Síndrome de Guillain Barré: el inicio
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El escritor y periodista cultural narra su experiencia como paciente afectado por el Síndrome de Guillain Barré, una enfermedad que aún no se determina bien a bien cómo se contrae y se atiende
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POR GERARDO OCHOA SANDY
A Iván, patrono de los náufragos
I
28 de junio de 2019. Diez de la mañana y me siento por primera vez en una silla de ruedas. Llevaba una semana con dolores en la cadera, debilidad en las pantorrillas y una creciente falta de control en las pisadas. Llegué en el Spark a Médica Sur. Apenas podía meter el clutch con el pie izquierdo, que colocaba sobre el pedal, y trataba de no moverlo para empujarlo con el muslo y la cadera. Pronto me habitué; haría falta. Estacioné, y descendí. El tambaleante trayecto al lobby me avergonzó. A unos pasos de la entrada principal caí de bruces.
Una enfermera llegó con la silla. Durante unos minutos observé el entorno, desde esa nueva perspectiva: todos iban hacia algún lado, yo esperaba a que me llevasen. Una ejecutiva me empujó a la caja, pagué y me trasladó al área de radiografías. Era una contractura, una ciática o una vértebra que mordisqueaba un nervio. Había hecho escalas en los consultorios del Doctor Simi, Farmacias San Pablo y del Ahorro –los mini IMSS e ISSSTE para los subempleados– de los que salía apaleado por las inyecciones que no hacían efecto. El árnica tampoco.
Feliz cumpleaños.
II
La falta de vigor me impedía dar más de cinco pasos entrecortados. Subir y bajar una banqueta exigía verificar la consistencia de la pierna de sostén para colocarla en el arroyo, acuclillarse con los muslos abiertos para no perder el equilibrio, apoyar las manos en la acera, rotarlas para apoyarlas de vuelta, empujar hacia arriba con las cuatro extremidades y ponerse en pie, observar el tránsito de la calle, esperar el momento para cruzar, a trastabilleos, a la otra orilla. Una vez rechacé el auxilio de un desconocido. Le exclamé “yo puedo solo”, como si me ofendiera o incurriera en falta.
Las manos, un muladar. Me compré unos guantes para faenas manuales.
El traslado en auto, por cuestiones laborales, de Médica Sur a la Fuente de Petróleos, era una terapia impía. En las idas, conforme palpaba el avance diario de la enfermedad, brotaban las lágrimas, junto a los veleidosos oleajes de los recuerdos. El llanto no ha sido un hábito, más bien un desafío, cosas de los soles en la Casa XII. Empecé a entender que cuando al fin se comprende algo, llorar es una opción; hay otras. En los de regreso, el congestionamiento vial me enfurecía, y escuchaba a Sex Pistols.
III
Espero los resultados. La inmovilidad se acentúa. En una estancia en Cuernavaca subo al auto la rama de un árbol del jardín, para usarla en mis traslados a pie. El Ermitaño, la Carta X del Tarot. En una compra más de medicamentos ubico un local de artículos ortopédicos. Encuentro un bastón que me gusta, marca Speedy. El fabricante es un idiota a llamarlo de esa manera. Lo compro. Empieza la vida como persona con “capacidades diferentes”. Pronto lo extravío. Solía llegar a la puerta del auto y lo colocaba en el techo, para introducir el bolso y la Mac Pro. No advertí cuándo salió volando por los aires. El segundo igual. El tercero, trípode, se salvó.
IV
El ortopedista Alfredo Cardoso Monterrubio no encontró en las placas nada excepcional. Le inquietó mi creciente dificultad para desplazarme. Dijo:
–Sosténgase en las puntas de los pies –me tambaleé.
–Hágalo en los talones –igual.
Luego probó los reflejos de las rodillas y los tendones de Aquiles.
La expresión se le endureció.
–Usted no tiene un problema ortopédico. No quiero espantarlo, pero debe practicarse un análisis para detectar si ha contraído el síndrome de Guillain Barré.
Inició su explicación.
