Salvador Novo: cronista y publicista

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Desde el refugio creativo que la publicidad dio al grupo Contemporáneos, Novo echó mano a su talento narrativo para ofrecer a los lectores del Boletín Mensual Carta Blanca, publicado durante los años 30, algunas crónicas que revivían episodios y de asueto en la vida del fin de siècle en la Ciudad de México. Estos cuatro textos, que se publicaron en estos fascículos comerciales, no han sido recogidas hasta el momento en sus libros

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El Boletín Mensual Carta Blanca, como me dijo Miguel Capistrán en reiteradas ocasiones, fue una idea de Xavier Villaurrutia pero la ejecutó Salvador Novo, quien ya para entonces empezaba a trabajar en su ascendente carrera de publicista como ejecutivo de cuenta para la difusión de productos del Grupo Monterrey, en cuyo conglomerado se encontraba la Cervecería Cuauhtémoc que era la que producía la cerveza Carta Blanca. El Boletín se imprimió durante cinco años, de 1934 a 1939, y además de promocionar la cerveza de “oro pálido, exquisitamente espumoso”, se proponía, según Villaurrutia, difundir las obras más importantes de la pintura nacional e internacional acompañadas de un breve texto de alguno de los Contemporáneos: así, el propio Villaurrutia escribió sobre Agustín Lazo o Pedro Ramírez, Jorge Cuesta sobre Carlos Mérida, Samuel Ramos sobre Diego Rivera, José Gorostiza sobre Siqueiros o Luis Juárez, Luis Cardoza y Aragón sobre Julio Castellanos…

En 13 números, de marzo de 1938 a abril de 1939, apareció la columna “Estampas del México viejo” al lado del texto sobre pintura (aquí sólo se ofrecen cuatro de esas trece entregas). Dicha columna se publicó sin firma y por eso mismo no han sido recogidas. Sin embargo, Novo le confesó a Capistrán que era suyas. Esto no es difícil de dilucidar, no sólo porque –como ya se dijo–, él era tanto editor responsable del Boletín como el publicista encargado de la marca. Además, estos textos poseen como sello particular la inconfundible prosa de Novo, el único que podría saber y aportar todos esos datos curiosos con que aderezaba sus amenas crónicas.

Así, Novo conjuntaba en esas estampas sus oficios de publicista y cronista, a los que prácticamente se dedicaría de lleno en sus últimos años de vida. Son ágiles y fluidas tal vez porque desde entonces obedecía su máxima según la cual ningún artículo debía tomarle más de 15 minutos en escribirlo. La marca de una cerveza le dio el pretexto ideal para lucir su pluma junto con el gran bagaje que tenía sobre el estilo de vida de la aristócrata sociedad porfiriana de fin de siècle y sobre esta ciudad, de la que se convertirá en cronista oficial. El principal valor de estas breves crónicas reside en que muchos de los lugares descritos han desaparecido, por cual son un invaluable testimonio sobre la Ciudad de México.

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Sergio Téllez-Pon

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POR SALVADOR NOVO

El Tívoli

Hubo una época –oh, jóvenes cuyo “último modelo” devora distancias– en que la Tlaxpana quedaba muy lejos de este noble Ciudad de México. Lo que hoy llamamos “primer cuadro” era casi toda la ciudad, y en sus alrededores el aire fresco y limpio, los árboles cargados de nidos, invitaban a dejar su bullicio por unas cuantas horas de señorial asueto, como hoy nos llama Cuernavaca.

Por el lejano San Cosme, allá al extremo del Puente de Alvarado, quedaba el Tívoli. Un hermoso parque de fresnos seculares; terreno compartido en prados y jardines: tortuosas callecillas acotadas por macetones con rosales y hortensias; musgosas colinas, estanques con ánsares que se deslizaban quietos; fuentes, cenadores y kioskos en medio de los prados; y, maravilla de su siglo, el “Cenador de Robinson”, sostenido en alto por dos fresnos corpulentos; una gran jaula de palomas viajeras, calandrias y gorriones que trinaban sin cesar en la espesura, y por último un cuadrumano que con sus piruetas en la cuerda tensa divertía a los hombres y espantaba a las señoras.

Con una larga tradición de buenos cocineros –“el bueno de Fortuné, el excelente Porraz”– el Tívoli ofrecía a nuestros señoriales abuelos las largas, suculentas listas de sus platillos servidos en sus mágicos kioskos. En la literatura del siglo pasado, cuando es día grande, los autores llevan a sus personajes a comer al Tívoli, y desfilan ante los ojos engreídos de sus invitados los menús de hasta 21 números, que concluyen con deliciosos “glaces mexicaines”. –La suculencia de los platillos, el romántico ambiente poblado de trinos y de aromas, bien valía la pena del largo viaje… hasta San Cosme.

Un día de 1890 la cerveza Carta Blanca, exquisitamente servida, añadió al Tívoli de San Cosme un atractivo más. Hoy el Tívoli ha desaparecido; los jóvenes parten raudos hacia nuevos sitios de fresco recreo. Pero –mágico don de imperecedero prestigio –la cerveza de sus abuelos les aguarda en los nuevos tívolis para brindarles, siempre exquisita, el tesoro de su frescura.

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Una jamaica en Santa María

La alameda de Santa María –la “Alamedita”, como familiarmente se le llamaba–, en que perdura aún domingo a domingo la dulcemente mexicana costumbre del “paseo” de los jóvenes, después de la misa, fue testigo, en septiembre de 1896, de una animadísima “Jamaica” o kermess. Las aristocráticas colonias de Santa María y San Cosme estuvieron en ella representadas por sus más bellas señoritas, que en vistosos trajes de fantasía atendieron graciosamente los puestos instalados en la Alameda.

