Roger Chartier o las divergencias entre las culturas impresa y digital
POR JUAN RODRÍGUEZ M.
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El Mercurio-GDA
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En Estados Unidos y Gran Bretaña, donde ha tenido mayor penetración, el libro digital se ha estancado o, si prefiere, se estabilizó en alrededor del 20% de las ventas totales; mientras que fuera del mundo angloparlante no pasa del 5%. El resto son los textos de siempre, en papel, con páginas e índices. La conclusión rápida ha sido que el mundo impreso y digital van a convivir. O incluso que la “amenaza electrónica” retrocede.
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Puede ser. Sin embargo, antes de apurarse con las conclusiones habría que poner atención a algunas realidades: por ejemplo, que instituciones propias de la cultura impresa siguen en crisis, y que el e-book es la parte menos creativa dentro de las posibilidades que abre la llamada revolución digital.
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Es lo que dijo el historiador francés Roger Chartier, especialista en historia del libro y la lectura, hace unas semanas de visita en la casa Central de la Universidad de Chile. Profesor emérito del Collège de France y autor de obras como El orden de los libros, Inscribir y borrar, Las revoluciones de la cultura escrita y El mundo como representación, Chartier fue invitado por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Casa de Bello a una serie de conferencias, entre ellas El libro y la lectura en soporte digital: ¿un cambio de época?, en la que matizó el optimismo impreso: “El porvenir es indescifrable”, dijo.
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Parecido, pero no igual.
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Empecemos por el principio: ¿Qué es un libro?
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(Ríe) Es el principio y el fin al mismo tiempo… Es una pregunta antigua, Kant la había formulado en un texto de finales del XVIII, y respondió: un libro es un objeto material, un opus mechanicum, decía, resultado del trabajo de un taller tipográfico; y es un discurso, es el libro de Umberto Eco o es el libro de Gustave Flaubert. Hay una relación indisociable entre un objeto material —que distinguimos inmediatamente de los otros objetos de la cultura escrita (el periódico, una revista, un cartel)— y el discurso, que también tiene una serie de diferencias con otros discursos (no es un artículo, no es una carta, no es un panfleto). Es esta identidad entre la materialidad del objeto y la naturaleza del discurso lo que ha definido qué es un libro.
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Luego de la aparición del códice (el libro compaginado que reemplazó a los rollos) y de la imprenta de Gutenberg, la irrupción de lo digital es la tercera revolución en nuestra relación con la escritura. La singularidad del nuevo momento es que por primera vez el texto se separa de su soporte. O sea, en una pantalla cualquier texto se lee igual, no importa si se llama diario, libro o carta. Además, mientras el códice impone una unidad —el libro que tenemos en las manos—, la lectura en pantalla es discontinua, segmentada, hipertextual. Es como un “banco de datos”, no implica la comprensión de la obra en su totalidad.
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En la lógica digital los textos son móviles, maleables, abiertos; permiten al lector intervenirlos, transformarse en escritor; todo en el mismo aparato. Son palimpsestos que siempre se reescriben y que hacen desaparecer la identidad de la autoría… la autoridad de la autoría, agregó el historiador. O sea, la versión electrónica de un libro no es el mismo libro; tampoco la de una revista o un diario: En el formato impreso se sigue una lógica tipográfica, coexisten en el mismo objeto varios textos. Se puede viajar de un artículo a otro; lo mismo con el diario. La coexistencia de varios artículos es esencial para mostrar un proyecto intelectual, cultural, ideológico. La lógica digital es enciclopédica.
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¿En qué sentido?
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En el libro, en la página del diario, entre los artículos de una misma revista hay una lógica del recorrido; a Michel de Certeau le gustaba utilizar la metáfora del viajero para designar al lector. Hay un desplazamiento desde esa práctica itinerante hacia una lectura que se hace a partir de temas, tópicos, palabras clave. En esta segunda lectura es más fácil encontrar lo que el lector busca, porque hay un orden jerárquico: abres un diario digital y vas de la política internacional a Estados Unidos, las elecciones y la señora Clinton. En la otra lógica, el lector puede encontrar en la misma página el artículo que buscaba y otro que le llama la atención; pasa de una entrevista a una reseña o a una crónica.
