Routers
POR GUILLERMO ARREOLA
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Gregorio andaba siempre medio encorvado. Cuando nos hartábamos de jugar al beisbol o a las carreras, jugábamos a él. Bastaba con que notara que nos acercábamos, para que empezara a caminar de prisa. El cuerpo parecía hacérsele más robusto y pesado de lo que realmente era. Caminaba a zancadas rumbo al salón de clases o a la Dirección en busca de la mirada de alguno de nuestros profesores que saliera en su defensa. Entonces también nosotros acelerábamos el paso hasta darle alcance. Lo cercábamos y poco a poco íbamos apertrechándolo contra una pared. Ahí se quedaba él, temblando y mogiteando. Nos formábamos en fila, y uno por uno nos aproximábamos hasta que nuestra cara quedaba muy cerca de su cara. Gregorio recibía el primer escupitajo interponiendo un rápido movimiento de manos queriendo cubrirse los ojos. Cuando llegaba el turno del último, la cara de Gregorio era ya un denso escurrimiento de salivas en mescolanza. Emprendíamos la retirada como si hubiéramos ganado una guerra sorda e inútil. Gregorio se quedaba entonces muy quieto y ya sin temblores, las lágrimas abriénsose paso por un riachuelo de inmundicias en su rostro.
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En una ocasión lo emboscamos en los baños. Octavio fue quien empezó con el festín de insultos: “¡Goyo es puta, Goyo es puta!” Nos adherimos a su voz hasta formar coro. Gregorio gimió y alcanzó a balbucear: “¡Ya no, por favor!”. “¡Ay sí, gallina, no te vayas a miar!”, le gritó Carlos. “Ay sí, que se me hace que tienes puchita”, le dijo Ricardo. Lo tiramos al suelo. Octavio le fue quitando los pantalones, mientras Carlos lo sostenía por los brazos. Gregorio se retorcía como si quisiera sacar su cuerpo de una red invisible. “A ver, qué tiene la nena”, dije yo mientras Octavio terminaba de sacarle los pantalones; enseguida le quitó la trusa. De pronto cesó Gregorio sus retorcimientos, dejando al descubierto una erección. Quieto en el suelo recibía nuestros escupitajos, como si recibiera una lluvia fresca y gozosa. Octavio, Carlos y Ricardo salieron de los baños corriendo cuando escuchamos pasos acercarse. Yo también estaba a punto de huir, pero tuve el impulso de volver a ver el cuerpo de Gregorio ya fuera de combate en el suelo. Lo hice.
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Mi mirada se incrustó en él, justo cuando expelía un enorme chorro de semen. Vi el rostro de Gregorio y desde sus abismos él me miró. Él me miró y musitó mi nombre. Daniel, dijo, como con resignación, como con agradecimiento, como si al decir mi nombre hubiera inventado la palabra silencio.
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Vi su rostro y su rostro cayó en mi mente para nunca más marcharse de mí.
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Colocaron la antena en la azotea, justo encima de la cocina de nuestro departamento. Vinieron a construir un castillete para que le sirviera de sostén. En junta vecinal la mayoría de los condóminos estuvo de acuerdo en alquilar aquel espacio a la compañía de teléfonos. Dijeron que con lo que obtuviéramos del arrendamiento disminuiría la cuota mensual de mantenimiento del edificio.
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Un día, mientras desayunábamos, le dije a él: imagínate todo lo que va a entrar a este departamento a través de esa antena. Me miró y sonrió como si me estuviera dando por mi lado y al mismo tiempo me desmintiera. Las antenas de telefonía son inofensivas, dijo.
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A las dos semanas de que la colocaran, tuve mi primer insomnio. Al mes, una mañana al estarme bañando, sentí muy espesa el agua que salía de la regadera; cerré la llave y, a punto de secarme con una toalla, vi claramente que en mi costado derecho se abría un orificio, como una boca diminuta, de donde empezaba a borbotearme un líquido purpurino.
