Roy Andersson y el microdrama infinito

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La desdicha de la vida cotidiana, la tristeza paralizante, el absurdo y la frustración se reflejan en las viñetas que forman este film

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En Sobre lo infinito (Om det oändliga, Suecia-Noruega-Alemania-Francia, 2019) pasmoso film 6 como autor total del respetadísimo estilista sueco gothenburgués de 76 años Roy Andersson (Una historia sueca de amor 70, Canciones del segundo piso 00, Una paloma se posó en una rama para reflexionar sobre la existencia 14), mejor director en Venecia 19, una pareja abrazada vuela por los aires como en un cuadro de Marc Chagall, ella con dificultad se reacomoda mínimamente en su situación vuelta habitual, mientras quedamente resuena a lo lejos música sacra de la liturgia escandinava, y numerosas secuencias después esas mismas criaturas, aprovechando su privilegio de retornar al campo visual, van a reaparecer en el fondo del cielo como una mancha que crece con hipnótica lentitud y, cuando al fin ya se precisa por completo, la misma cálida voz femenina impersonal que ha venido interviniendo con parquedad a lo largo del no-relato (Jessica Louthander) verbaliza la visión del espectador para definir la nueva condición de la pareja (“Veo una pareja de amantes flotar sobre una ciudad en ruinas”), en tanto que cierta urbe bajo sus pies va revelando su antes decorativa e indefinible naturaleza devastada, y continúan surgiendo varias docenas de brevísimas anécdotas concentradas y dispersas a la vez, como la del pobre tipo que se desahoga en una entrada del Metro porque el otrora buleado condiscípulo hoy con doctorado está pasando a su lado sin saludarlo, la historia del cura desesperado porque ha perdido la fe y aun así debe darle la comunión a sus feligreses-clientela sin que su psiquiatra atienda sus delirios en el consultorio (“¿Qué voy a hacer ahora?, ¿qué voy a hacer ahora?”) porque prefiere no perder el autobús, los instantáneos e irrepetibles episodios bélicos de una retirada de prisioneros hacia un campo de concentración a través de una congelante tundra siberiana o del mismísimo Hitler aullante a la hora de los bombardeos a su búnker entre oficiales ya en trance suicida, el conato de comedia musical imposible del trío de chicas guapas intentando motivar en vano a tres estudiantes estáticos en un restaurante caminero, el suplicio del zapato roto de una madre con carriola que prefiere perderse descalza ante la indiferencia de un tipo clavado sobre su periódico en una estación de trenes, o el diminuto padre con rebelde paraguas negro y su hijita de sombrilla blanca al lado intentando cruzar bajo un diluvio el páramo que debía conducirlos hasta una fiesta de cumpleaños, a modo de simples ejemplos de un bien constituido y representado aunque inabarcable microdrama infinito.

 

 

El microdrama infinito despliega una hoy inequiparable capacidad de concentración creadora en sus planos-secuencia plenos de síntesis narrativa y asombro gélido, un solo emplazamiento y un encuadre único todoabarcador e inamovible cual perfecta equivalencia retrovanguardista del relato por cuadros del audaz pionero francoitaliano Ferdinand Zecca en los albores del siglo XX, al tiempo que una depuración formal que remite al realismo pictórico profundamente abierto al relato potencial del sueco Anders Zorn y el estadounidense maldito en su época Edward Hopper, con severa fotografía de Gergely Pálos a base de texturas refinadas en colores desvaídos cual depresivas fragancias evanescentes, entre el hiperrealismo de Weerasethakul (Cementerio de esplendor 15) y cualesquiera otros desvaríos a plano invariable del cine filipino (Lav Díaz, el pronto olvidado Raya Martin) ahora con un revestimiento estético atemporal que nada envidia a la gozosa errancia inmóvil del palestino Suleiman (De repente, el paraíso 19), entre un desgarrador Aleluya de la liturgia eslava y la crispada aria “Mira o Norma” de Bellini, entre la fabulosa colección de fantásticos cuadros vivientes y las figuras severas que jamás alcanzan a una agitación análoga a sus conmociones íntimas y estados inexpresables, los ínfimos dramas encarnizados que jamás serían noticia ni tema novelístico ni estructurada cineficción existencial, las parálisis de la voluntad anterior al mimodrama estoico, trátese de la jefa prepotente confrontada con su propio vacío al mirar desde su oficina-aparador, o el nuevo calvario crístico que vapulea y latiguea en medio de endurecidas criaturas emocionalmente ausentes, o la pareja anciana dialogando con el hijo fallecido en el panteón, porque la esencial formal del film es idéntica a la sustancia que especulan dos jóvenes estudiantes confinados en una habitación-torre con ventanal y telescopio al glosar la primera ley de la termodinámica (“La energía no se crea ni se destruye, sólo sufre transformaciones, y la tuya y la mía nunca dejarán de existir y pueden reencontrarse transformadas al cabo de millones de años como una papa y un tomate”/ “Prefiero ser el tomate”).

 

 

El microdrama infinito exige leerse y disfrutarse entonces como cualquier cosa menos como un mero conjunto de viñetas estáticas, sino como excipientes de la entropía de la desdicha y del duro deseo de durar de la tristeza paralizante, el patetismo quintaesenciado sin asperezas ni sobresaltos, la fascinante fotogenia congelada de la infelicidad irrecuperable, una áspera metafísica de la frustración, el absurdo indeliberado vuelto opresivo sin dejar de ser ominoso, el caleidoscopio de las crueldades cotidianas que optamos por ignorar, la integración de un verdadero ensayo visualista sobre la soledad de los entes vulnerables que somos todos sin distingo porque, diría Borges, “como a todos los seres humanos nos han tocado tiempos difíciles en qué vivir”.

 

Y el microdrama infinito culmina con la espantosa tragedia innombrable de un empequeñecido bípedo varado en medio del desierto, hurgando sin remedio en el cofre abierto de su vehículo y oteando en vano hacia la red de triviales horizontes inagotables que lo rodean, mientras un villancico navideño reverbera lejanísimo y apenas en burlón aumento (“Veo a un hombre en problemas con el coche”).

 

FOTO: Un rasgo distintivo de Sobre lo infinito es la influencia pictórica observable en la fotografía/ Especial

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