¡Shostakovich! ¡Salta por la ventana!

Ene 27 • destacamos, principales, Reflexiones • 3755 Views • No hay comentarios en ¡Shostakovich! ¡Salta por la ventana!

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

“Nadie manejó con tanta maestría como Shostakovich el secreto de cómo puede un artista sobrevivir en una época de crueldad”, escribió Solomon Volkov al concluir Shostakovich and Stalin (2004), obra del último de los confidentes del genio soviético cuyo testimonio, pese a las reservas iniciales, ha acabado por imponerse en el público, respaldado por Maxim y Galina, los hijos del compositor. En esta biografía –no sólo política, sino musical– Volkov (1944) asegura que el desconcertante juego entre Stalin (un tirano lector y melómano ahíto de manejar minuciosamente toda la cultura soviética) y Shostakovich, fue propio de las turbulentas relaciones entre el totalitarismo y los intelectuales, pero también nos remite a la tradición rusa del yurodivy, el santo loco, una suerte de amargo bufón que personifica la conciencia de Rusia frente al Zar. El primer yurodivy, cuenta Volkov, fue Pushkin, quien no sólo respaldó la revuelta de los decembristas en 1825 sino así se lo hizo saber a Nicolás I, a riesgo de su vida. A ese Zar, el modelo secreto de Stalin, según Volkov, la valiente franqueza del poeta primero lo desarmó y luego le permitió, mefistofélico, perdonarlo, dejándolo en la libertad de servirlo, pero, también, de burlarse de su poder absoluto de vez en cuando.

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Shostakovich mismo se concibió, frente a Stalin, como un yurodivy cuyos tratos con el tirano, dentro de la Revolución bolchevique en la que ambos creían sin desmayo, siempre se rigieron por la necesidad de un tipo particular –filantrópico, digo yo– de genio, aquel quien hace de su arte un alimento para el pueblo. Al contrario de lo que creían Stalin y sus comisarios, Shostakovich, censurado en 1936 y 1948 por “formalismo burgués y cosmopolita”, consideraba que los rusos merecían la música más excelsa pues su ideal estético era, al mismo tiempo, el más universal, como lo prueban obras suyas a la vez tan hermosas y exigentes como el quinteto para piano y cuerdas, la novena sinfonía que decepcionó al dictador por no ser la marcha de la victoria requerida en 1945 o el primer concierto para violín, una fantástica broma musical. Volkov, en su análisis de ésta última refuta, con un conocimiento exacto de la pieza, a Peter Kivy, quien en Antithetical Arts. On the Ancient Quarrel Between Literature and Music (2009), considera imposible cualquier dejo programático en la música instrumental. Kivy dice que no hay ningún “secreto” de Shostakovich salvo las dudosas declaraciones recogidas por Volkov del anciano músico, mismas de las cual no tenemos prueba documental pues el biógrafo hubo de salir huyendo de la antigua URSS en busca de asilo político en 1976 poco después de la muerte del portentoso sinfonista, quien hizo gran música lo mismo que mala, propagandística. La primera, para su tiempo y para la posteridad. La segunda, para los comisarios.

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El caso Shostakovich es demasiado complejo para un novelista, de no ser un Thomas Mann y por ello El ruido del tiempo (Anagrama, 2016), de Julian Barnes, es un fracaso. Barnes se limita a recoger, fragmentariamente, el estereotipo del artista en conflicto con el poder, pero a quien haya leído más de una de las muchas biografías de Shostakovich le aporta pocas novedades, empezando con la censura de Lady Macbeth de Mtsensk, la ópera que el propio Stalin –según Volkov– condenó en Pravda el 28 de enero de 1936, con una nota anónima que hizo temer por su vida al compositor, en aquellos años del Gran Terror donde el tirano se divertía aterrando a los intelectuales con sus sorpresivas llamadas telefónicas, ofreciendo alternativamente el palo (arresto y ejecución) y la zanahoria (el Premio Stalin). A veces, él mismo dejaba a los azares de su propia burocracia, mediante una lotería diabólica, la suerte de un candidato a yurodivy.

