Shakespeare en México
México fue el primer país de América Latina en el que se escenificó una pieza de William Shakespeare, a comienzos del siglo XIX. Pero eso no significa que el público haya comprendido de inmediato el sentido y el valor de su obra.
POR RAFAEL VARGAS
Después de leer “Andanzas de Shakespeare en México”, escrito por Salvador Novo en ocasión del cuarto centenario del nacimiento del poeta inglés (La Palabra y el Hombre núm. 32, octubre-diciembre de 1964, pp. 621- 625), durante mucho tiempo di por sentado lo que nuestro gran cronista apunta allí, con base en la Reseña histórica del teatro en México, 1538-1911, de Enrique de Olavarría y Ferrari: que Shakespeare había empezado a abrirse camino en México en 1821.
El 28 de agosto de ese año, en el Semanario Político, dirigido por José María Luis Mora, se hace el elogio de un joven señor Aragón (nunca se menciona su nombre de pila) que ha encarnado el papel principal de Hamlet y se insertan unos versos que con toda razón Novo tilda de “espantosos”, tanto que ni siquiera los cita. Yo transcribo aquí un fragmento, no sólo por consideración a la curiosidad del lector —al que acaso lo atenace igual que a mí— sino porque tal vez la parte de ellos proceda de la escenificación comentada:
Yo lo vi, yo lo vi; puñal sangriento
era en su mano, y el ardiente joven
venganza grita, y retumbó venganza
desde el fuerte cimiento
al artesón del anchuroso alcázar.
La augusta sombra del difunto padre
miradas de terror al joven lanza;
“héte, le dice, en la orfandad sumido,
héte al arbitrio de nefanda madre
y de adúltera vil; venga mi muerte:
¿eres hijo de Hamlet? ¡pues sé fuerte!”
—Sí: yo te vengaré, será teñido
de Sangre parricida el pavimento,
y yo tal vez los seguiré a la tumba….
Mas nada importa, que morir es dulce
si las venganzas al morir preceden…. 1
Lo interesante de suponer, como Novo, que ésa era la primera representación de un drama de Shakespeare en México, es que rápidamente uno conjeturaba que su obra sólo había podido abrirse paso en México en el umbral del México independiente, cuando ya había comenzado a desvanecerse la rígida censura a la que por tanto tiempo había estado sujeto el teatro en estas tierras —el investigador Miguel Ángel Vázquez Meléndez, autor de Fiesta y Teatro en la Ciudad de México, 1750-1910: dos ensayos, cuenta que “las obras tenían que ser siempre a favor de la Corona; no se abordaban temas políticos, y el teatro dependía del Virrey, había un juez que vigilaba las funciones teatrales.”2
De manera que me imaginaba a Shakespeare llegando a México mientras en Azcapotzalco se libraba la última batalla por la guerra de Independencia, el 19 de agosto de 1821, en la que triunfó Anastasio Bustamante.
Mis suposiciones se esfumaron cuando leí en “Shakespeare en las obras de Manuel Gutiérrez Nájera”, un ensayo del Dr. Wendell M. Aycock, especialista en literatura comparada de la Texas Tech University, que las obras de Shakespeare se escenificaban en México por lo menos desde la primera década del siglo XIX.
El profesor Aycock, que ha dedicado un par de informados ensayos a la devoción que Manuel Gutiérrez Nájera tenía por la obra del dramaturgo inglés (el primero, de 1983; de 1995 el segundo), consigna que el jueves 15 de mayo de 1806 el Diario de México publicó una breve nota anunciando una puesta de Otelo. Es decir, quince años antes de lo que yo tenía entendido.
Llevado por las ganas de saber con base en qué traducción se había hecho ese montaje, seguí buscando y llegué a la fuente en la que primero debí haber buscado: la Antología del Centenario. Estudio documentado de la literatura mexicana durante el primer siglo de Independencia. “Obra compilada, bajo la dirección del Licenciado don Justo Sierra, Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, por los señores don Luis G. Urbina, don Pedro Henríquez Ureña y don Nicolás Rangel”, según reza la portadilla del grueso volumen impreso en 1910. Allí en las “Adiciones y correcciones” correspondientes a la sección a Teatro (elaboradas por Rangel) me enteré de que: “El Otelo que se representaba en México a principios del siglo XIX era una adaptación, hecha por don Teodoro de la Calle, de la refundición francesa de Ducis: había sido estrenada en Madrid, por Márquez, el 1º de enero de 1802.”
