Seriefilia, el nuevo carpe diem
Un lector husmea en una conversación ajena y no puede parar de seguirla, pues se habla de series de televisión, aquellas que han reformulado el oficio narrativo con los viejos trucos de las novelas por entregas del siglo XIX, convirtiéndose en una de las formas más populares del ocio contemporáneo
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POR LEONARDO TARIFEÑO
Su perfume dulce, penetrante y vulgar llegó antes que ellos al café. Yo levanté la mirada de Carpe diem, de Saul Bellow, porque el súbito olor a congal hacía imposible que pudiera concentrarme en otra cosa, y aproveché la interrupción para acercarme a la barra y pedir un segundo capuccino. A medida que entraban me pareció notar que quizás el perfume resultaba tan desagradable porque no era uno, sino la aborrecible mezcla de dos, y confirmé esa pésima sospecha cuando ambos portadores enlazaron aún más sus fragancias al sentarse en la única mesa libre del café, la que estaba justo al lado de la mía. De regreso con mi capuccino, envuelto en una densa bruma aromática que pasaba de la bergamota a la mandarina y de ahí a la lavanda y el jazmín, sabía que me costaría mucho volver al libro de Bellow, pero a cambio podría dedicarme a verlos de cerca, fisgonear su intimidad y escuchar toda su conversación.
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Eran dos chicos gays de unos veintitantos, uno alto y rapado, el otro chaparro y de lentes, y por sus rápidos comentarios me enteré que llegaron a mi café de todos los días no porque lo hubieran planeado, sino para escapar de la lluvia que comenzaba a caer. El mutuo abuso de perfume indicaba que tal vez vivían su primera cita, o un primer encuentro tras hacer match en Grindr, en todo caso algo que raramente, o mejor dicho nunca, ocurre en el café al que asisto cada tarde. Sorprendido por la novedad y oculto tras la novela de Bellow, me dispuse a espiar un coqueteo frontal y abierto, esa actuación de confesiones divertidas y provocadoras que todos interpretamos alguna vez en el teatro de la seducción. Me recordé a mí mismo en situaciones parecidas, lejanas pero no lo suficiente como para haberlas olvidado. El asombro, exagerado a propósito, al descubrir el gusto (o el odio) por una misma canción. El diálogo poblado de fantasías, viajes evocados y sueños incumplidos pero que podrían cumplirse de a dos. La risa al hablar de algún amigo en común, los nervios indisimulables, el deseo agazapado y a punto de liberarse. Ante todo eso estaba yo, en la primera fila de un amor en ciernes, así que una vez más puse mi mejor cara de lector ensimismado para dedicarme a escuchar. ¿Y de qué hablaban dos jóvenes que se querían li gar? ¿De ilusiones, de promesas, de su idea del amor? No. De series.
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A uno, el chaparro, le gustaba La casa de papel. Al otro, el rapado, RuPaul’s Drag Race. El chaparro se quería hacer el interesante y decía que la gracia de La casa de papel era que los héroes son los malos, los ladrones, un argumento discutible porque los delincuentes de esa historia no son los malos, sino los buenos. El rapado sólo quería hablar de personajes gays y de su amplísimo catálogo mental sacó a relucir escenas de Shameless, Orange is The New Black, The Good Fight, Sense 8, The Handmaid’s Tale y Jessica Jones. Ambos compartían su fascinación por Breaking Bad, en su momento se habían divertido con Friends y The Big Bang Theory y tenían fantasías eróticas con el legendario doctor House. Hablaban de su mundo televisivo con la misma cercanía que en otras épocas se sentía por las estrellas de rock, los protagonistas de alguna que otra novela o los anti-héroes de las películas de culto. Y cuanto más se explayaban en su ida y vuelta, más asentía o discutía yo en mis adentros. Sí, la escandinava Bron / Broen es mil veces más potente y verosímil que su versión estadunidense, The Bridge, por mucho que les pese a sus estrellas, Diane Kruger y Demián Bichir. Más o menos pasa lo mismo, pensaba yo, con la danesa Forbrydelsen y su remake, The Killing, lograda pero no tanto como su original. Sí, The Handmaid’s Tale puede ser muy dura, pero para mí esa no es una razón para dejar de verla, tal como aseguraban en la mesa de al lado. Y no, en mi caso las más adictivas no son Game of Thrones, Mad Men y The Walking Dead, sino Homeland, The Americans y House of Cards. En media hora, o más, estos chicos no habían dejado de comentar series, y lo curioso del asunto era que yo conocía casi todas de las que hablaban. No estábamos, por lo tanto, ante una postal millennial. Cuando empecé a tomar mi capuccino pensé algo por el estilo, que su diálogo podía ser un buen ejemplo de cultura generacional. Al terminarlo me di cuenta que no, que el momento constituía el retrato de una época porque, a su manera, iba más allá de ellos y abarcaba todo lo que había a su alrededor. Una pareja gay coqueteaba sin esconderse de las miradas discriminatorias en un mínimo café del norte de la ciudad. Su vecino de mesa se les unía mentalmente para pensar en series, y al hacerlo dejaba de leer el libro que tenía entre las manos.