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Sé que la palabra silencio nació a solas, pero ¿nacería vacía? Miro el cielo, y me entrego a su abismo, miro el cielo y me hundo en los abismos de mi mar interior. Sé que soy sólo un fragmento curtido por una resonancia orbital. No pude ser nunca alojado por Ceres. ¿Quién es Ceres? No lo sé. Leí ese nombre y se me quedó clavado en el cerebro. Hay palabras y nombres que se me clavan en el cerebro. Siento el cielo en mi cuerpo todo, y al sentirlo salgo al instante expelido de él. Mi mente dice, alcanza a decir su propio pensamiento, la voz de su voz: de mi llanto nunca se habló en casa. Aquella vez, mi padre y mi madre clavaron sus ojos como agujas en mí, para siempre. Cuando los llamaron de la escuela y les informaron lo que yo había hecho –“junto con los otros”, enfatizó el director– papá y mamá me miraban como si trajera yo tierra en la cara o sangre en las manos. Todo es mentira, dijo mi padre. Mamá me dio una bofetada, y enseguida se echó a llorar.
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Nunca pertenecí a Ceres, ni a Palas.
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Ahora lo diré: fuiste la imagen que dejé pasar, felicidad, fuiste la foto que se resistió a quedarse como una memoria en mí. Hubiéramos nacido al silencio, pero juntos, una ilusión entre las nubes, una ilusión. ¡Ahora me escucharán!: Venus se desplazó a través de Cáncer. Tres horas más que el Sol demoró en ponerse. La Luna a cinco grados al sur de la Tierra en la constelación de Piscis. Palas se encontraba en oposición. El cielo era mi abismo. ¡Shhhhht!
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Esa antena es la que me está agujereando la cabeza, le dije a él. Me miró con extrañeza, y enseguida sonrió con comprensión fingida. Es tu estrés, me dijo, que lo despidan a uno del trabajo no significa el fin de nada, a otra cosa y ya, olvídate del banco, ya no les servías, así son las empresas. Me abrazó y atrajo mi cabeza a su pecho. Ya conseguirás otro empleo, dijo, ¿por qué no te das unos días lejos?, deberías de ir a visitar a tus padres, deberías hacer algo, invéntate una actividad, no te vendría mal una terapia. Me aparté bruscamente de él, me precipité hasta la recámara y me encerré durante todo el día. Ni siquiera me di cuenta cuando se fue al trabajo.
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De noche, cuando regresó, estuvo gritando, y tocando y empujando violentamente la puerta, hasta que consiguió forzarla. A jalones logró sacarme del clóset. ¡Cómo es posible, Daniel!, ¡cómo es posible, Daniel!, repetía una y otra vez cuando me echó en la cama para quitarme los pantalones empapados de orina y llenos de excremento.
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A veces viene a buscarme desde lejos, me toma, me usa, pronto me tira. Me deja desnudo, desnudo de mí. En cuanto me cercioro de que se ha marchado, me pongo a repasar lo recién vivido: su llegada intempestiva, la patada en la puerta, el empujón que me da y con el que me hace caer al suelo, el roce de sus dedos por mis hombros y mi espalda, sus muslos chocando contra mis muslos, sus embestidas en las que trato de imaginar sus gestos, sus gestos tan cerca de mi espalda y tan lejos de mis ojos. ¿Será él?, me pregunto, ¿será el mismo? Con los dedos, voy repasando las partes de mi cuerpo en las que se encajó su cuerpo. Lo vuelvo a sentir, haciéndome a un lado, desapartándose de mí, jadeante todavía. Se marcha con impostura de ladrón.
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Viene a buscarme, me toma, me usa, pronto me tira. El chorro de su orín se queda resonando en mi pensamiento.
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La cotidianidad es un animal en suplicio, le decía yo, un plagio encubierto de la devastación a la que se encamina toda forma de vida. Uno no debiera detenerse cuando aparece el deseo de desaparecer, con que se acompañan los primeros efectos de la colisión. ¿De qué hablas?, decía él, mirándome con sorna. De la colisión entre nuestra codicia por prolongar el gozo y el golpe que nace desde la parte más profunda de uno mismo, decía yo.
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Él explotaba entonces en una risa francamente burlona. Enseguida me decía: te he dicho que deberías considerar tomar una terapia. No te vendría mal un descanso lejos de aquí. Deberías de ir a visitar a tus padres.