Jean-François Ducis (1733-1816) fue un dramaturgo y poeta francés que, sin saber inglés, reescribió cinco tragedias de Shakespeare —Hamlet (1769); Romeo y Julieta (1772); El rey Lear (1783); Macbeth (1784) y Otelo (1792)— a partir de las traducciones hechas por Pierre Letourneur, y de las síntesis de esas obras redactadas por Pierre de la Place, dos contemporáneos suyos. Y tuvo un gran éxito. Tanto, que en diciembre de 1778, siete meses después de la muerte de Voltaire (introductor de Shakespeare en Francia, y luego feroz opositor a su ensalzamiento) ocupó la silla de éste en la Academia Francesa. El mérito de Ducis fue adaptar las obras de Shakespeare al gusto francés, quitando y poniendo lo que se le antojaba menos o más conveniente. Lo cual significa que las primeras obras de Shakespeare montadas en México (y, por supuesto, en España, a través de cuya aduana nos llegaban) en realidad no eran del todo shakesperianas. Menos aun si se tiene en cuenta que versiones como la de Teodoro de la Calle a su vez eran bastante desaliñadas con relación al “original” francés —Marcelino Menéndez Pelayo califica el trabajo de La Calle de “parodia”.
El único español que tradujo directamente a Shakespeare en aquella época fue Leandro Fernández de Moratín, cuya versión de Hamlet apareció a finales de 1798.
Sin embargo, lo más probable es que el Hamlet que se veía en los teatros de la Ciudad de México hacia 1820 no se basara en la versión de Fernández de Moratín —cuyo nombre era suficientemente conocido en el país como para dejar de llamar la atención, especialmente desde que la Inquisición prohibiera, en 1819, la representación de El sí de las niñas, estrenada en Madrid en 1806—, sino en la de Ramón de la Cruz, hecha en 1772, también a partir de la versión de Ducis.
Uno se pregunta si Shakespeare habrá corrido con mejor suerte fuera de los escenarios, entre los lectores. La respuesta no es muy alentadora. En el México de entonces poquísimas personas leyeron en inglés alguna de las obras del dramaturgo, que no estaban precisamente a la venta en cualquier librería. Se sabe que una de ellas fue Lucas Alamán, quien gracias a la riqueza de su familia era una de las personas mejor educadas del país, y que por diversas razones vivió en Londres y visitó esa ciudad más de una vez. Otra fue Ignacio Manuel Altamirano, cuyo talento para los idiomas era notable. Pero casos como los suyos eran excepcionales. La mayor parte de los escritores de aquel tiempo sabían francés y su cultura, en general, era francesa. Uno de los primeros que advirtió que eso cambiaría fue Justo Sierra (quien, por cierto, dedicó a Shakespeare un poema titulado “El genio”). Hacia 1890 Sierra advirtió, por experiencia propia, que México tenía necesidad de aprender inglés para negociar con sus vecinos del norte. Pero durante el siglo XIX el francés fue la lengua extranjera predominante en nuestro país y la mayoría de la gente sólo supo de Shakespeare a trasmano, es decir, por versiones francesas.
Había razones muy claras para ello. La primera, el poderío económico y militar de Francia. Y también las diez o doce guerras anglo-españolas libradas entre 1585 y 1809. De los 224 años comprendidos en ese lapso las dos potencias pelearon un total de casi sesenta —algo que no contribuyó mucho al fomento de la enseñanza del inglés en España, donde no se imprimió una gramática de la lengua inglesa sino hasta 1784, y eso gracias a John Steffen, intérprete de lenguas de la Real Junta de Comercio y del consulado inglés en la ciudad de Valencia.
En síntesis, se puede decir que Shakespeare llegó tarde a México porque llegó igualmente tarde a España, donde se le empezó a traducir de manera seria y constante sólo a partir del último tercio del siglo XIX (los Sonetos se tradujeron por primera vez en 1877).
Mientras tanto, de México a Chile, en el orbe hispanoamericano prevalecieron las adaptaciones francesas, que añadían o suprimían personajes y escenas a voluntad.
Tan extendida y prolongadamente se difundieron aquellas adaptaciones que en mayo o junio de 1900, mientras paseaba por Londres y visitaba el monumento en memoria de Shakespeare en la abadía de Westminster, Amado Nervo escribió un pequeño divertimento titulado “Jacques-Pierre” (recogido en El éxodo y las flores del camino, 1902), jugando con la idea de que Shakespeare en realidad había sido francés y su nombre no era sino una manera anglicanizada de pronunciar Jacques-Pierre.”