V
Llego al cuarto con baño, en un barrio de la Ciudad de México. Investigo en el sitio de la OMS. El sistema inmunológico ataca al sistema nervioso de modo que no llegan las órdenes al sistema muscular. No se sabe cómo se contrae, no hay cura cierta, puede detenerse y dar marcha atrás, deja secuelas. Si avanza y llega al tórax, impide la respiración, y lo que sigue es el pulmón artificial. El plazo es de cuatro a seis semanas. Si no hay IMSS ni ISSSTE –no los hay– el hospital más modesto es otra renta: semanas, meses, o más. El medicamento más o menos confiable, la inmunoglobulina, debe aplicarse en la zona de “la ventana”, la etapa inicial, aunque no hay garantías y, claro, escasea. La sesión consta de cinco ampolletas por día, lo que toma tres horas, durante tres días. El costo, 350 mil pesos. Tal vez puedan hacer falta más.
VI
En una vuelta a Cuernavaca, de noche, con la pierna izquierda entumecida luego de dos horas de conducción desde la Fuente de Petróleos hasta el área boscosa en la carretera federal, bajo del auto y trato de apoyarme en la carrocería para acercarme a la puerta peatonal; no me siento capaz de bajar y abrir el portón, para estacionarlo. El equilibrio falla y ruedo por la pendiente. Llego a rastras. Intento abrirla; trozo la llave.
Vuelvo, desplazándome sobre las asentaderas. Luego, decido dejar el auto a las afueras, a ras del pasto llevo el equipaje hacia el portón, y desciendo sentado sobre los escalones que llevan al chalet. Una hora después, después de varias vueltas, concluyo; media hora más para ubicar las cosas en su lugar.
Me siento en el comedor. Fumo.
Escucho la vibración del entorno.
Noto que no hay flujo mental.
En una llegada al cuarto de la Ciudad de México, bajo las bolsas con mercancías, las llevo de dos en dos al inicio de las escaleras. Las coloco con una mano tres escalones arriba, con la otra me apoyo en la pared. Luego, sosteniéndome con ambas, subo los tres peldaños y repito la operación, a lo largo de tres pisos. Vuelvo abajo, y tomo otras tantas; reinicio. Desciendo y repito la operación una vez más.
Sentado sobre la cama, con las bolsas regadas sobre el suelo, la luz discreta del tocador encendida, llega la explicación:
–Esto también es Kundalini Yoga.
El silencio se asienta.
VII
No siento los toques eléctricos, de distintas intensidades, en las pantorrillas.
Tampoco las agujas con cámaras sensoras, que entran con facilidad.
Salgo del consultorio.
Miro hacia la otra esquina, donde dejé el Spark.
–Sólo 20 minutos de caminata.
Comienzo.
VIII
–Iván…
Devuelve la llamada poco después.
–Busca a Sandra. Ahora.
–Mándame los análisis por WhatsApp, y ven de inmediato –indica la neuróloga.
Sandra Quiñones aparece con su sonrisa de ardilla traviesa y su mirada de niña que no ha roto un plato. Le noto que viene de las raíces de México, que está bien plantada, y que le gustan los retos.
Le llama a uno de sus maestros, a Monterrey. Le manda el estudio, conversan en tecnicismos.
–Nos olvidamos de la punción lumbar. Estamos aún en la ventana. Empezamos.
–Yo no tengo para el tratamiento.
–La medicina está aquí. La viuda de un expaciente está donándotela.
Recordé que Paul Auster dijo que en su noción del azar no cabía la Providencia. Auster no sabe que no hay relación entre uno y la otra. No sé qué sea el azar. Sé que la Providencia es la que preserva y gobierna la creación, para que cumpla su propósito.
No es una creencia; no necesita explicación.
Es experiencia, como las estaciones del año; como el amor.
Desde el amplio ventanal del consultorio de Sandra observo abajo la escuela primaria del Colegio México, donde estudié.
La memoria comienza a desbocarse.
La tomo de la mano y le murmuro: tranquila.
Los providenciales maristas.
Esa tarde regreso al local de ortopédicos.
El dueño me auxilia a colocar la silla de ruedas en la parte trasera del Spark.
Nada de “capacidades diferentes”.
X Men.
IX
La ciudad, que es hostil, lo es de otro modo, en cualquier lugar.
En un restaurante frecuentado por artistas, la concurrencia que espera es desdeñosa y descortés. En el Péndulo de Polanco, ni uno de los empleados se dispone a auxiliarme para ascender el escalón de la entrada. Es una proeza desplazarse dos cuadras en el Centro Histórico –más los empujones de la muchedumbre, la mendicidad que se mira al lado y te mira de frente, la pestilencia de las alcantarillas.
