Sergio Pitol: más allá de los lugares comunes

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Su carácter explorador, excéntrico y paródico lo llevó a conciliar el impulso narrativo con el ensayístico, según revela este ensayo que ahonda en las genealogías literarias del autor de El maestro de Viena
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POR JEZREEL SALAZAR

Frente al universo anecdótico que suele multiplicarse cuando desaparece un autor insustituible, resulta esencial ir más allá de los lugares comunes en torno a su personalidad para situarlo de mejor modo en la historia literaria del país. Entre los calificativos que suelen acompañar a Sergio Pitol (y que seguramente se repetirán centenares de veces en estos días), hay uno que me parece difícil de seguir sosteniendo: la vanguardista voluntad de su obra, que se supone acompañaría a su extravagancia personal. La idea de que perteneció al universo de “los raros” me parece poco seria, demasiado coyuntural y asociada al desconocimiento de sus libros. Cuando uno revisa los comentarios críticos a la serie de textos que publicó después de volver a Xalapa en 1993 (tras el larguísimo periplo durante el cual vivió fuera del país), se habla de libros insólitos, híbridos, posmodernos o difíciles de clasificar. Hay algo de razón en ello, pero estos epítetos nos llevan a leer tales obras como desconectadas de su producción literaria previa y como los escritos de un autor de culto, cuando fue la publicación precisamente de esos libros lo que lo llevó a la consagración, comprobable con el premio Cervantes que obtuvo en 2005.

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Su llamada Trilogía de la memoria (que no es una trilogía si consideramos que además de El arte de la fuga, El viaje y El mago de Viena, Pitol publicó Una autobiografía soterrada…, Memoria 1933-1966 y El tercer personaje), suele interpretarse como la obra de un escritor que en sus últimos años habría abandonado la novela con el objetivo de transgredir los cánones previos; en ese sentido, estaríamos ante un vanguardista. No estoy de acuerdo. La ambigüedad genérica de sus últimas obras responde no a un afán de ruptura, sino a esa exploración de los límites que tanto interesaba a Pitol. Más que ante un desacralizador posmoderno, estamos ante un sátiro moderno, en cuya escritura lo que prevalece no es la búsqueda de innovación, sino el afán de trastornar su entorno. De ahí que su espíritu no sea bélico, sino festivo: su proyecto no tiene como mira la confrontación, mas sí el festejo. El tono de su literatura confirma lo anterior: sus libros no están del lado de la épica, sino de la comedia. Diría más: sus hallazgos formales no nacieron al amparo de una moda o en contra de una tradición, sino en relación con una manera personal de ver el mundo.

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Por ello, en los mejores momentos de las últimas obras de Pitol, el fresco autobiográfico alcanza un tono confesional ligado al desplante, la jocosidad delirante y el esperpento social. Más que la iconoclasia pública, Pitol prefería la conspiración cómplice y privada, la ridiculización festiva de las solemnidades, las hipocresías y las autocomplacencias. De ahí también que no sea posible sostener que la ambigua escritura autobiográfica de Pitol se derive de una búsqueda vanguardista o posmoderna. Es necesario rastrear en otro lugar su origen.

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Cuando Pitol afirmó que lo que le interesaba del mundo latino era su carácter de “simultaneidad en lo diverso”, formuló una noción que parece describir no sólo el espíritu libertario de su obra, sino también la ambigüedad genérica de la Trilogía de la memoria, y específicamente de El mago de Viena. Múltiples formas discursivas y tipologías textuales aparecen en el mismo lugar al mismo tiempo, como si se tratase de una suerte de aleph textualizado. En una entrevista, Carlos Monsiváis le hace una pregunta que nos confirma este elemento borgeano: “En El mago de Viena, más que en ningún otro de tus libros, localizo las referencias a tu ‘carpintería’, al modo en que observas, memorizas, inventas, borras. ¿Por qué acercar a los lectores a las entrañas de tu trabajo?” Pitol le responde: “La carpintería es absolutamente indispensable en mi obra, especialmente en este Mago de Viena. Su escritura es su construcción. Es un libro que nace bajo la sombra de un lema primordial de los alquimistas: ‘Todo está en todo’”.

