Sin reproches pero sin trascendencia
POR IVÁN MARTÍNEZ
La visita durante la semana pasada de dos legendarios grupos internacionales a la Ciudad de México, la Philharmonia Orchestra de Londres y el Trío Guarnieri de Praga, imprimió a la cartelera musical y al público melómano cierta vitalidad y ánimo.
A decir verdad, todo el año hemos gozado de complacencia en los diferentes terrenos, sean sinfónicos, camerísticos u operísticos, pues siempre la presentación de ensambles visitantes suele generar expectación entre el público y servir, en modelos de mecenazgo estatal, de evidencia de trabajo de los funcionarios en turno —que en el caso mexicano y por ahora, creo, debieran ocuparse lo mismo o más de los grupos emblema nacionales. Este 2014, dentro del pretexto por los 80 años del Palacio de Bellas Artes, y, a diferencia del anodino 2013, la paleta ha sido amplia y constante, por decir lo menos.
No puede decirse que no haya existido una visión para llenar los espacios; poco puede reprocharse a la ejecución técnica de los artistas que nos han visitado; en el caso de los más recientes, se aprovechó el cambio de sede de los conciertos de la Philharmonia para descentralizar hacia el poniente de la ciudad.
Para su concierto del martes 8 en el Auditorio Nacional, el ruso Vladimir Ashkenazy eligió para la orquesta Philharmonia un programa de tres obras emblemáticas de su patria. A ellas supo imprimir mucho de su carácter y tradición y, ante todo, una abundante velocidad que alcanzó a eliminar detalles de color y matiz que, con una generalmente buena ingeniería de audio para ese colosal foro a cargo del maestro Humberto Terán, no tendrían por qué haber pasado inadvertidos.
El maquinismo virtuoso con que fue ejecutada la obertura a Ruslán y Ludmila de Glinka fue seguido por el Concierto para violín de Tchaikovsky encomendado a la joven Esther Yoo. Velocísimo, el Concierto no gozó de ninguna lectura profunda, sino más bien de una ejecución rutinaria plagada de pretendidas dificultades llevadas a cabo por lugares comunes de la coreografía violinística; me refiero a esos arcazos sin significado sonoro.
Quizá por un evidente problema acústico en su cuerda grave, Yoo alcanzó apenas a pronunciar la Canzonetta y concluyó su participación con lo que para este cronista ha sido el más aburrido tercer movimiento escuchado a este entrañable concierto.
El acompañamiento atento de Ashkenazy a su solista y un palpable instinto para hacer sonar las cuerdas y metales de la orquesta, sin embargo, me presagiaron una sinfonía de mayor trascendencia. Lo fue: la Quinta sinfonía del mismo Tchaikovsky “prendió”… como suelen prender estas interpretaciones virtuosas, de grandeza sonora pero sin alma, sin personalidad, en foros monumentales y tan fríos como el Auditorio.
Mérito más bien del compositor y los integrantes de esta orquesta que supieron mantener firmes los tempi de su director en turno, a Ashkenazy sí hay que aplaudir que, entre los sonidos globalizados de las orquestas de hoy, haya sabido producir el que quizá sea el mayor emblema del sinfonismo ruso: los metales melosos, remilgados; y, entre ellos, injusto sería no mencionar el célebre solo del segundo movimiento, confiado a la cornista Katy Woolley, quien logró acariciarlo con parsimonia y lirismo a pesar de las dificultades manifiestas para un artista de su instrumento en nuestra altitud.
Dos días después, el jueves 11, el Palacio de Bellas Artes recibió al legendario Trío Guarnieri, por cuyos integrantes los años no han pasado en balde. Y es que la primera parte de su programa dedicado por entero a Beethoven no sólo sufrió de ejecuciones más bien mediocres y confusas estilísticamente, sino también de pasajes de dudosa afinación en el caso del violonchelista Marek Jerie y continuos traspiés en la ejecución pianística de Ivan Klánsky.
Si bien hubo un par de pasajes verdaderamente bellos, sobre todo en el segundo movimiento del Trío no. 5, op. 70, Fantasma, convenientemente sobrio, fue el hecho de ver en el programa la mayor página escrita para esta dotación por Beethoven, lo que me hizo continuar en la sala. Afortunadamente, el Trío no. 7, op. 97, el famosamente titulado Archiduque, gozó de mayor suerte y sin traspiés, una afinación más estable entre las cuerdas y un sonido más presente del violonchelo; fue ejecutado con la maestría y precisión con que otrora fuera conocido este grupo.
Estos dos grupos pertenecen hoy a una élite más bien mediana, por no usar el sinónimo mediocre, de —la mayor de las veces— incuestionable técnica, fieles ambos a las tradiciones musicales de donde provienen, pero que artísticamente logran poco de trascendencia.
Creo llegar a la conclusión que mientras nuestros escenarios sigan teniendo estos estándares de patio trasero, mantenidos bajo una visión —como me confiara hace poco un funcionario al cuestionar, él, la importación de orquestas “caras” como sucedió en los dos sexenios anteriores con la Filarmónica de Viena y la Sinfónica de Chicago— de preferir la cantidad por la trascendencia, no dejarán de existir, y con razón, los niveles de banalidad con que se cuestiona desde la intelectualidad política la pertinencia de nuestras instituciones culturales, sean fondos editoriales, teatros o compañías.
Permítanme parafrasear la más reciente de esas polémicas para preguntar: ¿debe el Estado patrocinar la visita de productos musicales sin trascendencia como la Royal Philharmonic, la Philharmonia o el Trío Guarnieri?
* Fotografía: El Trío Guarnieri / INBA.