Una noble amistad: Sara Mesa
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Los dúos en la literatura, sean o no parejas propiamente dichas, empiezan entre los griegos, con Adán y Eva y aún antes. Quizá los últimos antiguos sean Dante y Virgilio, mientras que los modernos más tempranos bien puedan ser Don Quijote y Sancho Panza. Mujeres y hombres bien o mal avenidos pueblan las novelas de Austen y de Brontë; el par emblematizado por Fortuna y Jacinta, en la novela del mismo nombre, de Pérez Galdós, se cuenta entre los más memorables. Con Cara de pan (Anagrama, 2019), Sara Mesa, la narradora sevillana nacida en Madrid (1976), propone una pareja disfuncional y asimétrica, pero a su manera fiel a sí misma, la compuesta por “Casi” porque casi tiene catorce años y el Viejo, pensionado por la vida, ornitólogo aficionado, sospechoso por haber pasado por el manicomio.
A diferencia de otras de sus novelas (no conozco Un amor, la más reciente), estructuradas de una manera panorámica o arquitectónica (Cuatro por cuatro, 2012) o con esa suerte de andamiaje tan particular como lo es la trama epistolar (Cicatriz, 2015), para Cara de pan Mesa escogió el encuentro entre dos seres excluidos, a la manera de esa McCullers a quien, con las razones de la empatía más profunda, tanto admira. Como en sus cuentos (los de Mala letra, por ejemplo, de 2016) y en el resto de sus novelas, Mesa es de aquellos narradores que traen el arte de contar en la sangre. Flaubert, según Thibaudet, no lo tenía y por ello cincelaba frase por frase, lo cual le valió un regaño de Proust, quien hallaba imposible la existencia de esa naturalidad, olvidando adrede a su maestro Balzac.
El Viejo encuentra a Casi en un escondite en el parque público, lugar a la vez banal e iniciático donde harán su episódica vida, cuya fascinación pondrá a la adolescente en condiciones de abandonar la escuela para escapar cada mañana con su cómplice adulto ante la inadvertencia de sus padres, quienes tardan tres meses en descubrir la engañifa. Mientras todo ello sucede los “operarios” del parque, es decir, quienes lo cuidan a cuenta de la alcaldía, los miran con recelo.
Su amistad es una de las más nobles que yo haya leído en la literatura reciente en nuestra lengua. Superada la inicial desconfianza de la jovencita –bien advertida, como debe de ser, de los abusadores y sus depredaciones– establece con el Viejo una intimidad que probablemente no despreciarían ni los personajes de Huckleberry Finn o ni los de La educación sentimental. Casi y el Viejo hablan de pájaros, ven crecer la hierba o comentan los libros tomados a préstamo, por ella, de la estantería de su hermano mayor ausente.
Pero esa pareja es, porque así lo determina la sociedad de nuestro siglo, en principio, sospechosa y más temprano que tarde, al descubrirse el planeadísimo ausentismo escolar de Casi, cae sobre ella la vigilancia y sobre él, el castigo. Como toda verdadera amistad entre mujer y hombre, la contada por Mesa en Cara de pan, no es ajena al erotismo. Quizá sea un probable avatar de Lolita, de Vladimir Nabokov, donde Mesa juega a invertir los términos y hace que, en el relato, el único episodio de escarceo sexual –bastante simple– sea por deseo de la adolescente y no del Viejo, quien escapa, aterrado, de la situación.
Ante la joven que se exhibe pretextando una herida, “el Viejo retrocede, se tapa la cara horrorizado, con los dedos extendidos, sus dedos gordos, feos y pecosos. ¿Qué haces, qué te hecho?, pregunta, como si lo estuviese sometiendo a un castigo. Ella se queda inmóvil. Realmente se queda de piedra, se le agarrotan los brazos, y las piernas, todo el calor se le sube a la cara y el resto del cuerpo se le enfría, se le hiela. Tápate, Casi, susurra el Viejo, todavía con la cara oculta tras los dedos porque los músculos no le obedecen como debieran. Lo ve asustado pero no sabe bien por qué está asustado. ¿Por qué podrían pillarlo los operarios y descubrirlo justo ahora, en ese aprieto? ¿O porque ella le horripila, le da asco? Rompe a llorar, tan desconcertada como él. El Viejo se aproxima, como si quisiera consolarla, pero retrocede otra vez, mientras los dedos bajan poco a poco por su rostro, dejando ya a la vista los ojos desorbitados, unos ojos distintos que la miran como jamás la habían mirado antes” (pp. 100-101).