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Esta simultaneidad en lo diverso no justifica simplificar la obra al caracterizarla como el resultado de la desaparición de los géneros (o de la presencia de rasgos posmodernos en su escritura). El problema de hacer esto es que tiende a homogeneizar las particularidades de cada uno de los libros, lo que impide comprender el modo distintivo en que se engarzan las distintas formas genéricas en ellos. Del mismo modo, meter en un mismo cajón de sastre obras que poseen su propia organización formal dificulta apreciar el devenir del proyecto escritural del narrador veracruzano. Y no sólo eso, también borra de tajo la genealogía peculiar de la cual surge cada obra, una genealogía que por lo demás resulta de gran importancia para Pitol, como una y otra vez nos lo recuerda en sus reflexiones como lector.

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Una idea reiterada a la hora de leer a Pitol es el establecimiento de cortes entre distintos periodos, los cuales supondrían cambios fundamentales en su producción, hallazgos creativos que aparentemente trajeron consigo modificaciones tajantes al interior de su arte poética. Esta lectura se debe, en parte, a que el propio Pitol ha enumerado estas etapas a la hora de narrar su evolución intelectual. De acuerdo a esta mirada esquemática, la primera etapa estaría constituida por los primeros cuentos compilados en Tiempo cercado; la segunda por dos volúmenes más de cuentos (Los climas y No hay tal lugar) y las novelas El tañido de una flauta y Juegos florales; la tercera por el Tríptico del carnaval; y la cuarta por la Trilogía de la memoria. Romper este encajonamiento y rastrear algunas líneas de continuidad puede ser útil para comprender mejor el valor de la escritura de Pitol.

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Al explicar cómo escribió su primera novela, El tañido de una flauta, afirmaba: “El terror de crear un híbrido entre el relato y el tratado ensayístico me impulsó a intensificar los elementos narrativos”. Y sí. Cuando uno lee El tañido de una flauta puede comprobar que desde sus inicios Pitol tenía una fuerte tendencia a dilatar las tramas en favor de la reflexión, la cual casi siempre se expresaba a través de elementos metadiscursivos. En ese sentido, lo que Ricardo Piglia llama metacrítica (el uso de la crítica al interior de la ficción) sería una de las marcas estilísticas de Pitol. El empleo intensivo de estructuras de carácter digresivo así como el uso reiterado del comentario interno son rasgos que pueden apreciarse en otras de sus novelas y en muchos de sus cuentos.

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Lo que llama la atención es cómo Pitol calificaba ese impulso creativo de mezclar narración y reflexión en términos negativos: “El terror de crear un híbrido”, decía. De esa misma relación conflictiva nació, treinta y tres años después, un libro como El mago de Viena, y es que el recelo de publicar un libro de ensayos aburrido, tradicional y estático (un libro contrario a su carácter explorador, excéntrico y paródico), lo llevó a experimentar formalmente con él, introduciendo componentes narrativos y elementos de fabulación.

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Como si combatiera concientemente la tendencia a la reflexión y a la crítica de textos, Pitol pensó sus obras bajo el ideal narrativo de la novela, pero paradójicamente no pudo anular el impulso ensayístico que siempre lo acompañó, debido a la gran autoconciencia que poseía como narrador. En esta tensión intrínseca se encuentra buena parte del atractivo de su obra. Vista desde esta perspectiva, su historia fue la del escritor que se la pasó buscando una forma de conciliar dos sistemas de escritura tradicionalmente concebidos como opuestos (dado que toda reflexión merma el carácter narrativo de un texto y en la medida en que narración equivale a acción).

