Bartra y el primer salvaje
Clásicos y comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
in la presencia de Roger Bartra, mi maestro y amigo desde 1979, no puedo concebir mi vida intelectual. Pero tras haber leído sus Mutaciones. Autobiografía intelectual (Debate, 2022), me es difícil retroceder para observarlo y definir con exactitud qué tipo de intelectual es, habiendo sido tan polimorfa su vida y siendo aún inesperado el curso que tomará su personalidad, apreciada, por él mismo, como la de un mutante melancólico entre los salvajes, el hombre lobo o la robótica.
Según creo desde hace tiempo, Bartra ha sido una suerte de sabio de la Ilustración, con una idea muy vasta de la literatura que engloba a las bellas letras y al resto de las artes (paciente en la iconografía, melómano resuelto), a la antropología como una ciencia de lo particular y a la vez un moralista, pero en el sentido de crítico de las costumbres, y no en su acepción más francesa de retratista del hombre en su generalidad. Bartra (1942) es, también, un hombre político (contra lo que lo advirtió su padre, el poeta Agustí Bartra) y uno de los más escuchados entre los intelectuales de México. Para disgusto del régimen populista, la de Bartra, antiguo comunista, es una intachable conciencia democrática que conforta a quienes se rehúsan a dejar la izquierda.
Bartra, si me atengo a sus memorias, miró a su primer salvaje desde una banca del Central Park, en enero de 1961, según les contó a sus padres en una carta postal: “Veo a un hombre, todo jodido, que debe de estar muriendo de hambre porque está comiendo hojas de un árbol”. En Mutaciones, Bartra agrega: “O estaría loco, pienso ahora, pues los vagabundos pobres buscan comida en los botes de basura y no en los árboles”. Más que un loco, ese fue su primer salvaje y su primer melancólico; no habitaba en el agro michoacano ni en la andina Mérida, donde el joven antropólogo hizo sus prácticas de campo, sino en el corazón de Nueva York, explicación de la paradójica extraterritorialidad del autor de El mito del salvaje (2022), el ensayista quien restauró y canceló a la interrogación nacional, el género hispanoamericano por excelencia.
Es en el centro, no en la periferia imaginada por los europeos, donde debe de buscarse esa identidad primigenia en la que él no cree, lo cual convierte a Bartra en el menos eurocentrista de nuestros pensadores. Unamuno aceptaba desconsolado que España era África y quienes deberían inventar eran, más allá de los Pirineos, ellos, los verdaderos europeos; Bartra, dando otro paso adelante, corrobora que quienes “inventan” son aquellos, declarando inexistente a la otredad, el gran fetiche de la propia mitología occidental.
Ese planeta sin otredad es mucho más misterioso de lo que supondrían los turistas y no pocos escritores viajeros, porque convierte a la civilización en un palimpsesto a cuyo desciframiento ha dedicado Bartra vida y obra. Menos que en el fango de la Selva Lacandona, donde lo convocó el subcomandante Marcos en 1994, el enigma (incluido el de los indígenas mexicanos) está en la melancolía de Weber, Kant o Benjamin.
Para entender a ese primer salvaje, Bartra hubo de convertirse en un explorador a través de la arqueología y gracias a lecturas como la del novelista de la bahía del Hudson, James Oliver Curwood, ese vértigo por la aventura lo llevó a formar filas en ese tumultuoso ejército expedicionario de la historia universal que fue el comunismo, tras cuyo paso no volvía a crecer la hierba. Fue lenta y tortuosa la decisión de Bartra de abandonar esa larga marcha; no pocas páginas de Mutaciones están dedicadas, con cierta desesperación, a comprender la lentitud y las recaídas del autor al tratar de abandonar aquella escolástica.
El comunismo fue una religión secular plagada de mitos de salvación disfrazados de verdades científicas en las que un Bartra creyó; cuando esa ingeniería social empezó a expulsar cadáveres por millares y millones, él, como muchos otros marxistas perplejos, empezó a buscar cuál había sido el accidente, sin aceptar que la sustancia misma estaba corrupta desde el principio. Esa, en mi opinión, fue la causa de la demora (la mía inclusive) y ello sigue siendo el motivo de mi asombro ante ciertas maneras ilustradas del proceder bartriano.
Pareciera que a Bartra no le causa remordimiento el haber sido intermediario entre el Partido Comunista Mexicano y la satrapía de Kim Il-sung, uno de los totalitarismos más crueles de su siglo y de los pocos en subsistir. Donde yo le doy una sospechosa (por venir yo también de un medio agnóstico) lectura religiosa al asunto y pienso, influido por Paz, en pecados que infectan aun el alma atea, Bartra encuentra un error dogmático resultado de decisiones filosóficas equivocadas, ejerciendo así la arriesgada ética del aventurero. “Los comunistas”, por obediencia, “hacíamos cosas extrañas”, concluye. El antropólogo no es un moralista y yo quedo como un temperamento religioso sin Dios, lo cual no tiene mayor mérito.
Junto al Bartra ilustrado y genuinamente agnóstico hay otro Bartra del orden platónico que me desconcierta, tornando problemática su definición como ilustrado. Bartra cree en el Progreso, lo cual lo pone en armonía con los liberales; sin piedad, encontró condenadas a la extinción a formas de vida tradicionales, fuesen el campesinado idolatrado por la ideología de la Revolución mexicana o las etnias indígenas que consideró, más recientemente, ruinosas. Pero, más un hipermodernista que un posmoderno, tenemos, en él, a un traductor del mito de la Caverna, para quien las “redes imaginarias del poder político” o el exocerebro son sombras duplicadas (o entes replicados) de la conciencia en el mundo sensible. Igual suerte corre la identidad del mexicano, descrita en La jaula de la melancolía (1987) como una metáfora del ajolote proyectada por la clase dominante. Me preocupa —consecuencia de ese platonismo— el riesgo de nutrirnos de “interpretaciones de interpretaciones”, como lo querría la lectura estructuralista del relato histórico propia de Hayden White, a quien Bartra leyó con admiración. Pero esa multiplicación relativista, a su vez, no está en el Bartra más político, para quien la democracia ha acabado por ser, como quería Benda, un valor absoluto, un fin en sí mismo.
Quizá, las contradicciones de mi maestro (Bartra dice que no los tuvo; yo lo tengo como el más antiguo y cercano de los míos) sean virtudes propias de sus mutaciones. Iniciado en una bohemia beatnik (apreciada por él en cuanto contracultura aunque lo bohemio siempre ha tenido ese carácter) que no podía sino anhelar, en paralelo, a la Revolución y a su preceptiva, Bartra, a lo largo de sus viajes por ciudades, bibliotecas, bosques y selvas a la caza del salvaje, ha sido un ilustrado con nostalgias platónicas. Y, al reencontrarse con el humanismo mítico de Agustí Bartra, esa anagnórisis del hijo antropólogo con el padre poeta cierra, en la bondad, estas Mutaciones. Roger Bartra es, a la vez, nuestro espíritu científico más temerario y un demócrata muy fecundo, porque desmontar teóricamente a la identidad y despojarla de la legitimidad del otro ha sido un acto político esencial. Confío en que nos sobrevivan las consecuencias venturosas de ese atrevimiento.
FOTO: Este año, Roger Bartra publicó una versión ampliada de El mito del salvaje/ Germán Espinosa/ EL UNIVERSAL
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