Un anónimo cronista de El Mundo, enviado por su periódico para premiar el atavío más original con un ramo de flores y la publicación del retrato de la bella que lo luciera, nos ha conservado una minuciosa referencia de aquella alegre, cordial fiesta a que concurrieron, en flor, sus juventudes, damas cuyos apellidos ilustres perduran en la vida social del México contemporáneo. Una hada y una gitana custodiaban la entrada. A la izquierda levantábase el salón de refrescos, adornado con flores y farolillos, y ostentando en su frontispicio la gloriosa fecha: 1810. Seguía el puesto de confetti; e inmediato a él, hallábase la venta de cerveza y sandwichs, formando una construcción azteca de muy bonito efecto. A éste seguía el puesto chino, con profusión de crisantemos, no tan bellos como las lindas expendedoras. La mirada del paseante deteníase después en la repostería, donde se hallaba un grupo de encantadoras damas y señoritas; de ahí, pasaba embelesada a las japonerías, un primoroso puestecillo; de éstas al expendio de licores, a la Tómbola, al combate de flores, al puesto de los dulces, al de flores, la Rifa Zoológica y el de helados y pasteles; y por dondequiera que se volvían los ojos llenos de grato asombro, miradas radiosas, rostros sonrosados, perfumes, animación, belleza y vida.

Y ahí estaba Carta Blanca. Ayer, como hoy, refinada, exquisita, depositaria, en su pureza, de las mejores tradiciones del México aristócratico.

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El Frontón, fiesta alegre

Si nuestra capital puede enorgullecerse de poseer en el Frontón México una espléndida cancha, y de cultivar por este bello deporte una afición que le permite presenciar los mejores partidos del mundo, pocos mexicanos saben o recuerdan que esta afición cuenta entre las tradiciones de la metrópoli un viejo y sólido arraigo. Ya para fines del siglo pasado [XIX], el “pelotarismo”, como lo definían los periódicos de entonces, cundía en México “de una manera nunca vista”, y despertaba gran entusiasmo entre los aficionados que tres veces a la semana, cuando menos, apostaban a los colorados o a los azules.

Las revistas de aquella época nos conservan la vera efigie de los antecesores de nuestros Berrondos y Celayas; se llamaban Gogorza, Urcelay, Alí mayor y Alí menor, La Vaca, Arana, Chiquito Aragonés, Urvieta mayor y menor, Ambrosio Iriondo, Aguirre, Mondragón, Guerrita: peinaban sus cabellos partiéndolos para hacerse una onda lubricada y rizada sobre la cien derecha, y aparentemente cultivaban el orgullo de sus prolongados, puntiagudos bigotes.

Era, todavía, la Edad de la Ópera. A semejanza de este espectáculo, el Jai Alai abría abonos para sus temporadas de diez funciones. A la inauguración del Jai Alai, que era “un magnífico edificio situado en la colonia de Tecoac, antiguo paseo de Bucareli, y hoy (en 1896) calle Sur número 12”, concurrió la flor y nata de la aristocracia mexicana. Como en los partidos actuales, las opiniones y las preferencias se dividían calurosamente, y en reñidas justas los pelotaris mimados defendían sus títulos frente a los que acababan de llegar.

En un punto –lo mismo que hoy– coincidía la preferencia de azulófilos y coloradólatras; concluida la excitación partidista del juego, unos y otros colmaban sus nervios apurando en paz una exquisita Carta Blanca, ya desde entonces símbolo de distinción, testigo de toda fiesta alegre.

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Un domingo de 1890

Los domingos uniforman al mundo”, ha dicho un escritor mexicano; “Si todos los días fueran domingos, no habría países”. En efecto, la “presión arterial” de las ciudades baja siempre este día de descanso en que despertamos más tarde un sol más vivo nos llama a disfrutar del paseo al aire libre.

Por 1890 nuestros abuelos aguardaban con ansia el domingo. El lejano Chapultepec los invitaba con sus grandes árboles cuajados de leyendas heroicas y románticas, con su suntuoso desfile de coches ocupados por bellas mujeres “ricamente ataviadas”, como se decía entonces, tirados por troncos de caballos que todo el mundo conocía y admiraba con un afecto más dulce que el que hoy se pone en reconocer y envidiar un aerodinámico 1937 de tantos más cuantos cilindros. Y luego, ¡las bandas de música! En la cristalina quietud de un aire no saturado de claxons, las notas de “Poeta y Campesino” brotaban del hoy desierto kiosko, se mecían voluptuosamente y llegaban a deleitar a quienes, cómodamente instalados en el Café de Chapultepec, sorbían con lentitud y elegancia sus vasos ambarinos de Carta Blanca.

Para quienes no desearan emprender el largo camino de Chapultepec, la Alameda tenía también la esperada sorpresa de sus bandas de música, de su concurrido paseo a pie. Allí nuestros padres, niños vestidos de marinero o con grandes cuellos Etonianos, iban de la mano de nuestros solemnes y musicales abuelos, y compraban un globo o una golosina, mientras los señores grandes, como en los Bier Gärten de Viena, cruzaban una pierna entallada en el pantalón beige sin valenciana y cumplían el rito elegante de beber Carta Blanca.

“Cuántos recuerdos, qué conmovedores y dulces cuadros de ayer evoca en su limpidez confortante la cerveza de ayer y de hoy, Carta Blanca, siempre calificada de exquisita”.

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FOTO: De de 1934 a 1939, el Boletín Mensual Carta Blanca se nutrió de la pluma de Salvador Novo y Xavier Villaurrutia para promocionar la cerveza de “oro pálido, exquisitamente espumoso”. / Especial

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