuyo pie varía, una situación ya denunciada en su momento por las verdades de a pound de Pound. Yáñez no. Libres son efectivamente sus versos aun cuando ciertamente cultive formas tradicionales, especialmente el soneto, la canción y la copla, con el consecuente respeto y la burla a sus convenciones, una cualidad ciertamente notable como ya daba cuenta José Joaquín Blanco en Crónica de la poesía mexicana (Mexico, Katún, 1983).

 

En tanto cada línea se presenta como un lanzamiento de dados sin relación con la anterior o la siguiente y con una música específica, no extraña entonces la ausencia de vínculos de puntuación pero tampoco la ambición por escribir frases que mantengan la tensión expresiva. De ahí que uno de los recursos favoritos de Yáñez sea la anáfora, la enumeración repitiendo una o más palabras como en ese otro célebre —y escalofriante— poema que dice: “Mientras la muerte nos pudre beso a beso” o en Flor II. Y Yáñez, sobre todo en años últimos, es un poeta de la redundancia como objeto estilístico. No creo que sea meramente una lección aprendida de Jorge Luis Borges, a su vez lector de Francisco de Quevedo, sino una consecuencia del interés, podríamos decir analítico, del poeta por obligar a las palabras a significar de modo pleno y no sólo plano.

 

Aludí a que Yáñez era consciente de que decir es elegir un sitio desde donde se formula la dicción, y a la vez indicar el ángulo desde el cual la realidad se distorsiona a fin de advertir en todo momento que el poema no instaura ningún modelo en el sentido aristotélico, una instancia ajena al devenir, sino otra versión de la realidad. Yáñez, siendo un poeta de mirada transparente, obsesionado con temas mayúsculos, un conceptista con mucho de zen, podría ser uno de esos poetas que confieren virtudes supersticiosas a la poesía y nos hablan de diosas, de torrentes sanguíneos y excesos tan sólo para justificar sus exabruptos y delirios. Yáñez duda y es su mérito y virtud. De ese escepticismo nace la sonrisa. Buda diría. O por qué no Jesús diciendo: Dejad que los niños. Gran parte del atractivo de esa película blasfematoriamente fideísta del ateo Luis Buñuel, La vía láctea, reside en presentarnos a un Jesús hablantín, bromista, despreocupado, amigo del vino, las mujeres, con la inocencia del niño o quien sabiéndose elegido para la muerte busca disfrutar su existencia. Me pierdo. Lo sé. Quiero decir que Yáñez no piensa que la poesía sea una revelación, una verdad incuestionable, que el asunto del poema sea instruir.

 

¿Cuál sería entonces el asunto del poema? Ir más allá de las palabras, indudablemente. Yáñez desconfía del mensaje en tanto es un lector educado que conoce por igual sus clásicos analíticos como los místicos. El poema es espurio como todo lenguaje. Es destino del poeta no multiplicar la reverberación sino contenerla. Se trata de enfrentar realidades inasibles, no de soliviantar la metafísica. No deja de ser curioso que un poeta tan obsesionado con la divinidad sea al mismo tiempo un poeta tan terrenal, tan ocupado por hallar el verdadero punto de encuentro entre el signo y el objeto. Las bodas de la mística y el análisis. Por eso recurre, me parece, a la redundancia, a la construcción minimalista, para encontrar el sentido.

 

De esta manera, su poética deviene coherente con sus postulados: ir al encuentro de la verdadera realidad, y es ahí donde podemos entenderlo, porque esa verdadera realidad, que como la luna llena, está siempre más adelante o más atrás de nosotros, según el punto en donde estemos, nunca a nuestro alcance, puede ser o la realidad sin atributos o bien Dios. Ejemplo de ello es su gusto por la construcción paradójica que termina siendo autorreferencial y por ello posee una suerte de construcción en abismo.