En el barrio las cosas empeoran.
Me traslado en la silla por la calle sin pavimento, hacia la tienda de abarrotes, y los perros se acercan para amedrentarme con sus ladridos.
De noche, estaciono el auto, sobre la silla me dirijo al espacio que rento, y los drogadictos atascados de inhalantes ofrecen su auxilio a cambio de una moneda o para asaltarme.
Llego al tercer piso. Me froto las sienes. Bebo.
X
El tratamiento toma tres días.
Al primero, me acompaña Pilar.
Al segundo, Patricia.
Al tercero, Aura María.
En los días siguientes, noticias de La Kaiser; Joaquín y Graciela.
Lucina, Verónica. Aline. Narcedaria, Angélica. Marce y Esther.
Leonel; Ricardo y Mari Carmen; Mary Carmen; Alina.
Insisto en ir a la oficina en silla de ruedas. Les pido se instale una rampa para que pueda subir los dos escalones que me llevan hacia el elevador.
A diario, las custodias y los oficiales me auxilian con un empujón.
Eva Regina, al pendiente.
XI
Tanto en el cuarto de la Ciudad de México como en el refugio en el bosque, la relación con el espacio se replantea.
No es válido dar vueltas y vueltas. El traslado de un área a otra debe ser quirúrgico, las distancias acortarse y cada espacio volverse un microcosmos que contenga lo necesario para que cumpla su función. En Cuernavaca, el comedor se vuelve oficina y la cocina en comedor. En el cuarto de la Ciudad de México, el tocador en ambas.
En los trayectos en la silla no hay margen de error, es decir margen de olvido, a diferencia de lo que sucede en la vida, donde no importa cuánto nos equivoquemos, siempre y cuando sobrellevemos las consecuencias y sigamos adelante –hasta cierto punto.
No debe llevarse encima de menos ni de más, y lo transportado tiene que acomodarse de manera inversa al orden en que lo desahogaremos, en concordancia con cada una de las escalas hacia la estación final: lo que va arriba es lo primero que soltamos, y lo de abajo, lo que necesitaremos en proximidad.
Esta economía de las traslaciones debe estar garantizada por el eje del movimiento rotacional. La inmovilidad, que nos orilla a desplazarnos sobre un artefacto rodante modifica, naturalmente, las relaciones sensoriales con el contexto tridimensional.
En un avión, la sensación de desplazamiento es diminuta. En un auto, durante un congestionamiento vial, se empantana y asfixia, mientras que en la autopista concede desprendimiento, autoafirmación. No sé lo que se experimente en unos patines o en una bicicleta, pues no aprendí a mantener el equilibro sobre sus ejes gravitacionales, que oscilan entre lo centrífugo y centrípeto. Los oleajes me gobiernan.
La silla de ruedas es, al respecto, sutil. En relación con nuestra condición bípeda, sentimos que nos encalla y nos desplaza, aunque no de manera definitiva acerca de lo primero, y tampoco no del todo en relación con lo segundo.
Hay que hacerla rodar con impulsos breves.
La destreza se encuentra en la concordancia entre la suavidad de los dobleces de las muñecas, los codos y los hombros, y el brío impuesto por los antebrazos apuntalado, sin excesos, por los bíceps y tríceps. Los movimientos hacia la izquierda o derecha requieren firmeza en la rueda que sirve de apoyo y elástica precisión en la que define el cambio de rumbo. La reversa, sin espejo retrovisor, debe ser perfecta. No es poco desafío controlar la tendencia a aumentar la velocidad. A más empeño físico, menos avance; mientras más despacio, más a prisa.
El conjunto de estos factores acentúa las facultades sensoriales en general.
Basta con permanecer en calma, despreocupados acerca de dónde venimos y a dónde vamos.
XII
Sandra golpetea con su martillito:
–Tienes reflejos –y sonríe, feliz de su travesura.
Aún no en los tendones de Aquiles. No importa. Mercurio en Géminis tiene sus alas ahí.
Sigue agazapado el síndrome sin cura, escurridizo y acechante, a sabiendas de que lo observo, y que le doy batalla. Hay que estar alertas.
Pero esa noche me voy al bosque y ebrio, me elevo en mis zapatos de tacón, convoco a mis dioses, y bailo al son de mi canción.
FOTO: Especial
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