Rita Azevedo Gomes y la distancia absoluta
Ubicada en la Edad Media tardía, la trama transcurre en un lejano castillo italiano, donde una bella portuguesa permanece abandonada junto con sus criadas, mientras que su esposo, el Señor de las Cadenas, se mantiene ausente durante 11 años, fiel en la batalla contra el Obispado de Trento
POR JORGE AYALA BLANCO
En La portuguesa (A portuguesa, Portugal, 2018), absorbente séptimo eternometraje de la hiperliteraria estilista lusitana de 67 años Rita Azevedo Gomes (Frágil como el mundo 01, La venganza de una mujer 12, Correspondencias 16), con ultradeclamatorio guion multilíngüe portugués-alemán-francés-español de Agustina Bessa-Luís (la colaboradora habitual del cineasta longevo por excelencia Manoel de Oliveira) basado en la regia noveleta clásica moderna homónima sin apenas diálogos de Robert Musil (de su volumen Tres mujeres al lado de los relatos Grigia y Tonka), el airoso Herr von Ketten conocido como Señor de las Cadenas (Marcello Urgeghe) para quien la guerra es por convicción la única patria (“Necesito cazar, comer, matar”) y que por linaje sostiene con el Obispo de Trento un desgastante conflicto armado en busca de la no-pertenencia al papado (y de conquista para solventar deudas) que se ha prolongado durante varios lustros del medievo tardío, ha ido a buscar como esposa en tierras lusas a una bella pelirroja pálida sólo nombrada como La Portuguesa (Clara Riedenstein), a quien recluye en su inhabitable castillo-gallinero en un cerro del norte de Italia y, tras la luna de miel, sólo visita un par de veces para hacerle un hijo tras otro, mientras ella, aferrada a convertir su morada-prisión en un hogar, espera y espera, languidece, regenera el sitio, juguetea con sus sirvientas, confraterniza con su esclava mora favorita (Rita Durao), lee, dibuja, desentierra una añosa canción de amor hacia el ausente, desdeña las supersticiones del viejo criado (Pierre Léon), recibe como huésped a su amarga excuñada viuda francesa Antonie (Luna Picoli-Truffaut), presta oídos a una vidente (Manuela de Freites), desprecia a los frailes, incita a la maledicencia social que la acusa de hereje, y empeña toda su afectividad en la adopción desafiante de un cachorro de lobo y de un gato huidizo, se refugia en la tierna compañía sucedánea del guapo primo estudiante de paso Pero Lobato (Joao Vicente de Castro) y, tras la derrota del obispo belicoso (Alexandre Alves Costa), debe acoger de regreso, luego de 11 años de ausencia, al marido que ha triunfado en las batallas pero ha sido paradójica y fatalmente herido por una abeja, hasta el espasmo de agonía, la difícil convalecencia, el sacrificio del lobo adorado por la esposa, el intento fallido por acuchillar al primo-rival que ha escapado al amanecer, y la ambigua reconciliación sexual con La Portuguesa confinada y sujeta a una totalizante distancia absoluta.
La distancia absoluta se basa plástica y fílmicamente en la evocación entre antirrealista y onírica de un inmovilismo vertiginoso que corresponde tanto a la condición de la mujer casada-abandonada como a la situación estática de la Edad Media equiparada con el decrépito imperio de Los Habsburgo que acoge e imagina y ceba el espejismo de esa doble ficción/metaficción de época, en el delirio quasi maniaco y sistemático de los anacronizantes dieciochescos tableaux vivants/cuadros vivientes posRaúl Ruiz (La hipótesis del cuadro robado 78) y postOliveira (Palabra y utopía 00), cual si la alucinada cineasta Azevedo quisiera hacer el repertorio y agotar todas las posibilidades expresivas del montaje virtual y virtuoso al interior del plano fijo abiertísimo en la secuela (con fotografía del aliado imprescindible Acácio de Almeida) tanto del TVserialista Rossellini biohistoriográfico (Blaise Pascal 72, Cartesius 74) como del teatrismo del primer Syberberg (¿su Réquiem para un rey virgen 72 vuelto Réquiem para una damisela malcasada?), apostando por una serie de frescos en cálidos colores vermeeriano-prerrafaelistas anacronizantes siempre esculpidos con luz extática (que equivalen al blanco/negro del agreste filipino Lav Díaz de Raza, animales 20), con planos secuencia tan inolvidables como el voyeurista baño de los esposos en púdicos barriles divididos por una sábana, la blanca agonía del lívido señor feudal entronizado en un tálamo elevado entre el enjambre de médicos y curas y siervos análogamente intercambiables, el atroz e inconmovible paisaje después de la batalla, y la rendición-deceso del purpurado Obispo de Trento equiparándose con la Virgen en trance-aborto de ser pintada in situ entre caballeros aterrados ante una despotricante filípica sagrada contra la Paz (“Fuente de corrupción y de todos los vicios”).
La distancia absoluta representa de esa forma limítrofe extrema una informulable e irresoluble tensión entre el vitalismo tradicional austriaco ahora inestablemente lusitano y la plena abolición de la realidad, ambos en pos de una plenitud que se les escapa como la naturaleza del tiempo mismo, en el romanticismo oscuro de los sentenciosos diálogos en clave de Bessa-Luís (“Si Dios se hizo hombre también puede convertirse en lobo, o en gato, o en primo Lobato que va rumbo a Bolonia”), o en la ronda de una omnipresente septuagenaria peregrina como unipersonal coro helénico (Ingrid Caven la mitológica diva cantante fassbinderiano-syberbergiana ya inspiradora titular de una apasionada novela premio Goncourt de Jean-Jacques Schuhl) que canta “Flores rotas, hierbas aplastadas, reza el pueblo que sufre la tiranía y por la debilidad de que adolecen sus amos”.
La distancia absoluta ofrece una visión feminista fascinantemente simbólica y fuerte de la mujer medieval dolida en todas sus dimensiones, la mujer portuguesa que engaña y miente de la más normal manera musiliana (como la rústica sobretrabajada Grigia y la madre extramarital Tonka), la mujer-oquedad en exasperada y fina espera existencial con leve música de José Mário Branco, la mujer cuya aparente fragilidad es cifra y garantía de máxima resistencia corpórea y espiritual.
Y la distancia absoluta cierra tan discreta cuan perversamente la cortina del lecho conyugal vuelto nuevo campo de batalla del más inconciliable amor-odio por el resto de la eternidad doblegada (“A veces lo infinito cae gota a gota”: Musil).
FOTO: La actriz Clara Riedenstein protagoniza La Portuguesa al lado de Rita Durao, quien interpreta a una esclava mora /Crédito: Especial
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