Simpatía por el doble: reseña de “Lealtad al fantasma”, de Enrique Serna

Ago 27 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 2974 Views • No hay comentarios en Simpatía por el doble: reseña de “Lealtad al fantasma”, de Enrique Serna

 

En Lealtad al fantasma, de Enrique Serna, la dualidad, asumida como un enfrentamiento a la faceta oculta de la personalidad, enhebra el eje sobre el cual se construye esta colección de cuentos

 

POR JOSÉ HOMERO

Sospecho que a Enrique Serna le seduce descubrir dobles suyos en pinturas del pasado. En su perfil de Facebook difundió un óleo, cuyos protagonistas miran directamente al pintor espectador. Las mozas sonríen con coqueta reticencia, pero el hombre, en primer plano, voltea con gesto hosco —el ceño fruncido, la mirada recelosa— y contenida violencia, empuñando el tenedor como un arma. Mientras ellas lucen complacidas —hasta el gato denota curiosidad—, él, cuya indumentaria y daga delatan al truhan –o al chulo–, manifiesta enfado por la intromisión. Serna compartió esa imagen el 22 de noviembre de 2018, sin otros datos que un escueto pero revelador comentario: “Mi otro yo del Renacimiento”, porque, efectivamente, el comensal suspicaz parece una encarnación juvenil suya (a decir verdad, el cuadro es un ejemplo de realismo costumbrista, pintada en 1866 por el danés Carl Bloch. Irónicamente, el paisano amoscado —y no por las moscas, convidadas con alas y no de piedra al almuerzo— es el propio pintor, quien se autorretrata mirándonos retadoramente con lo que la construcción en abismo que propone Serna se potencia, máxime si mencionamos que un locutor inglés —precisamente ¡por esa fecha!— también se reconoció en ese joven airado, difundió el óleo en sus redes sociales; a partir de ello, se realizaron copias y copias de la pintura, con construcciones en abismo a rabiar. Basta, no divagaremos al respecto; con los parecidos y desdoblamientos narrativos basta).

 

Confieso que, cuando recibí Lealtad al fantasma, pensé que la ilustración de la cubierta, que muestra a un hombre atribulado —cejijunto, la mirada angustiada, las acusadas ojeras, el mentón apoyado en el puño, actitud de quien se devana los sesos sin dormir—, asediado por un esqueleto con alas de ángel, era un burdo retrato de Serna, una alegoría trasnochada del escritor-acosado-por-sus-fantasmas. Aunque los rasgos se asemejen, la pintura no es un retrato, pero sí aprehende la atmósfera del libro. Si al autor le tienta descubrir filiaciones espectrales, en su cuarto volumen de cuentos impera el motivo del doble, o, para expresarlo casi con gárgaras, del Doppelgänger. Patente en el relato que intitula la colección, donde un posmoderno perverso descubre que es un doble de un monje agustino del siglo XVIII, pero, igualmente, delineado en la fanática que se considera “hermana secreta” de su idolatrada estrella pop (“La fe perdida”). La dualidad, asumida La dualidad, entendida como el enfrentamiento a la faceta soterrada de la personalidad —a la que alude el “fantasma” del título—, subyace a las tramas del volumen. Si la historia final revela la unidad, por su parte, “Abuela en brama”, uno de los cuentos más memorables que ha escrito Serna y que se convertirá en un clásico del género, templa la clave sicoanalítica del fenómeno, no muy lejana a las especulaciones de Otto Rank: la escisión entre los impulsos y las convenciones sociales; los problemas de la relación del ser humano consigo mismo. De ahí que el psiquiatra amoneste a la protagonista, suicida fallida: “Estuvo al borde del suicidio por no conocerse a sí misma, y aunque estas revelaciones puedan dolerle un poco, le conviene proteger sus flancos débiles”. Si esta noveleta es ejemplar de la tensión entre nuestros deseos y la sujeción al entorno, “El paso de la muerte” y “El anillo maléfico” reflejan las vacilaciones de sujetos enfrentados a instintos que contradicen sus valores éticos y los exhiben como hueras construcciones. Los cuentos, en general, celebran el erotismo como la única forma de vencer los miedos.   Aconseja el lugar común no juzgar un libro por su portada. En contraparte, los rudimentos que se brindan a los aprendices de exégeta, aconsejan observar las ilustraciones, el título mismo, para escudriñar el secreto de la obra. Elementos paratextuales, los llamaría Gerard Genette reconociéndoles una importancia de la que carecían en la antigua crítica. Si el óleo del pintor checo simbolista Josef Mandl de la cubierta comparte el clima de dudas, conflictos y vacilaciones subjetivas y cifra el desdoblamiento narrativo de esta colección, ¿por qué no cavilar en el orden, en el número? Siete son los cuentos.