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A quien desconozca la “tragedia optimista”, ese oxímoron propio de la civilización soviética, de Shostakovich, El ruido del tiempo, le será, insisto, una agradable invitación novelada al caso, aunque no sea yo el primer lector de Barnes a disgusto con la novela. En el Times Literary Supplement (febrero 26, 2016), el crítico ruso Zinovy Zinik, le reprocha al novelista la ligereza con que acusa al compositor Nicolas Nabokov, primo del novelista también desterrado en los Estados Unidos, de ser un agente de la CIA, preso en los paradigmas anteriores a la caída del Muro de Berlín o su notoria desinformación sobre la pobreza de la familia Shostakovich durante la infancia y juventud del músico.

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El problema con la novela histórica o la biografía novelada es que el lector sabe, sin necesidad de leer ni la solapa, quién fue, digamos, el asesino. Sólo un novelista que subvierte, modifica o hasta falsea logradamente la verdad histórica, triunfa en ese género y Barnes ni lo logró ni se lo propuso. Por ello es más apasionante leer Shostakovich and Stalin, de Volkov, que El ruido del tiempo, donde el episodio neoyorkino del compositor es el más logrado, en una vida donde todo es terrorífico.

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En 1949, empezando la Guerra Fría, Stalin llamó a Shostakovich para ordenarle que fuera a Nueva York a un congreso por la Paz, necesitado como estaba de la presencia del autor de la mundialmente famosa sinfonía de Leningrado. Un año antes, el propio Stalin había enviado al ostracismo a toda la pléyade musical soviética –desde Prokófiev hasta Jachaturián pasando por Shostakovich y Miaskovski– para cumplir con la nueva ofensiva antiformalista de Zhdánov, su sicofante. Pero Shostakovich tuvo los arrestos de negarse, reclamándole cómo era posible que un autor prohibido en la URSS la representara en el extranjero. Con su característico cinismo, Stalin desconoció sus propias órdenes y dio marcha atrás en la prohibición. Shostakovich viajó y a Zhdánov un infarto lo libró de ser ejecutado porque las circunstancias obligaron al tirano a contradecirse.

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Muy amarga fue la estancia de Shostakovich en el Waldorf Astoria. Fue arrinconado –por el ruso blanco Nicolas Nabokov, en efecto– a ratificar en Nueva York las declaraciones que el régimen comunista había hecho en su nombre contra la música occidental, lo cual incluía una descalificación de Stravinski, su ídolo, quien desde luego lo despreciaba –como Rajmáninov y Bartók– por ser el músico oficial de Stalin. Narra Barnes que un año antes de la visita de Shostakovich, una empleada del consulado soviético había saltado por una ventana para solicitar asilo político. Frente al Waldorf Astoria, un hombre-sándwich se paseaba, como consecuencia de aquel incidente con una pancarta que decía ¡SHOSTAKOVICH! ¡SALTA POR LA VENTANA!

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Muerto Stalin en 1953 su sombra persiguió al músico como hasta la fecha se afantasma sobre la “nueva” Rusia. No podía ser de otra manera. Ése y no otro es el destino de un yurodivy, complacer a Dios y al diablo para provocar la burla o la compasión de la humanidad. El mismo hombre que se atrevió a condicionar su viaje a Nueva York en nombre de su libertad artística, firmó una declaración, sin su autorización pero sin desdecirse, contra el disidente Andrei Sárajov en 1973. Es temerario juzgar. El más cotidiano de los actos, bajo el totalitarismo, tiene un doble sentido, es un equívoco entero, pone en juego a la lealtad, a la dignidad, a la cobardía pero también a la conciencia artística y a la soberanía del arte sobre la muerte.

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La última vez que Shostakovich vio a su vecino Meyerhold, el hombre de teatro a quien su fama internacional no lo salvó del asesinato, fue cuando el inhábil músico recibió su auxilio para abrir la puerta trabada de su departamento. Esa noche, Meyerhold fue arrestado y ejecutado poco después, a principios de 1940. Sus cenizas fueron arrojadas a la misma fosa común que las de su amigo el novelista Isaak Babel y las de Nicolás Yezhov, el jefe de la policía secreta que lo había mandado arrestar, caído en desgracia. Barnes no pudo penetrar, como novelista, en la mente del músico. ¿Quién podría hacerlo? En El ruido del tiempo, Julian Barnes se limita a citar la pregunta sin respuesta de Pushkin en su Mozart y Salieri, sobre si el genio y el mal son o no son compatibles.

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FOTO: Shostakovich durante una grabación para el sello francés Pathe Marconi, en París, 1958. / AP

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