Aunque el Viejo escapa de Casi y al siguiente encuentro le suplica que nunca más vuelva a mostrarse así, el mal está hecho. Ella lleva un diario donde se dedica –sin saberlo– a la ficción y hace lo que todos aquellos quienes llevamos una bitácora de ese tipo: inventar e inventarnos, relatar fantasías piadosas o hacernos responsables de actos grotescos, maltratar al prójimo semejante, mentirle al propio diario, etc.
Cara de pan es, canónicamente, un libro sobre otro libro, como Cuatro por cuatro. Late en la sombra ese libro que no leeremos pero del que todo proviene: “un libro por venir”, como diría el oscuro Blanchot. Y el diario cae, finalmente, en manos de la familia de Casi y esa versión es la que llega a las autoridades, esos “policías de la mente” como los llama el Viejo, quienes interrogan a ese hombre sin oficio ni beneficio que salvo a los pájaros no ama a otro ser que a Nina Simone, la cantante negra víctima de la violencia sexual y del racismo.
Cara de pan –como llamaban burlonamente a Casi en su escuela– es una estricta novela corta. No es breve porque haya poco que contar sino porque la autora escogió deliberadamente la profundidad contra la extensión. Ella misma cuenta, en una nota final, que Cara de pan es el desarrollo de un cuento suyo anterior (“A contrapelo”) y es notoria la capacidad para concentrarse en ese par genésico de personajes. El resto del mundo, previsiblemente, es “ancho y ajeno”, poblado de seres incapaces –así lo quiere Mesa– de encarnar en personajes. Se limitan a ejercer funciones. Ello es frecuente en su narrativa. Los otros están muy lejos, decididamente descartados como intrusos o sometidos a cumplir actividades del orden vicario.
Tras el incidente, el Viejo es detenido y liberado –sospechoso por antecedentes inocuos y remotos pero culpable dada su condición de “retrasado” mental– y Casi es remitida a una escuela más rigurosa que aquélla de la cual escapó para protagonizar, en el parque de la ciudad, un idilio casi bucólico. Ambos amigos –nunca son ni han sido otra cosa– se reencuentran en su calidad de veteranos de una guerra ínfima que, sin embargo, ha llenado sus vidas. Para Casi aquello ha sido una verdadera iniciación en los sorprendentes misterios del deseo, las rutinarias ocupaciones de la autoridad y en los “delitos contra la libertad sexual”, subrayados por Mesa. Para el Viejo, el desenlace es una reiteración de su no-lugar en un universo que justifica su pasión por la libertad, en el vuelo, de las aves.
El final es abrupto. No lo voy a contar, desde luego, porque no se debe hacer y porque mi admiración por el arte de Mesa supone la complicidad del crítico. Cara de pan, por ese rigor en el reparto, fluye como si fuese un relato ruso y rusa –por Nabokov– es la provocación montada, sin insidia pero con determinación, por Mesa en este su penúltimo libro. Su prosa, insisto, es exacta y por ello se lee muy bien, pero a estas alturas decirlo no es mayor elogio. Me importa que Mesa plantea problemas y se aventura a proponer soluciones ajenas a las convenciones manidas. Como lo hizo Nabokov, pero también como lo logra el mejor de los Coetzee (hay otro, el moralizador, del que descreo).
Sara Mesa no confía demasiado en los lectores y hace bien. Actitud, debe decirse, no muy frecuente en el dominio de la literatura contemporánea.
FOTO: Sara Mesa (Madrid, 1976) inició su carrera literaria con el poemario Este jilguero agenda (2007), al que siguió su libro de cuentos La sobriedad del galápago (2008).
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