Silencio

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En una época hiperconectada al mundo digital es imposible disfrutar del silencio y contemplar la paz que ha dejado de existir por el exceso de ruido virtual

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POR BERNARDO OTAOLA VALDÉS

Periodista y viajero; Twitter: @bernaov

Un día, hace cientos de miles de años, o incluso millones, ya que nadie lo sabe con seguridad, algo empezó a cambiar en el cerebro de las especies del género Homo. Pequeñas acciones, como la creación de herramientas, el consumo de carne, el control del fuego, fueron complejizando nuestras mentes y sociedades, preparando el camino para la herramienta definitiva que nos daría la ventaja para conquistar y dominar el planeta: el lenguaje.

 

 

Sin la capacidad de nombrar al mundo, crear símbolos y contarnos historias, nunca hubiéramos podido formar civilizaciones de millones trabajando en conjunto por un mismo objetivo, tal como explica el israelí Yuval Harari en su libro De animales a dioses. Sin el lenguaje, no hubiéramos sido capaces de hacernos preguntas tan complejas como inútiles, del tipo “¿quién soy yo?, ¿cuál es mi propósito en la vida?, ¿qué es el bien y el mal?” Preguntas que, como especie, nos han catapultado a ser la más dominante que jamás ha existido en esta Tierra; y todo en menos de un suspiro en eras geológicas. Sin el lenguaje, no hubiéramos podido lograr tantas cosas tan grandiosas… ni tampoco tantas tan terribles.

 

 

Como dice una vez más Harari, nuestro meteórico ascenso intelectual y cognitivo ha hecho que ni nosotros ni el planeta se adapten a los cambios que estamos ocasionando. Rousseau tenía razón al decir que el hombre es bueno y la sociedad lo corrompe. Para vivir en sociedad, tuvimos que crearnos mitos, como el dinero, la religión, las naciones y las razas. Mitos que se han vuelto tan complejos que han perdido el sentido y se han enviciado, envenenando a todos los que creen en ellos. El lenguaje nos ha dado la conciencia del “yo” y de lo que creemos que significa, pero nos ha arrastrado tan profundo que hemos olvidado lo que somos en esencia.

 

 

Gustave Flaubert, en sus viajes a través de Medio Oriente, acuñó la frase “Viajar te hace modesto. Te hace ver el pequeño lugar que ocupas en el mundo”. Dijo esto debido al asombro que le provocaban las ruinas del antiguo Egipto y la belleza natural que nunca había visto. El contraste y la novedad fueron tan abrumadores, que Flaubert se dio cuenta de lo poco que realmente conocía. Sin embargo, el mundo en el que Flaubert escribió esta frase ya no existe, y esa sensación de pequeñez en el universo es cada vez más difícil de lograr. Las ciudades se expanden, cada vez más parecidas entre sí. Las estrellas han desaparecido ante la contaminación lumínica y atmosférica. Si uno quiere, el mundo te acompaña en tu dispositivo móvil. Ya hay muy pocos sitios en la tierra donde no puedas estar conectado, informado de lo que pasa en todos lados. A donde vayamos, las notificaciones nos alertan de un nuevo escándalo político, un nuevo drama en nuestras relaciones interpersonales, cuantos likes consigue nuestra última foto… es difícil tener una perspectiva del mundo, cuando estamos expuestos al bombardeo de estímulos que nos llevan de vuelta al lugar que ocupamos en el sistema que rige a la sociedad.

 

 

El astronauta Edgar Mitchell, cuando regresó de la Luna, declaró que desarrolló “una conciencia global instantánea, una orientación social, un profundo disgusto por el estado del mundo y un impulso de hacer algo. Desde ahí fuera, en la Luna, la política internacional parece patética. Te dan ganas de agarrar a un político de la camisa y arrastrarlo un cuarto de millón de kilómetros afuera y decirle ‘mira eso, hijo de puta’”.