 

En la ciudad, al centro de la estrellada noche,
hay un hombre que piensa que esto bien podría no ser así:
que la lluvia no es lluvia, ni los pájaros pájaros,
ni los aviones aviones,
ni la gente gente, ni los jaguares jaguares,
ni la jungla jungla, ni el mar mar, ni los pantanos pantanos,
ni los peces peces, ni las naves naves, ni las noches noches,
ni las estrellas estrellas, ni las nubes nubes, ni
“En la ciudad, al centro de la estrellada noche…

 

Al poeta interesado por los juegos analíticos parecen asediarlo las paradojas del sentido que redundan en situaciones semánticas evocativas de las ilustraciones de M. C. Escher. Varios poemas postulan una identidad entre dos elementos y el poema es el intento de solución o su fracaso para en vez de elegir a uno u otro, continuar con ambos. Por ejemplo, el poema que refiere la indecisión de un hombre que caminando en lo alto de un muro mira hacia a un lado y hacia el otro sin decidirse por ninguno; o el que en primera persona cuenta que no abre la puerta de su cuarto para evitar que todo se convierta en humo, mientras que en otros días sale pensando que el humo está en su cuarto. Indeterminación y especularidad, como la que indican los poemas donde la voz poética se enfrenta al espejo. Nuevo Narciso, el poeta descubre que la identidad implica separación.

 

Hay un poema que expresa claramente la distancia entre el significado y la referencia, y también la zozobra de la diferencia, de la postergación que implica todo ángulo. No sólo no coinciden las voces con sus acepciones, sino que tampoco es posible apreciar lo que el otro mira. El único punto de permanencia y por ello el eje es Dios.

 

No me importa significar: me importa ser.

 

Y esos pájaros ah.
parecen significar y, sin embargo, ser.
Esa ventana, si tan sólo pudiera traer esa ventana
y colocarla aquí; de modo que pudiera ser vista por todos uds.
Una troca cruza el infinito azul.
Mi alma siente cambiar lo que el mundo cambia.
Pero hay un punto-Dios que permanece.
Hay algo de materia muriendo para ser.
Pero hay tanto ser para la nada.

 

Acudo nuevamente a Prosaísmos donde en Escribir encontramos el rechazo de los escritores “que sólo obtienen placer, y nada más, del texto”. Yáñez no hurta el cuerpo y se sitúa frente a la escritura como elusión proclamando su gusto por una poesía ascética:

 

Admiro a los escritores para los cuales nada hay mejor que escribir. Los admiro y no amo entre otras cosas porque una de las consecuencias de tal disposición pudiera ser el encubrimiento afiligranado de lo real. La enredadera sígnica ocultando, no por misterio, sino por ineficiencia prestigiada, el árbol de la vida.

 

Esa aventura que se inicia en divertimiento se complementa en Dejar de ser (1995), cuyo título e intenciones explican allende estas lucubraciones, que Yáñez es un poeta de muchas personalidades pero que entre todas: el amante del vino, el niño, el nostálgico de la errancia mística entre franciscana y zen, el obsesionado con el grado cero de la escritura, configuran una personalidad empeñada en descubrir el mundo aunque para ello deba abandonar toda forma de cuerpo, incluyendo la escritura. Acaso el poema que mejor defina la intención sea:

 

soy un cangrejo naufrago entre esqueletos
un pez en un mar evaporado
y la vida está en mí

 

No podría calificar esta poesía dentro del panorama actual. Entiendo sus límites y sus peligros. Afirmo, sin embargo, como lector y como crítico que Ni lo que digo fue uno de los libros más luminosos en mi adolescencia, que al releerlo para escribir estas líneas, lo proclamo uno de los volúmenes decisivos de los últimos cuarenta años, no sólo porque estableció, con El pobrecito señor X de Ricardo Castillo, un tono distintivo para una poesía entonces informe, también porque en su muestrario de estilos sigue siendo una lección de orfebrería. Es un volumen escueto y casi perfecto, si no fuera por algunos poemas que francamente me parecen ocurrencias; una de esas colecciones de las que todo poeta se encontraría orgulloso. A riesgo de incurrir en esa nueva cursilería de expectorar categorías críticas al menor estornudo, podría decir que estamos ante un clásico olvidado de nuestra poesía.

 

 

FOTO: Divertimento (1971) fue el primer poemario de Ricardo Yáñez, por lo que este año cumple casi cinco décadas dedicado a la poesía. / Tomada del Facebook de Ricardo Yáñez.

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