Scruton y sus paradojas
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Catador profesional de vinos, pelirrojo de mala suerte, cazador de zorros, reaccionario digno de elogio, inventor de una Inglaterra elegíaca existente sólo en su imaginación (según le reprochaba su amigo Mario Vargas Llosa), el último de los conservadores y feliz brexiter, Sir Roger Scruton (1944-2020), ha dado mucho de qué hablar, apenas el pasado 12 de enero, a la hora de su muerte.
Se dice que los verdaderos tradicionalistas no saben que lo son. Scruton, más allá del elegante polemista contra las locuras teóricas de la alguna vez llamada “nueva izquierda” y por encima de aquel incómodo amigo de los viejos liberales a quien estos soportaban con cierto escepticismo, sabía que su propia escuela, la de la Ilustración conservadora, se nutría, también, de la modernidad. Si el vizconde de Chateaubriand se consideraba un hijo rebelde de la Revolución francesa, amigo de los Estados Generales y víctima del Terror, no es sorprendente que Scruton, en El alma del mundo (Rialp, 2014), uno de sus libros más bellos y quizás su testamento, se asuma, con escasos escrúpulos, como un heredero de Kant y Hegel, el par de filósofos a quienes 1789 entusiasmó y cuyas consecuencias los decepcionaron amargamente.
A diferencia de otros conservadores, de ayer y de hoy, Scruton no fue un defensor cerril del Antiguo Régimen –los mojigatos abundan– ni creyó –como Leszek Kolakowski, un grande de otra familia– que la Revolución responsable de hacer rodar a las testas coronadas de Francia, fue el resultado de un mundo en creciente secularización, el cual abandonaba la Edad Media y al pecado tal cual fue concebido por San Agustín. La perseverancia antiatea de Scruton y su rechazo, no tanto de la ciencia, sino del llamado “método científico” aplicado para desentrañar lo inefable, se asume kantiana y más sorprendentemente, hegeliana.
Fue este profesor de orgullosos y pobres orígenes, un hegeliano de derechas de aquellos a quienes los jóvenes hegelianos, como los hermanos Bauer, Ludwig Feuerbach y desde luego Marx y Engels, combatieron con gusto en 1842. Scruton, como esos hegelianos creyentes en que la síntesis absoluta había sido alcanzada por el Estado prusiano, juzgaba que el estado-nación en Occidente, antes de la globalización era, de alguna manera, la más perfecta de las formas políticas y en su defensa se batió, gallardo (y poniendo en riesgo su libertad), contra el comunismo, la culpa liberal que confunde derechos y privilegios, y el islamismo.
Su defensa de la religión fue en buena lid romántica. Nada tiene de institucional y para hacerla se sirve –otra sorpresa– no sólo del judaísmo de Maimónides, sino de teólogos musulmanes como Avicena y Averroes. Dios, para ellos, como para Kant –disculparán los doctos al vulgarizador dominical– no forma parte, trascendiéndolo, del mundo físico y es ajeno a sus causas. Así, los pensamientos religiosos, como los sueños, tienen una relación caprichosa con lo real, forman parte del yo-tú al cual se fía Scruton como eje de lo sagrado. Descarta la explicación mágica de la religión, al estilo de Émile Durkheim, porque lo sagrado nada tiene de primitivo o elemental pues ocurre en individuos reales, formando parte de la imaginación y no de la fantasía, distinción en la que se empeñaron los románticos. A Scruton no le satisfacen tampoco Sir James Frazer y Sigmund Freud, aliándose en cambio con René Girard (1923-2015), autor de La violencia y lo sagrado (1972), por lo que el francés tuvo de wagneriano.
Lo sagrado –y aquí Scruton, sin confesarlo, se acerca al personalismo galo del pasado medio siglo– es compatible con la libertad hegeliana y el proceso de autoconciencia. Antes que Hegel, Spinoza y Kant vieron que el mundo era una sola cosa vista de dos maneras distintas, mediante el conocimiento (ciencia y razón) o a través de un sentimiento religioso díscolo a la hora de explicarse. Scruton, magistral, se sirve de la música como lo más parecido que existe a lo sagrado. Describir secuencialmente los sonidos es posible pero útil sólo para los efectos de la composición: el movimiento que abre el tercer concierto para piano de Beethoven puede ser descifrado por todo aquel que lea partituras, pero lo provocado en el alma del oyente es individual e intransferible.
De acuerdo con el difunto musicólogo Peter Kivy, se sostiene en El alma del mundo que la música, en efecto, es “técnicamente nada”, carece de significado deducible por la razón, pero no por ello, como lo sagrado, está ausente del mundo real ni deja de ocurrir como fenómeno en el tiempo y el espacio. Kant, por cierto, que de melómano tenía poco, pensaba lo mismo de la música instrumental, lo cual vuelve redundante decir, como se le atribuye a ciertos pensadores cada generación, que la música es la única prueba contundente de la existencia de Dios.
Según Scruton, el prestigio de las neuro-ciencias no alcanza para desentrañar ni la música ni lo sagrado. No han rebasado a Kant y a Hegel en su explicación de lo humano y de la conciencia. Por ello, Scruton no puede sino rendir homenaje, en El alma del mundo, a John Ruskin, su ilustre antecesor, para quien la arquitectura es sabiduría estática, visible, palpable y habitable. Como lo supieron los griegos, el arte es una manifestación práctica y cotidiana de lo sagrado.
El archiconservador Scruton, por ese sendero, encuentra verdad filosófica y compañía hogareña, entre muchos de los ecologistas contemporáneos, a quienes les recuerda que lo suyo, su pelea, se llamó primero “conservacionismo” y por ello el filósofo tory, como Ruskin en el siglo XIX, rechazó los horrores arquitectónicos de su propio tiempo, abogando no sólo por lo sustentable, sino por la belleza que sólo el genio humano puede agregar a la naturaleza.
Extraños compañeros de viaje tuvo Scruton. Lo vemos explicando como T.W. Adorno no tenía la menor idea del jazz que lo horrorizó en su exilio estadounidense, aunque comparta su congoja elitista ante la masificación de la cultura. Quien tomó partido por “la tradición occidental” –olvidando Scruton que los marxismos también forman parte de ella– al ser testigo de la sarabanda parisina de 1968, reconoce que Sartre, héroe y chivo expiatorio de aquel mayo, no estaba tan lejos de su admirado sujeto trascendental kantiano en El ser y la nada (1943).
Quien haya seguido, aun a lo lejos, el ideario (para no hablar de la agenda, esa horrible expresión) de Scruton, su política-política, tendrá numerosos motivos de disgusto, desacuerdo y desdén, pero ante su muerte habrán de descubrirse aquellos lectores para quienes “el ser de izquierda” o “el ser de derecha”, es un carácter recesivo aunque dominante, ante el cual la inteligencia puede inhibirse gracias a la admiración por un sabio quien sin dejar de ser moderno, fue antiguo, asombrado ante la música y dominado por lo sagrado.
Su vasta obra está escrita en una prosa magnífica para nosotros, quienes somos los equivalentes a esos obreros ingleses que Ruskin, iluso, tenía por sus lectores naturales. Sir Roger Scruton –debe decirse– se cuida de deslumbrar y rara vez convence del todo. Es una lectura ideal para agnósticos y siéndolo me asumo como uno más entre sus humildes deudos.
FOTO: Roger Scruton fue un filósofo y escritor británico especializado en estética y filosofía política./ John Stillwell/PA via AP
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