Salir de la incertidumbre
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POR EDUARDO ANTONIO PARRA
Desde los últimos años del siglo pasado hasta bien entrada la primera década del presente, el país vivió envuelto en una emergencia nacional, sin reconocer en verdad que se trataba de una emergencia nacional: la aparición constante de los cadáveres de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez.
Conforme aumentaba la cifra de las entonces llamadas “muertas de Juárez”, abundaron las especulaciones —que no investigaciones— y debates sobre las causas de esa violencia. Se habló de ritos satánicos, de asesinos seriales, de iniciaciones en la mafia y otras cosas más, cuando la explicación más precisa se hallaba en las explosiones violentas del machismo en que nos habíamos educado la inmensa mayoría de los mexicanos nacidos desde tiempos inmemoriales hasta por lo menos las décadas del sesenta y del setenta. Ante tales señales de alarma, y sin reconocer del todo esa “emergencia”, algo en nuestro interior nos decía que las cosas tenían que cambiar, pero la mayoría de los hombres optamos por la comodidad de seguir habitando un mundo hecho a nuestra medida, con la tranquilidad de que, si no contribuíamos al mal, si no fomentábamos las calamidades del machismo, nuestra consciencia y las mujeres que nos rodeaban no tendrían por qué reclamarnos nada.
No obstante, con o sin nuestra intervención directa, las cosas se transformaban. Poco a poco las mujeres comenzaron a tomar la iniciativa del cambio, a exigir nuevos patrones de conducta por parte de los hombres, a tratar de modificar un sistema milenario que incluía relaciones políticas, sociales, culturales, artísticas, lingüísticas y familiares, y con cada cambio que conseguían muchos cayéramos en un estado de incertidumbre, al grado de que, al iniciar la presente centuria, algunos nos preguntábamos: ¿qué es “ser hombre” en estos tiempos? La pregunta no era una bagatela. Surgía de la ansiedad de ver derrumbarse gran parte de las certezas en las que habíamos sido educados, de mirar cómo caían por tierra presupuestos culturales con los que nos habíamos formado.
Fue algo así como emigrar o ser exiliado: de pronto uno se hallaba inmerso en una cultura diferente que se oponía a la propia, donde incluso el idioma difería. El proceso de desaprendizaje de lo antiguo y de aprendizaje de lo nuevo fue arduo, aunque obligatorio, pues de otro modo se viviría por siempre como extranjero (o como una antigualla). Hubo resistencias internas fuertes —algunas subsisten aún—, costumbres difíciles de desarraigar, pero, como en toda revolución, fue preciso adaptarse, integrarse y ayudar a la conformación del nuevo contexto, porque intuíamos que no había marcha atrás y que lo que estaba surgiendo sería benéfico para todos. Hubo, también, por desgracia, quienes decidieron resistir, no adaptarse, reafirmarse en sus atavismos, luchar con violencia para conservar sus privilegios, radicalizarse…
Han pasado más de veinticinco años —un cuarto de siglo— desde que aparecieron los primeros cadáveres de mujeres en Ciudad Juárez, alrededor de veinte desde que los hombres vimos que el mundo —el patriarcado— en que fuimos formados comenzaba a desmoronarse. Quienes entonces optamos por el cambio, por la adaptación, tal vez pensamos que dos décadas serían tiempo suficiente para que la revolución feminista diera sus frutos, y que en 2020, en lo que se refiere a las relaciones entre hombres y mujeres, nuestro país ya tendría que estar en paz y ocupándose de otra cosa. Sin embargo, nada parece haber cambiado.
Fuera de nuestro entorno personal, donde las cosas sí mejoraron (por lo menos en apariencia), una ojeada a las noticias basta como confirmación que la emergencia nacional no sólo se mantiene, sino que se ha recrudecido. Ahora hay más feminicidios que nunca, y el rango de edad de las víctimas se amplió hasta incluir niñas. En las últimas semanas, el asesinato de Fátima, entre otros feminicidios, ha mantenido al país en un estado de indignación y depresión como no se había sentido en muchos años. Las mujeres, llenas de dolor y rabia justificados, toman las calles. La ira y la desolación cunden entre hombres y mujeres. Se culpa al sistema. Se culpa al gobierno. El gobierno culpa a los gobiernos anteriores. Se culpa a los hombres en general. Surgen señalamientos de “si no ayudas, eres parte del problema”, lo que es muy parecido a: “Si no estás conmigo estás contra mí”.
Es cierto, la violencia contra las mujeres es una tragedia nacional que debe desaparecer, pero, ¿cómo desaparecerla? ¿Con penas más severas para quienes la llevan a cabo? ¿Con más marchas? ¿Con más carteles en el metro? ¿Con nuevas reformas educativas para las escuelas? ¿Con campañas de sensibilización? Si mal no recuerdo, todo eso se ha hecho ya y no se han obtenido los resultados deseados, sobre todo porque se esperan resultados inmediatos para erradicar un problema de actitud (de los hombres) que lleva siglos entre nosotros. Líneas arriba mencioné que en el proceso de cambio y adaptación de los hombres durante las últimas dos décadas hubo resistencias fuertes, reafirmaciones de los atavismos, radicalizaciones. Pensábamos que el tiempo y las nuevas circunstancias en las relaciones femenino-masculinas terminarían por vencerlas. Sin embargo, nunca vimos venir la situación general de violencia en la que México estaría inmerso desde el estallido de “la guerra contra el narco”. Nunca se calculó que no hay nada como una guerra —interna o externa— para refortalecer los brotes de machismo en un país.
¿Cómo suprimir la violencia contra las mujeres si todo el territorio nacional se halla sumergido en un clima de violencia constante? ¿Si la tasa de homicidios no hace sino crecer día con día desde hace años? ¿Es posible cambiar la conducta de los hombres en este contexto? Suena difícil. Y mientras tanto, las mujeres continúan desprotegidas, vulnerables. Y los hombres que hace más de veinte años comenzamos a intentar el cambio en nuestro comportamiento hacia ellas, aún no sabemos cuándo saldremos de la incertidumbre.
ILUSTRACIÓN:
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