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De los cientos de fotos que le tomaron tus ojos a mi amor por ti, yo conservaría sólo ésta: me hubiera gustado que soñaras conmigo. Si los sueños son realidades paralelas, me hubiera gustado que me vieras desde tu otro lado, no importa que hubiese sido en tiempos contrarios, como esas refracciones que surgen entre el cielo y mi mar interior; y que, al final del combate que significa mirarse, resultan ser solo un golpe de espejo.
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Con el paso del tiempo, vibras como una tormenta de sol, reluces como un espejo: una carta redactada por mi mente y que nadie oirá. Silencio es una palabra que nació vacía.
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Y entonces, estando una noche junto a él —él leía en la cama, un libro que algún tipo de asombro le provocaría, porque a momentos dejaba escapar un sonoro oooh—, empecé a oír voces. Volteé a verlo y le pregunté: ¿escuchaste eso? ¿Qué?, me respondió. Eso, esas voces, le respondí. Yo no escucho nada, contestó. ¿Y qué dicen? No dicen nada, le dije, nada claro, son sólo voces. ¿Andas de nuevo con angustias, cabrón?, dijo con un tono no libre de cierto enfado, de irritación. Entonces me di cuenta que no me mentía, y que sólo yo escuchaba aquellas voces, que aquellas voces estaban adentro de mí. Las voces sonaban adentro de mí, las voces me golpeaban por adentro de la cabeza y del pecho. Me levanté de la cama muy de prisa, y fui corriendo a la cocina. Había agarrado ya un cuchillo y lo sostenía frente a mis ojos, cuando entró él y muy cautelosamente se me fue acercando. Me quitó el cuchillo de las manos, lo colocó en la mesa, y me abrazó. Me desbordé en una tormenta de lágrimas y de aturdimientos.
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¡Es esa pinche antena!, grité, tan fuerte que sentí que mis palabras terminarían reventándome los oídos.
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Dicen quienes supieron del asunto que el combate final que sostuvo Daniel García Dondiego con su lenguaje interior fue monstruoso, como un ángel recién descubierto. Cayó al suelo derribado por el estallido de sus palabras internas, que le forzaron la boca, le chamuscaron la lengua, le arañaron la garganta, haciéndolo gemir y gruñir como un cerdo; su lenguaje interior lo atrapó por las extremidades y lo dejó hecho un revoltijo de repudiada carne. Daniel se convulsionó como si estuviera bajo los efectos de algún potente enervante, se retorcía como si su cuerpo todo se debatiera dentro de una red invisible. Sofocado, y a punto de la asfixia, reptó por el suelo, chupó su propio sonido, intentó acallarlo con la poca fuerza que aún le quedaba, expandiéndolo hacia el exterior como si intentara fundirlo con el infinito.
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Tocaron a la puerta. Yo estaba aún en cama, convaleciente. Me levanté tambaleante. Abrí. No había nadie. Pero en el suelo, habían dejado un sobre. Lo recogí, lo abrí. Saqué la hoja de papel doblada que había adentro. Se trataba de un aviso de la junta de condóminos en donde se nos notificaba que el contrato de arrendamiento de la azotea de nuestro edificio había caducado y que, a finales de mes, empleados de la compañía de teléfonos pasarían a retirar la antena que habían colocado justo encima de la cocina del departamento donde vivíamos él y yo.
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Cuando entraron los forenses al interior del departamento, encontraron en una de las recámaras un bulto. Quitaron la cobija a cuadros con que estaba cubierto. Era una bolsa de plástico negra. La abrieron. Entró entonces en sus ojos la visión de un torso humano, una pierna y un brazo amputados, que correspondían al cuerpo de un hombre adulto. La cara posterior del brazo tenía escrita con un marcador negro la palabra Ceres, y cerca de la rodilla de la pierna centelleaba la palabra Palas.
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En el fondo de la bolsa, encontraron una cabeza cercenada en la base de la nuca; el rostro mostraba contusiones y cortaduras con arma punzocortante en el lado derecho, una línea acanalada se extendía desde la sien hasta el principio de la boca. La boca, sanguinolenta y ahuecada por extracción de toda la dentadura y cercenamiento de la lengua.
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Ilustración: Rosario Lucas