Salomé en Bellas Artes
POR IVÁN MARTÍNEZ
Para concluir su primera temporada del año, el pasado fin de semana, la Orquesta Sinfónica Nacional recurrió a la presentación de la polémica Salomé, ópera de Richard Strauss, en la que se anunciaban dos atractivos que podían dar mucho de qué hablar: la presentación de la soprano Elizabeth Blancke-Biggs en el rol titular, lo que auguraba potencia vocal y una versión semiescenificada firmada por Sergio Vela, que por razones no explicadas fue omitida.
Aunque establecida –y bien conocida y probada– en el repertorio operístico, Salomé es un título difícil. Al que se le teme por sus particularidades. Se conocen bien las dramáticas, expresivas, crudas, que pueden ser chocantes. Hay unas musicales que la colocan más cerca de los poemas sinfónicos de su autor, no solo en cronología, sino en su estructura, en la manera en la que Strauss trata su narrativa, en un solo arco sin pausa; este tratamiento de poema sinfónico operístico propone otros requerimientos para abordar la partitura, en palabras teatrales –para tomar su origen en la pieza de Wilde– hasta valdría compararlo con la lectura escenificada de un poema y la presentación de una pieza clásica dividida en escenas; particularmente, hay necesidades también que conjuntan lo que se ve con lo que se escucha: ya lo mencionó el propio compositor, cuando describió su ideal para el rol titular como “una princesa de dieciséis años que cante como Isolda”.
La semipuesta fue dirigida musicalmente por Carlos Miguel Prieto, titular del ensamble, quien lo hizo sonar muy bien. Es un director que, se sabe, estudia y conoce como pocos cada partitura a la que se enfrenta y en este caso, ha sabido moldear muy bien cada sección para calzarla con precisión a lo que quería de este gran poema sinfónico operístico. Particularmente, me sentí sorprendido con el desempeño de una sección del ensamble de la que tenía las más bajas expectativas en esta ocasión: los metales. No hay queja posible para esta ejecución de la Orquesta Sinfónica Nacional, éste debe ser su estándar.
Hay una decisión cuestionable, sin embargo, que lo es por las capacidades de Prieto y no por el resultado sonoro: la utilización de toda la orquesta. Bien, porque se escucha el cuerpo orquestal necesario, se disfruta la partitura de Strauss en todo su esplendor, pero el director tiene poca experiencia dirigiendo ópera y la falta de pericia para manejar los decibeles se vuelve más notoria con un cuerpo tan grande. Por momentos, pudo cuidar mejor el lucimiento de los solistas y, sin decir que faltase fluidez, intentar más el acompañamiento de él a ellos y no que ellos se adecuaran a él.
A él, ayudó mucho la presencia de Michael Recchiuti, conocido aquí por ser esposo de la soprano pero de trayectoria propia como director y acompañante operístico. Su presencia en los ensayos no fue solo fundamental en lo musical sino, y más importante, en la confección de la semi escena brindada a este concierto, de la que –error imperdonable- no se ofrece ningún crédito en el programa de mano.
El principal éxito fue para los solistas principales, Blancke-Biggs como Salomé, Peter Saltadi como Jokanaan, y, sobre todo, el tenor Chris Merrit como Herodes, fructíferos en la tesis que indica que la ópera es, cuando se está ante una auténtica pieza de dramaturgia musical, música antes que escena. La partitura de Strauss lo cuenta todo y ellos acudieron a ella con suficiente honestidad, sin dejar de ser fieles a su propia lectura. Los tres brillaron tanto en lo musical, precisos, imponentes, convincentes, como en la poca escena que pudieron realizar: Saltadi, decisivo en su indiferencia a la princesa, extraordinariamente claro en su canto dentro y fuera de escena, ella con la suficiente exuberancia a la que se puede acudir en un espacio tan reducido –y a las posibilidades que todavía le quedan para, digamos, escenificar la esperada Danza de los siete velos–, con una voz que todavía es poderosa y que mantiene un color que resulta esencial para esta partitura, y Merrit, el más contundente, orgánico y expresivo en su arco narrativo; él, un ejemplo grande, irrebatible, de cómo se conjuntan en un solo artista los talentos musicales y los actorales.
Sin ningún desmérito, aunque vocalmente dispares, resultaron los tres personajes que acompañan a los principales: como el joven sirio Narraboth, se distinguió el tenor Cameron Schutza con un canto firme y presencia elocuente; como paje de Herodias, la contralto Dolores Menéndez destacó por un canto muy lírico, con un bello timbre, y un desempeño escénico muy atractivo que demuestra que no hay papeles pequeños; mientras que la mezzo Nieves Navarro hizo una extraordinaria Herodias en lo visual, que pecó de una voz débil, con mucho aire, en lo musical.
Ya que es probable que no los volvamos a ver en una producción de la Ópera de Bellas Artes hasta el próximo año, no sobra la mención a quienes se desempeñaron con estima en los papeles de soldados, judíos, y nazarenos, y que forman parte del Coro del Teatro de Bellas Artes: Francisco Martínez, Luis Alberto Sánchez, Gilberto Amaro, Hugo Colín, Arturo López Castillo, José Luis Reynoso, Edgar Gutiérrez, Octavio Pérez, David Echeverría, Juan Pablo Sandoval.
*FOTO: Con la dirección de Carlos Miguel Prieto y una brillante actuación de las tres voces principales de la OSN, esta versión de Salomé resultó más que lograda/Lorena Alcaraz Minor
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