No obstante caprichos, remiendos y mutilaciones, a medida que la obra de Shakespeare se representaba más y más frecuentemente, creció la admiración por ella y el público se volvió más exigente ante lo que se le ofrecía. Y empezaron a publicarse reseñas críticas bien informadas, como las que redactaba Fanny Natali de Testa bajo el shakesperiano pseudónimo de “Titania” para El Diario del Hogar.
Nacida en 1840, en Irlanda, Fanny había hecho una destacada carrera como primera contralto en la ópera italiana pero en abril de 1871 llegó a México y abandonó el canto para contraer matrimonio. Diez años después escribía artículos sobre ópera y teatro en publicaciones periódicas como Violetas de Anáhuac; El Diario del Hogar; La Patria Ilustrada y El Nacional.
El jueves 8 de julio asistió al Teatro Abreu para ver la puesta en escena de una nueva versión, versificada, de Hamlet. El jueves siguiente apareció su comentario en El Diario del Hogar. Cito un fragmento en la confianza del que el lector lo disfrutará:
Nos anunciaron que la traducción se debía a las plumas de los literatos mexicanos doctor Manuel Pérez Bibbins y señor Francisco López Carvajal, y asistimos al teatro esperando admirar a Hamlet como lo escribió Shakespeare, y nos encontramos con un arreglo, aunque muy superior al que nos dio Burón en otra temporada; pero siempre un arreglo, en el que han suprimido algunas escenas y cambiado por completo el desenlace. Felicitamos muy sinceramente a los jóvenes traductores por la bella versificación y por la exactitud de la traducción en algunos pasajes; pero tenemos que criticarlos por las supresiones e innovaciones que notamos en su arreglo y sobre todo por haberse atrevido a cambiar completamente el desenlace.
Dos días después los jóvenes versificadores alegaron desde las páginas de El Nacional que su versión era mejor que el original de Shakespeare, al que habían despojado de defectos. “Pruébenos Titania que lo que hemos suprimido son bellezas, y callaremos.”
Quien influyó de manera decisiva para crear una corriente de reverente admiración hacia la obra y la persona de Shakespeare fue Manuel Gutiérrez Nájera quien, a pesar de no haber aprendido inglés en el breve lapso de su vida (1859-1895), escribió páginas espléndidas que muestran una reiterada lectura y una comprensión profunda de las tragedias del inmenso poeta inglés. Son páginas que parecen haber sido escritas hace un par de horas, en las que la inteligencia y la elegancia son una:
Se entra con miedo al estudio de una de estas grandes obras de Shakespeare, como quien, por primera vez, entra en el bote para cruzar el océano. Con nada puede compararse tan propiamente el trágico inglés como con el mar. Como él, tiene perlas, y como él, tiene monstruos. Como él, copia, en sus noches de calma, los innúmeros astros, y como él, se levanta, enfurecido, en formidables ímpetus.
Sentimos en sus dramas que la inmensidad nos abruma como si navegáramos en alta mar. Es, entre los trágicos, lo que era la Fuerza entre los mitos. Se asemeja a Esquilo y también se asemeja a Rabelais. Sus carcajadas son de semidiós homérico y sus imprecaciones desesperadas son de Job. Nada humano le es extraño, como no lo era para el hombre de Terencio. Esquilo no sabía reír; Rabelais no sabía llorar. Shakespeare aterra como el uno, y ridiculiza y befa como el otro. Cuando asciende al ideal, es la más alta cima; cuando baja a las profundidades recónditas de la observación, es la mina más profunda. Su corona está hecha de diamantes arrancados y de estrellas desprendidas. Todo el drama está en él, como estaba todo el universo en la gran nebulosa. Visto fuera de su obra, como creador omnipotente e impasible, es un dios; visto en sus personajes, es la Humanidad.
“William Shakespeare” (1887)
No sé si Harold Bloom habrá tenido oportunidad de leer alguna de las muchas páginas que Gutiérrez Nájera dedicó a Shakespeare y a sus obras. Sé que sin duda suscribiría ésta que cito. Sin haberlo leído en inglés, sin haber soñado siquiera con la posibilidad de traducirlo (¡cuánto lo habría gozado y qué cosas más habría podido decirnos!), y sin haber alcanzado a concluir “Mi culto a Shakespeare”, el libro que anunciara el 19 de octubre de 1890, Gutiérrez Nájera fue quien verdaderamente supo reconocer al poeta británico y saludarlo, el que se adelantó para darle la bienvenida a entre nosotros.
*FOTO: Influencia prácticamente ineludible para los autores contemporáneos, Shakespeare es, al mismo tiempo un cúmulo de enigmas, pues son muchos los detalles que se desconocen de su biografía/ Especial.
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