 

 

Es lo que se conoce como el “Efecto Perspectiva”, descrito en 1987 por Frank White, en su libro “The Overview Effect—Space Exploration and Human Evolution”, que recoge la experiencia de Mitchell y otros astronautas acerca de esta nueva conciencia global. Sin embargo, no todos tenemos la posibilidad de ir al espacio para obtener un poco de perspectiva. Por fortuna, es posible todavía conseguirla dentro de los confines de nuestro planeta, si se tiene un poco de suerte y voluntad.

 

 

Después de tres días viajando en un 4×4 a través del altiplano boliviano, llegamos a un lugar que no esperaba. Por supuesto que no había señal. Estaba completamente incomunicado. El mundo se reducía a mis compañeros de viaje y el terreno que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

 

 

Los caminos de grava oscura nos llevaron a la Laguna Colorada, la cual es un espejo de agua completamente inmóvil donde se reflejan las montañas nevadas de las cercanías. Al bajarnos del coche, la sensación fue extraña y única. La inmensidad del lugar se acentuaba por el hecho de que éramos cinco seres humanos en sabe Dios cuántos kilómetros a la redonda. No había nada que te distrajera del paisaje que tenías enfrente. Y entonces lo escuché: el silencio más absoluto y brutal que se puede imaginar.

 

 

Era todavía más imponente porque era un silencio que se extendía más allá de nuestra comprensión. Sin aves ni animales, mucho menos seres humanos… ni siquiera la brisa. Imaginé los incontables días y noches donde ese lugar permaneció imperturbable a lo que consideramos los “grandes acontecimientos de la historia”; indiferente a mi corazón roto, las bajas calificaciones o mi ansiedad por definir mi futuro. Por primera vez en toda mi vida, me sentí insignificante. Y se sentía tan bien. El pasado no importaba, el futuro no contaba, simplemente estaba: un joven miembro de la especie homo sapiens sapiens en el ancho mundo. Y eso era suficiente.

 

 

George Monbiot, en un ensayo titulado “The Values of Everything” detalla cómo somos formados por valores extrínsecos e intrínsecos. Los valores extrínsecos son aquellos concernientes a la percepción que tiene el mundo sobre el individuo. Por el contrario, los valores intrínsecos son los que se relacionan a la percepción del individuo sobre sí mismo. Cito a Monbiot en dicho ensayo:

 

 

Pocas personas son ‘todo extrínseco’ o ‘todo intrínseco’. Nuestra identidad social está formada por una mezcla de valores, pero pruebas psicológicas en casi 70 países muestran que los valores se juntan en patrones consistentes. Aquellos que valoran fuertemente el éxito financiero, por ejemplo (valor extrínseco), tienen menos empatía, mayores tendencias manipulativas, mayor atracción a la jerarquía y la desigualdad, fuertes prejuicios hacen extraños y se preocupan menos por los derechos humanos y el ambiente. Aquellos que tienen mayor sentido de autoaceptación tiene más empatía, mayor preocupación por los derechos humanos, la justicia social y el ambiente. Estos valores se reprimen unos a otros: mientras más fuertes sean las aspiraciones extrínsecas de alguien, más débiles serán sus metas intrínsecas.

 

 

Por tanto, podemos concluir que los valores intrínsecos son aquellos que creamos como especie previo a que empezáramos a elaborar los mitos que nos permitieron hacer grandes proyectos y que también son la razón de nuestra decadencia. Estudios antropológicos comprueban que, como especie que luchaba contra los elementos y la megafauna, éramos seres sumamente sociales y cooperativos. Fósiles de Neandertal en diversas excavaciones demostraron que dichos individuos sufrieron fuertes heridas que probablemente los dejaron incapacitados, y aún así sobrevivieron hasta edad avanzada. La única explicación es que tuvieron el apoyo de su tribu, a pesar de vivir en un mundo donde los enfermos y los heridos eran dejados atrás. Sin embargo, mientras más complejas se volvieron nuestras sociedades, y conceptos como el dinero, religiones y razas fueron apareciendo, nuestra escala de valores y preocupaciones fue gravitando hacia esos campos imaginarios.