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El perfume seguía sin evaporarse y a mí todavía me costaba volver a Bellow. Si el amor triunfaba en la mesa de al lado, ¿llegarían al insólito día en el que, como en mi caso, los dos miembros de la pareja tendrían cuentas separadas de Netflix, para no contaminar su lista personal con gustos ajenos? ¿Se llenarían de reproches ante la hipotética situación en la que uno osa ver antes que el otro un capítulo de la serie a la que están enganchados? ¿Terminarán por recordar los años de sus vidas compartidas de acuerdo a tal o cual temporada de Game of Thrones? Cualquier respuesta afirmativa a estas preguntas implica un cierto grado de adicción a una de las formas más populares del ocio contemporáneo: la “seriefilia” que, según la estadunidense American Academy of Sleep Medicine, tiene su momento de gloria entre las doce de la noche y las seis de la mañana, lo que tal vez explique por qué buena parte de la humanidad anda dormida por el mundo y, en definitiva, permita lo que hemos permitido.
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Como ocurre en el artículo de la American Academy of Sleep Medicine, los estudios científicos actuales insisten en que el hechizo televisivo y el correspondiente encanto de ver un capítulo tras otro no son nada saludables, y en algunos casos esos mismos estudios se han puesto apocalípticos. Ya nadie se asombra si una investigación clínica demuestra que las series tienen algo, o mucho, de droga, y que por lo tanto generan un efecto de ansiedad muy similar a la urgencia por conseguir otra dosis; lo novedoso es que ahora vinculan ese deseo impostergable al síndrome FOMO, más usual entre los heavy users de redes sociales, donde la causa de la angustia es la posibilidad –nunca comprobada– de perderse algo importante. Insomnio, deterioro del estado de ánimo, cansancio crónico, dependencia de la pantalla, apatía y pérdida de ciertas habilidades cognitivas se suman a la lista de desastres postseries, y es muy probable que negar los síntomas sea parte indisoluble de la adicción.
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Lo que los estudios científicos no dicen es que la adicción a las series tiene, como cualquier otra de su especie, un lado maravilloso o, por lo menos, comprensible. En una era como la actual, que el filósofo surcoreano Byung-Chul Han se ha empeñado en caracterizar a través del protagonismo del “hombre cansado”, ningún entretenimiento parece más acorde que el embotamiento nocturno, donde el hiperconsumismo y la autoexplotación se viven en pantuflas. Como los folletines de Dickens en la Inglaterra del siglo XIX, las series se han convertido en un relato social y colectivo, un tema de conversación que une a los distintos y brinda la inequívoca sensación de pertenecer a una comunidad. En ese sentido, ¿una adicción puede ser tan grave cuando todo mundo la padece? Si una sola persona es capaz de todo menos de compartir la contraseña de Netflix, decimos que es un egoísta; si lo hacen millones de personas en todo el planeta, preferimos pensar que se trata del clima de la época, una tendencia de los tiempos o un fenómeno cultural. O será que quizás todos nos hemos transformado en unos neuróticos y viciosos incurables, egoístas y caprichosos como un niño aferrado a su juguete. Ver en una semana lo que debería durar un mes trasciende los límites del consumo cultural y bordea la sociopatía. La pregunta del caso es si a los sociópatas no conviene más tenernos entretenidos que frustrados, aburridos o con tiempo para pensar en lo que nos hemos convertido.