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Esa distinción no sólo vale para la lectura. La diferencia entre comprar por internet y comprar en una librería es exactamente del mismo orden: en internet usted compra un libro sobre la Inquisición en el siglo XVI y Amazon le va a indicar que debería comprar otros libros sobre la Inquisición, del mismo autor o sobre el Siglo de Oro; es una lógica temática. En cambio, usted entra a una librería para comprar un libro sobre la Inquisición en el siglo XVI, y es posible que salga con una antología poética o con una novela, porque hay una organización horizontal, sobre las mesas, de la oferta de libros. En este mundo tal vez es más difícil encontrar lo que busca, pero es más fácil tener encuentros con lo que el lector no buscaba.
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Me parece que el peligro que nos amenaza es la idea de una equivalencia: si es la misma cosa, no voy a la librería y compro por Amazon. Algunas veces es más fácil, pues va a llegar el día siguiente, pero esa no es una razón para no pensar que hay algo específico en el viaje entre los libros, y que, si podemos, debemos preservarlo. Hay bibliotecas que pensaban que si tenían microfilmes o ediciones digitalizadas, podían alejarse de los libros impresos, de los periódicos; pero si les demuestras que eso es abandonar la idea de la biblioteca como lugar de memoria, si convencemos a los historiadores de la literatura, y a muchos otros que se interesan en la significación de una obra, que es importante comprender en qué forma fue leída por los lectores del pasado, si podemos hacerlo, harán una segunda reflexión y pensarán que digitalizar es una cosa esencial, pero que conservar y permitir el acceso al patrimonio escrito, también.
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Tengo fe en el poder de los discursos, pero evidentemente lo que transforma a las sociedades, a las culturas son las prácticas, que no se deducen de los discursos ni los producen, y que se dan en el anonimato de los millares de lecturas que cada día se hacen en el mundo.
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Si las bibliotecas, además de digitalizar, deben reforzar sus tareas tradicionales, ¿cómo hacerlo sin que se conviertan en algo retrógrado?
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Pensando que la biblioteca es también un espacio de la vida colectiva, de la experiencia social, del espacio público. Y eso incluye una dimensión pedagógica, la de atraer o conducir a la lectura, la del dominio de la cultura escrita, inclusive digital. Los jóvenes o menos jóvenes pueden estar alfabetizados no sólo porque saben leer y escribir, sino que también porque entran en el mundo de la cultura escrita gracias a la biblioteca. Hay que considerar que las bibliotecas no son solamente colecciones de textos; también son instituciones del espacio público. La cultura escrita también vive porque se habla en relación con ella: los autores leen sus obras para otros, se pueden organizar encuentros alrededor de un libro. Así, la biblioteca se entiende como uno de esos lugares que protegen la palabra viva, porque el mundo es un mundo de barullo y de silencio; barullo como el de aquí, pero también de silencio, como el de la comunicación electrónica cuando no es por Skype. Entonces, en un mundo en el que la palabra viva desparece, las bibliotecas pueden ser el lugar en el cual hay palabras no sólo escritas o impresas, sino también vivas, intercambiadas entre lectores o gente que va a entrar en la lectura gracias a la biblioteca.
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Lo más imprevisible
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Digitalizar lo impreso o hacer ediciones paralelas, o incluso sólo electrónicas que mantienen la lógica impresa, la de libro que definió Kant, no es lo más innovador que puede hacerse en el nuevo mundo. Esa es la parte dominante del mercado de los libros digitales, pero hay otra definición de la ‘obra’ digital. No utilizo la palabra ‘libro’, porque se trataría de creaciones digitales que entrecruzan textos, imágenes móviles o fijas, y sonidos. Aquí estaría la parte más innovadora, es decir, la que da realidad a obras que pueden existir solamente en forma digital. Los que más han propuesto en este sentido son las editoriales de libros infantiles y juveniles. Es un sector muy minoritario, pero muy excitante. La comunicación digital puede ser también una forma de creación, de publicación, si es que no de edición.
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Quizás lo más imprevisible del nuevo mundo, en lo que resulte de la relación digital con las instituciones y entre las personas, es la nueva definición de conceptos como amistad, identidad, intimidad y privacidad.
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FOTO: Roger Chartier es conocido por sus estudios sobre la historia del libro y las ediciones literarias. Una de sus obras más conocidas en español es Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna. Crédito de foto: Juan Ignacio Molina/El Mercurio-GDA
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