 

 

Saltando hasta nuestros tiempos, nos encontramos con una sociedad enfocada en cultivar los valores extrínsecos, y donde la valía de las personas se encuentra en lo que tienen, en lugar de lo que son. Exaltamos el individualismo y resaltamos el culto a la personalidad (nuestra personalidad). Más peligroso que, como especie, seamos fervientes creyentes de los mitos que nos colocan en el centro del universo, es que como individuos hagamos lo mismo.

 

 

Una de las primeras cosas que pregunto cuando conozco a alguien es qué tan bien lidian con la soledad. Las respuestas, en general, es un inmediato “no”. Algunos matizan diciendo que “sí, pero no mucho”. La soledad, en una especie tan social como la nuestra, está estigmatizada. Lo que revela es la incapacidad de muchas personas a lidiar con la soledad, la poca tolerancia que tienen consigo mismo. Uno puede estar mucho tiempo en aquellos sitios en los que se siente a gusto, o con personas con las que se siente cómodas, pero es difícil estar en un lugar que está vacío o con alguien que no tiene nada interesante que decir. Por eso la incapacidad de estar solos: buscamos estar con otros en constantes distracciones para no afrontar el hecho de que no tenemos nada que ofrecer. Eso es lo que pasa cuando la sociedad únicamente se enfoca en cultivar los valores extrínsecos.

 

 

“Si no hay foto, no pasó”; si el mundo no me ve, no existo. No debe sorprendernos entonces la cacofonía en la que se ha convertido el espacio público: los individuos de nuestra sociedad están convencidos de que sus experiencias y opiniones son lo más valioso y que merecen ser escuchadas y compartidas. Sin embargo, carecen de sustancia, innovación o profundidad porque lo que comparten no surge como parte del crecimiento o el desarrollo personal, sino como una llamada de atención al mundo exterior para que los note (para que existan). No todo lo que experimenta o piensa una persona es para compartir. A veces es simplemente para estar en paz consigo mismo.

 

 

¿Cómo lograr sustancia y profundidad en nuestros pensamientos? Andrew J. Smart en su libro El arte y la ciencia de no hacer nada explica cómo el cerebro necesita tiempo y silencio para hacer lo que mejor sabe hacer: pensar. Al fin y al cabo, cada pequeño paso que tomaban nuestros ancestros para hacer su vida más fácil dejaba tiempo a su cerebro para que nuevas ideas, planes y revelaciones se gestaran. No hacer “nada” permite que nuestra mente funcione en completa libertad, dejándola encontrar el orden en el caos, creando nuevas conexiones neuronales que permiten mayor flujo entre las ideas.

 

 

Reflexionar, concientizar, comprender, valorar, son acciones que se tienen que llevar a cabo en soledad, puesto que las enseñanzas son únicas para cada ser, aun si vienen de la misma experiencia. El silencio permite que conectemos con nuestros valores intrínsecos, ya que nos ayuda a destilar lo valioso de nuestras experiencias y pensamientos, haciéndonos crecer como individuos. Esto es lo que nos lleva al autoconocimiento y la autosuficiencia.

 

 

Sin embargo, hay un problema, y es que los valores intrínsecos son difíciles de comercializar. Cuando una persona ha puesto su valía en lo que es y no en lo que tiene, son muy pocas las cosas que le puedes vender. Una sociedad que antepone el bien colectivo a las necesidades individuales, tendrá más presente defender lo esencial.

 

 

En el artículo I Don’t Feel Like Buying Stuff Anymore, de Buzz Feed, la autora Anne Helen Petersen menciona que en el Estados Unidos de la postguerra, a mediados del siglo pasado, la idea del consumismo se empezó a concebir como un deber ciudadano y una muestra de patriotismo, de acuerdo con la historiadora Lizbeth Cohen y su libro.