 

Número sagrado, su simbolismo, cuyos casos abundan —siete días de la creación, siete pecados, siete días de la semana, siete enanos, las Hespérides…—, marca incluso al propio género: los Siete cuentos góticos de Karen Blixen, los Siete cuentos morales de J. M. Coetzee. El número, entonces, indica una intención, y tal es la de una unidad. No por compartir historias o personajes, sino por la temática. Antes que una recolección de las cosechas lustrales, es un volumen unitario, como corrobora que el primer cuento “El anillo maléfico” y el último, “Lealtad al fantasma”, guiñen burlonamente al elemento fantástico y expresen la dualidad en niveles concéntricos. No por compartir historias o personajes, sino por la temática, es un volumen unitario, como corrobora que el primer cuento “El anillo maléfico” y el último, “Lealtad al fantasma”, guiñen burlonamente al elemento fantástico y expresen la dualidad en niveles concéntricos. Dualidad no sólo por los Doppelgänger, sino también entre la moral y el deseo, entre el deber y la sexualidad, e igualmente en la identidad entre el creador y la criatura, un tema familiar a Serna, quien en piezas magistrales, como “Borges y el ultraísmo”, ya había plasmado personajes cuyos actos acatan el plan trazado por un demiurgo, sea este narrador o el enemigo del protagonista. “El anillo maléfico” rompe las convenciones verosímiles, y si bien propone la motivación psicológica como fundamento de la acción narrativa, apela al registro fantástico, como insinúan el título reminiscente del cuento popular, y la metalepsis de la historia. El protagonista no tiene entidad, es la criatura de un escritor, del mismo modo que el yonqui parisino es una proyección de las pulsiones de un monje dieciochesco. Al seguir esta línea, reconoceremos la reverberación entre los actos de una criatura y el plan ajeno, como en el delirio fanático de la admiradora de “La fe perdida”, e incluso la especularidad de los actos de “El blanco advenimiento”. Así, lo que en principio parece un conjunto de relatos satíricos con una visión grotesca de la realidad, a la manera de Gogol, que nos cuestiona sobre las convenciones sociales y la racionalidad, termina siendo un embate a la construcción de la personalidad.   El número y la temática descubren el río subterráneo que irriga estos cuentos: zaherir a la moral tanto como a la razón. Hay una filiación con clásicos del género, como el Heptamerón de Margarita de Valois —presente hasta en el número: el heptamerón es una cifra sagrada vinculada al siete: 72 fueron las lenguas de la confusión babélica—, aunque no haya una narración enmarcada, pero sí la intención de reflejar la humanidad que late tras los disfraces y cómo en un entorno excepcional se muestra la conducta verdadera; tema barroco, si los hay. Por ello, Lealtad al fantasma es una propuesta de liberación: la resolución de los dilemas será conocer la naturaleza propia, asumirse en sus contradicciones y apostar por el amor y el encuentro con el otro. Serna, quién lo dijera, es un moralista, y como tal, un optimista desencantado.

 

FOTO: En una hostería romana, de Carl Bloch, una de las pinturas donde Enrique Serna ha encontrado a uno de sus dobles/ Galería  Nacional de Dinamarca

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