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Lo significativo es que quizá sea en El mago de Viena en donde mejor logró hacer convivir esta escritura dual, bajo el engrudo de lo autobiográfico (basta recordar que El arte de la fuga mantenía estructuralmente una división entre “Memoria”, “Escritura”, “Lecturas”, y que El viaje alternaba entradas de un diario con comentarios de lectura y crónicas autobiográficas).

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Consciente de lo anterior, al referirse a la forma de este tipo de obras, el propio Pitol señaló en la introducción a sus Escritos autobiográficos: “En esta fuga de géneros literarios casi todos los ensayos se imbrican con algún relato. El ensayo y la narración se unifican”. Fuga de géneros fue la formulación que utilizó Pitol en una reflexión en donde la carga negativa con la que se refería a la hibridación textual había desaparecido.

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El epígrafe de E. M. Forster con el que inicia El mago de Viena (“Only connect…”) es también una señal en este sentido, pues alude al principio de asociación libre propio del ensayo como marca fundamental de la estructura de la obra, principio que ahí se vuelve prácticamente un mecanismo narrativo gracias a que el propio autor, ya convertido en personaje, adopta el papel de eje articulador: “En realidad la autobiografía está presente desde mis primeros cuentos y en la Trilogía de la memoria lo que busqué fue una forma distinta de abordarla, convirtiéndome en el personaje que deambula por todas sus páginas”.

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Vista así, la ambigüedad genérica de El mago de Viena no es resultado posmoderno o rupturista de un proyecto de vanguardia, sino la solución personal que Pitol encuentra a la evolución interna de su propia obra. De igual modo, tiene que ver con la genealogía literaria que construye Pitol para dialogar con la literatura mundial y hacerse un lugar especial al interior del campo cultural mexicano.

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Como ha planteado Ignacio Sánchez Prado, la estrategia fundamental de Pitol a la hora de construir sus genealogías literarias consistió en la reivindicación de figuras u obras “menores”, que le permitían inscribirse en “cánones que salen de las líneas centrales de la modernidad narrativa occidental”. Al filiarse a esos espacios marginales del canon de occidente, Pitol reivindicaba la excentricidad como modo de lectura y se situaba, a partir de esa genealogía novedosa, al costado de la tradición literaria dominante en México. Si pensamos que en el momento en que apareció El arte de la fuga no se estaban publicando en México libros parecidos, y recordamos que fue a partir de ahí que Pitol comenzó su camino de consagración, podemos afirmar que el efecto renovador y recanonizador de su estrategia tuvo éxito.

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Hay que decir que la genealogía personal de Pitol, además de muy original, fue realmente diversa. Así como en el Tríptico del carnaval su linaje fue elaborado a partir de autores de la tradición eslava y sajona dedicados a la sátira (lo que le permitió construir un novedoso contexto de lectura para su propia obra), en sus textos memorialísticos Pitol bebió de otras fuentes. En principio, la tradición alemana de la novela-ensayo en sus versiones clásicas (Mann, Broch) y contemporáneas (Magris y Sebald), que tiene al pensamiento como un elemento fundamental de la narración; además recuperó libros de algunos autores eslavos, sobre todo rusos, en donde lo biográfico se mezcla con la teoría o la reflexión (Tsvetáieva, Tinianov). Y para el caso iberoamericano, Pitol recobró la miscelánea ensayística de Reyes, con toda su capacidad para el ars combinatoria, así como la obra de Vila-Matas con su fuerte tendencia a mezclar fabulación y alegato intelectual.

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El lugar singular de Pitol en la literatura mexicana depende de esta doble estrategia discursiva (narrativizar la crítica y construir una genealogía descentrada). De ahí derivan buena parte de las razones intelectuales (y afectivas) del por qué vamos a extrañarlo.

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FOTO:  Sergio Pitol en su casa de Xalapa durante su última entrevista, para Confabulario, en mayo de 2016. / Karlo Reyes / EL UNIVERSAL

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