 

 

Esta idea se volvió piedra angular de la idiosincrasia estadounidenses, la cual posteriormente exportaron al mundo entero. Charles F. McGovern, posterior al atentado del 11 de septiembre, explica que en lugar de servicio militar obligatorio o una revisión profunda de su política exterior “el presidente (Bush) invitó a todos a seguir con sus negocios como siempre: consumo individual, atomizado era lo mejor para la nación como en su conjunto. Los estadounidenses enfrentaban traumas, duda y miedo; la Casa Blanca los mandó al centro comercial más cercano”.

 

 

De la misma forma que chamanes y sacerdotes inventaron dioses con los cuales solo ellos podían comunicarse, e infiernos de los que únicamente ellos podían salvar a sus fieles —con el fin de mantener poder, control y riquezas—, los nuevos mitos: el dinero, el consumo y el crecimiento infinito, son también una forma de control social.

 

 

Nos hemos convencido de que hacer algo todo el tiempo es lo normal y lo deseable, que los lobos solitarios que crearon un imperio o una empresa con sus “propias manos” son los modelos a seguir y que el silencio, la calma y la soledad son desviaciones o lastres que detienen el progreso. Como especie, somos el vivo ejemplo de “aprender a correr antes que a caminar”. Nos lanzamos a la carrera sin siquiera preguntarnos si queríamos hacerlo o por qué corríamos. Nuestras creaciones (mitos y tecnología) que usamos para imponernos como especie dominante ahora nos controlan.

 

 

Olvidamos que no somos gracias al dinero o la patria, sino que simplemente existimos, producto de la casualidad, como muchísimas otras existencias que fueron y que vendrán. Somos el equivalente al usuario que da un like a su propia foto, la comparte y la comenta como si fuera la mejor foto que se ha tomado, en una red social con mil millones de usuarios.

 

 

Requiere un gran esfuerzo de abnegación aceptar la intrascendencia de lo que hacemos fuera de la escala que hemos inventado, pero es posible si tan solo pudiéramos estar en silencio. Hoy en día, no hay nada más difícil de lograr que alejar todo el ruido. No solo el que activa nuestros tímpanos, también el que está en nuestra conciencia. Ambos son creados sin descanso por un sistema que sabe que si nos detuviéramos y no lo escucháramos, nos daríamos cuenta de su irrelevancia y de los absurdos a los que nos ha hecho llegar.

 

 

Esto es lo que ha logrado el Gran Confinamiento. Tenía que venir una fuerza mucho más grande que nosotros para recordarnos nuestra propia fragilidad, nuestra impotencia ante el caos y la casualidad, y para detener una máquina que llevamos siglos poniendo en marcha sin preguntarnos a dónde nos llevaría.

 

 

No culpo a quienes buscan regresar a “la normalidad” y arrancar la máquina lo más pronto posible. No conocen otra cosa. Las fuerzas que nos han llevado hasta este punto en la historia de la humanidad están muy lejos, tanto geográfica como temporalmente, y ha agarrado tal velocidad que solo hay un final posible: darnos contra pared.

 

 

Esto no significa el fin de la raza humana como especie. A lo mucho, es el fin de la civilización como la conocemos. Nos causa terror porque, como dice Borges en su poema “La dicha”, todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno. Los romanos, los aztecas, los aborígenes australianos… para todos ellos el fin del mundo llegó, y a pesar de eso, aquí seguimos.

 

 

¿A qué le tenemos miedo? ¿A perder nuestra ropa producida en masa, coches de lujo, el poder de buscar lo que sea en nuestro celular? ¿A no llegar a ser CEO de una gran empresa o irnos de vacaciones? Fuera de la naturaleza, todo lo que existe es creación del humano, y aunque sus consecuencias son reales, es porque así hemos decidido que sean. Nuestro miedo, y por tanto nuestros esfuerzos, tendrían que estar enfocados en lo que definitivamente nos matará, independientemente de si creemos o no. Si tan solo pudiéramos estar en silencio para comprender todo esto… pero no es posible.