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Para explicar las razones de la adicción, la mayoría de los estudios científicos aluden a la ráfaga de imágenes, la disponibilidad inmediata o la sobreoferta abrumadora y desbocada, que al menos en Netflix ha pasado de 530 series en 2010 a las 1569 que registra su informe de marzo de este año en el catálogo de Estados Unidos. Sin embargo, también habría razones narrativas, técnicas, que aluden a los éxitos de los bestsellers y a los pequeños grandes trucos de escritores como el ya citado Dickens o, más cercana en el tiempo, la Patricia Highsmith cuyas novelas policiales se llevaron tantas veces al cine. De Highsmith a Alfred Hitchcock, pasando por Henry James y Stanley Kubrick, los grandes maestros de la narrativa literaria y cinematográfica siempre han asegurado que la clave de una historia de ficción consiste en que el lector sienta lo mismo que los personajes. En las mejores series (Breaking Bad, The Handmaid’s Tale, House of Cards) ese efecto se cumple, y el espectador asume el destino del protagonista como una extensión, imaginaria pero posible, del destino propio. ¿O por qué algunos villanos como Frank Underwood (House of Cards), Cersei Lannister (Game of Thrones) o Walter White (Breaking Bad) llegan a resultar tan atractivos? Porque, ante ellos, el espectador se atreve a “suspender el juicio”, como reclaman los entrenadores de yoga. El Bien y Mal se confunden en las series. Los héroes y los villanos no son tales todo el tiempo y muchas veces sus roles se intercambian. Como de este lado de la realidad.
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En Inglaterra, la psicoterapeuta Hilda Burke ha aparecido en periódicos y programas televisivos para subrayar que el ocio entregado a las series televisivas se define con una sola palabra: compulsión. Y, según ella, lo propio de los consumidores compulsivos de cualquier cosa es una mala salud psicológica, que por todos los medios busca una forma de escapar de la realidad cotidiana y evitar la convivencia con la soledad. Burke también ha aclarado, por si hace falta, que no todo amante de las series debe considerarse un adicto, y que esa compulsión sólo se hace presente cuando la persona en cuestión deja de cumplir con sus obligaciones para sumergirse en su opio particular. No hay duda que la advertencia de Burke es oportuna y necesaria en un momento en el que sólo Netflix tiene más de 117 millones de suscriptores en todo el mundo, muchos de ellos dormidos cuando deberían estar atentos o conectados a la app en el metro y, por lo tanto, sin saber que a su lado una anciana enclenque necesita que le ceda el asiento. El ocio seriéfilo no deja de ser una droga que sus usuarios consumen con mayor o menor desenfreno, de acuerdo a la época y a la calidad del producto. Pero ese ocio tiene dos caras, y una de ellas brilla con la intensidad de lo que ya se ha convertido en parte de nosotros. Al menos eso me pareció cuando la pareja del café empezó a hablar de la serie de Luis Miguel, su odio visceral a Luisito Rey, la risa con la que ambos declaraban que la seguían más para enterarse del chisme que porque de veras les gustara. Las series, el gusto y el rechazo por tantas que habían comentado ante mis ojos, los unía y, quizás, podían cumplirles sus sueños de compañía, entendimiento y amor. Tal vez llegaría el día en el que, después de un maratón de Netflix, estarían dormidos pero contentos. Carpe diem, “como sugería mi libro de Bellow: “aprovecha el día, no confíes en el mañana“. Antes y ahora, de eso se trata.
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Ilustración: Dante de la Vega
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