Robin Campillo y el activismo prócer
/
La Francia de los años noventa y la lucha contra el VIH/SIDA sirve de marco para la nueva entrega del cineasta de origen marroquí
POR JORGE AYALA BLANCO
En 120 latidos por minuto (120 battements par minute, Francia, 2017), altruista filme 3 del marroquí egresado de la Femis parisina y ex colaborador del admirable docuficcionista Léonard Cantet (La clase 09) de 55 años Robin Campillo (Los reaparecidos 04, Eastern Boys 13), con guión suyo y de Philippe Mangeot, gran premio del jurado y el de Fipresci en Cannes 17, el joven y guapo francochileno provinciano gay jamás seropositivo pero para fines mediáticos fingiendo serlo Nathan (Nahuel Pérez-Biscayart de estoicos cabellos casi al rape) se incorpora con otros tres de sus homólogos al grupo establecido de inspiración radical estadunidense Act Up-París en plena discusión agitada acerca de la violencia o no de los métodos de protesta a seguir, para llamar la atención contra la indiferencia de la sociedad y sus instituciones ante la epidemia de VIH y el cruel estado de sus enfermos, y allí, a principios de los 90s y en el neurálgico centro de operaciones de esa asociación en la que todo debe confesarse y analizarse a fondo, conoce a varios de sus principales activistas, como el astuto líder nato aunque sinuoso Thibault (Antoine Reinartz), la linda lesbiana enérgica Sophie (Adèle Haenel) y la fogosa madre de un chavo infectado también miembro Hélène (Catherine Vinatier), con quienes empieza a participar de lleno en la ingeniosa organización de la fiesta-desfile del orgullo homosexual y en concertadas actividades de mayor riesgo, celebrando éxitos en la disco estrepitosa, ligando efímeramente sin problemas con algunos compañeros y pronto entablando una estrecha relación con el delgadísimo militante ultrarradical de 26 años en dolorosa condición infecciosa pero decidido a consumir hasta la última de sus fuerzas en la consciente acción de choque Sean (Arnaud Valois), pronto sidoso terminal, condenado a una lastimosa agonía brutal, itinerando el infeliz Sean de las torturas solitarias en el hospital al depto de Nathan y a la casa de su dulce madre avanzada (Saadia Bentaieb), hasta la ineluctable extinción, sin renuncia posible a su activismo prócer.
El activismo prócer rinde con esta película coral un encendido tributo histórico a los temerarios militantes gays en revuelta que no temían en su momento parecer desaforados, excedidos y antisociales, siendo reprimidos y en realidad estaban dando la cara y luchaban (aún hoy siguen luchando) por su derecho a la salud y valerosamente en nombre y beneficio de la especie humana en su conjunto, lanzándose los Act Up a las calles con carteles que llevan las fotos gigantes de sus mártires, reventando ruedas de prensa y reuniones de funcionarios gubernamentales o farmacéuticos, arrojando a la cara explosivas bolsas de sangre supuestamente contaminada, esposándose o esposando a expertos sanitarios, ingeniando slogans burlones o lúgubremente removedores, gritando consignas ferozmente anárquicas (“Mitterand asesino”), exigiendo y logrando desde entonces medidas de higiene hoy elementales como el uso de jeringas no contaminadas o desechables, incluyendo en su pionera reivindicación de la comunidad LGBT a sectores habitualmente despreciados o perseguidos (drogadictos, prostitutas), refutando acre y burlonamente los discursos oficiales o sociológicos-seudofilosóficos de moda aún llenos de prejuicios (Baudrillard en la picota explícita) y ensañándose en lo particular contra los laboratorios Melton Pharm, representados por un emblemático Dr. Gilberti (Samuel Churin), para intentar útil/inútilmente la aceleración generadora de nuevos medicamentos e inhibidores de proliferación infecciosa y autoinmune.
El activismo prócer adopta una forma agresiva y pulsional casi orgásmica muy acorde con el temperamento de los personajes y el sentido del combate que los une, adoptando una estructura tripartita discusión-acción-desfogue en la disco cuya repetición pronto se torna constante y obsesiva, con elíptica edición negadora de complacencias contemplativas del propio realizador, música bombástica sin miedo a las estridencias de Arnaud Rebotini e imágenes mutantes en un amplio registro de la fotógrafa Jeanne Lapoirie que vuelcan todo su poderío en sus intensidades penumbrosas, al grado de que varias secuencias cruciales (coitos con riguroso condón) de esta cinta de 140 minutos ocurren entre siluetas recortadas en la oscuridad con breves intermedios en amarillos anémicos.
El activismo prócer oscila entre la tragedia y la épica de época, haciendo la crónica del provocador movimiento desde su interior, como enérgica vivencia de incorporación al grupo y no como ejecutoria arrasante (tipo Milk, un hombre, una revolución, una esperanza de Van Sant 08) ni como biografía ejemplar, con sordos chasquidos de dedos en off a cambio de aplausos y permitiendo el cuestionamiento/autocuestionamiento a rajatabla, caiga quien caiga, sin compasión alguna (la humillación a Hélène, el regaño por discutir en los pasillos y no en el pleno, los estallidos brutales de Sean contra tibiezas y tortuosidades), tanto como el detalle chusco en plena acción (la bolsa mal lanzada que le explota en la faz a un militante, los intempestivos besos robados, los acorralamientos al titubeante Gilberti hasta ser expulsado de ominosa sesión informativa conciliadora), una visión ludonírica del Sena pintado de rojo, y esa tragedia que avanza a paso lento pero hacia el final se apodera del tono y la esencia del relato, una agonía precisa y resentida físicamente como cine del cuerpo al estilo El hocico abierto (Pialat 74), antimelodramática y antisentimental, aunque profundamente emotiva, cada vez más inminente y cerrada sobre sí misma.
/
Y el activismo prócer logra en su meollo el retrato potente de una excepcional relación amorosa, entre gays donde el sexo fluye con libertad y pasión solidaria que ha de culminar en un testamentario acto político de póstuma y desgarradora eficacia concientizadora: el esparcimiento de las cenizas contra comensales de un banquete oficial.
/
/
FOTO: ESPECIAL
/
« Emmanuel Carrère: El gusto por la complejidad de lo real Voces que enamoran »