 

 

No queremos. No sabemos. No podemos. Creíamos que ante un evento cataclísmico, la humanidad se entendería y dejaría las diferencias a un lado. Ya vimos que no. Todo se quedó en las películas, y si un día la invasión alienígena llega, lo más probable es que alguien clame que es una estrategia de la oposición para desestabilizar al gobierno.

 

 

De la misma manera que en la caverna de Platón, querer explicar una perspectiva más amplia a quienes siguen ensimismados en su laberinto de mitos y significados vacíos, es poco más que imposible. Quienes logran ver lo que hay detrás de la imagen ilusoria, de acuerdo con la metáfora platónica, son tachados de locos, de ilusos, de mediocres y muchas cosas más.

 

 

Hay una explicación, producto de nuestra acelerada evolución, y es que la Razón (así, con mayúsculas, la característica de que tanto nos vanagloriamos como seres humanos) no está hecha para lo que creemos.

 

 

El sesgo de confirmación es la tendencia que tiene la gente para aceptar la información que apoya sus creencias y rechazar la que las contradice, ¿suena familiar? Un artículo de la revista New Yorker titulado “Why Facts Don’t Change Our Mind”, narra como Hugo Mercier, de un instituto de investigación de Lyon, Francia, y Dan Sperber, de la Universidad Central Europea en Budapest, Hungría, agregaron a una muy extensa bibliografía sobre el tema su libro The Enigma of Reason.

 

 

En él, los investigadores argumentan que el razonamiento evolucionó con nuestros ancestros (igual que el lenguaje) para adaptarnos a la hipersociabilidad como especie, donde ganar argumentos era más importante que tener la razón, con el fin de mantener el estatus social y no arriesgar la vida en vano. A esta herramienta evolutiva hay que sumarle la ilusión de la profundidad explicativa, de la cual, también se hace mención en el artículo.

 

 

Steve Sloman, profesor de la universidad de Brown, y Philip Fernbach, profesor de la Universidad de Colorado, escribieron en su libro titulado The Knowledge Illusion: Why We Never Think Alone que la manera artificial en la que dividimos el trabajo colectivo hace que no tengamos claro qué sabemos y qué es conocimiento grupal. Todos usamos un smartphone, pero muy pocos tienen idea real de cómo funciona, ya no digamos construir uno de la nada.

 

 

Sumemos estas dos características evolutivas, que eran perfectas cuando nuestra tecnología se reducía a palos y piedras, pero no para un mundo tan complejo, y obtenemos una sociedad vociferante sin las herramientas necesarias para afrontar los problemas del siglo XXl. Un poco de perspectiva nos haría entender la simpleza del mundo por una parte y, por otra, que hay cosas para las que no estamos listos como especie.

 

 

El confinamiento es la gran oportunidad para no hacer nada y dejar que nuestra mente, en silencio, imagine nuevos mundos y nuevas sociedades posibles; para poder conocernos más, mejor, y descubrir realmente quiénes somos cuando el mundo no nos ve. En silencio, descubrir qué sabemos y qué desconocemos, sin sesgos ni influencias. Y lo estamos desaprovechando haciendo tarea.

 

 

Atención, esto no es un llamado a no valorar nada, lanzarnos a los brazos de la dejadez, la desidia y la apatía. Podríamos argumentar que ya estamos ahí. Aceptar nuestra insignificancia en el universo tiene que ser una invitación a ser libres de todo aquello que nos hemos inventado queriendo darle un sentido a la vida que no lo tiene: expectativas, modas, logros… la única meta real es estar en paz con uno mismo dentro de este mundo atribulado. Tal vez, algún día, cuando todo esto pase (la pandemia, el globalitarismo, el cambio climático, la polarización), podamos sentarnos en algún lugar tranquilo, y empezar de nuevo a pensar en todo lo que podemos lograr. Sin prisas, ni expectativas, y en silencio.

 

FOTO:  Giovanni Fattori, Anochecer frente al mar, 1986, (Detalle)./ Galería Uffizi

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