“Somos de la nacionalidad de lo que amamos”: entrevista con el escritor Jean-Marie Gustave Le Clézio
En Canción de infancia, su libro más reciente, Jean-Marie Gustave Le Clézio, Premio Nobel de Literatura 2008, regresa al tema la memoria. En esta entrevista hace una revisión de la realidad contemporánea: los periplos de la humanidad y la falta de empatía con la naturaleza. Esta entrevista fue publicada originalmente en la revista colombiana Bocas, en octubre de 2021
POR WINSTON MANRIQUE SABOGAL
Las personas también nacen de las palabras. Jean-Marie Gustave Le Clézio es un hijo de los cuentos de tres mujeres que le han ayudado a sobrevivir y de las historias ajenas y los sonidos del mundo por donde lo ha llevado su nomadismo.
Primero fueron los cuentos de su abuela cuando con su familia vivieron escondidos de los nazis en la Segunda Guerra Mundial y los ruidos de ese mundo en combustión que lo llevaron a ser un escritor de éxito con sólo 23 años por su novela El atestado, en 1963.
Pronto esos mismos sonidos se hicieron dolorosos hasta dejarlo en la orilla de la vida y abandonar su carrera literaria antes de cumplir los 30. Entonces se topó con la algarabía feliz de la selva del Darién, en la frontera de Colombia y Panamá, y las historias de Elvira de la tribu emberá que lo rescataron.
Salió de allí y al poco tiempo conoció a su futura esposa, Jemia, una saharaui que le afianzó el nomadismo y sus historias de vivir sin fronteras. Por eso afirma que “esa cantidad de restricciones a los migrantes son el escándalo contemporáneo”.
Las voces y los sonidos del mundo suenan en la memoria de este Nobel de literatura como el rumor de una caracola vacía de las costas de su Bretaña francesa, donde veraneaba en su infancia después de la Segunda Guerra Mundial.
Le Clézio tiene 81 años y los ecos mestizos de sus antepasados que hicieron un viaje de ida y vuelta entre Inglaterra y Francia y la isla Mauricio, en el Índico. Está en Niza, donde nació el sábado 13 de abril de 1940, y donde ha pasado buena parte del confinamiento por la Covid-19. Un tiempo que le recuerda sus primeros cinco años semiencerrado con su familia en una casa cerca de esta ciudad del sur francés para que no los encontraran los nazis porque tenían nacionalidad británica.
Es una persona amable que transmite serenidad y bondad. Su espíritu y ánimo siguen jóvenes como sus ojos azules. Su cara irradia un rastro juvenil con un cabello grisáceo que antes fue rubio en un cuerpo aún esbelto de estructura ósea firme y enérgica, fruto de su vida nómada. Él y su esposa tienen ahora una vida menos movida entre Niza, isla Mauricio, Seúl y Albuquerque (Estados Unidos).
Sobrevivió gracias a las palabras de tres mujeres para convertirse en un recolector y guardián de voces. Primero las guarda en una libreta que siempre lleva consigo. Luego en escritos que convierte en novelas como parábolas o metáforas que reflejan su personalidad crítica y contestataria de la modernidad, el consumismo, las desigualdades, la falta de empatía con la naturaleza, los prejuicios frente a la identidad y la multiculturalidad y la incertidumbre que envuelve a las nuevas generaciones.
Como dijo en los días de la entrega del Nobel, las novelas son un “maravilloso medio para cuestionar el mundo actual. Si hay que transmitir algún mensaje, es el de que hace falta hacerse preguntas”.
Él las hace desde los seis años. A esa edad asoma su destino y le enciende su primera cerilla. Debuta como escritor precoz con un cuento de un rey y lee un libro que lo marcaría y lo acercaría, sin ser consciente, a la lengua española que terminó aprendiendo y a América Latina, que han sido determinantes en su vida personal y literaria y en su visión del mundo: El lazarillo de Tormes. Luego aparece El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes. Dos personajes de ficción de quienes heredó su itinerancia: primero, la Bretaña francesa donde vivirá su paraíso veraniego infantil. A los siete años irá a Nigeria a vivir hasta la adolescencia con su padre. Después estudiará en Inglaterra. De ahí volverá a Francia. Más adelante viajará a Tailandia a prestar el servicio militar, de donde es trasladado ante sus protestas por la prostitución infantil en las tropas de Estados Unidos. Luego recala en México. Pocos años después pasa a las selvas de Panamá con los indígenas emberá-wounaan. Conoce a una mujer de una gran cabellera negra que por las noches masca chicha hasta emborracharse y cuenta historias que funden realidad, mitos, leyendas e imaginación. Es la vida misma en su boca. La vida convertida en palabras. Empieza a comprender que “la identidad no es sólo el lugar. Somos de la nacionalidad de lo que amamos, de los amantes y de los que nos influyeron o de nuestros vecinos”.
En el 2008, la Academia Sueca le concede a J. M. G. Le Clézio el Nobel de Literatura por ser un “escritor de la ruptura, de la aventura poética y de la sensualidad extasiada, explorador de una humanidad fuera y dentro de la civilización dominante”.
El escritor responde con un discurso-historia dedicado a aquella mujer llamada Elvira, “la rapsoda del bosque del Darién”. La mujer que le devolvió la esperanza y la confianza en la vida y en la literatura. En la selva de las paradojas tituló su discurso. Tres años estuvo en el Darién, entre 1970 y 1974. Si una década antes se había graduado en Literatura francesa, aquí investigó y exploró la cultura oral de los indígenas.
Como todas las historias, la suya empezó antes de su nacimiento. Sus antepasados maternos eran de la Bretaña francesa que en el siglo XVIII se fueron a vivir a la isla Mauricio cuando era colonia francesa. Luego fueron súbditos de la reina de Inglaterra cuando la isla pasó a sus manos.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, su madre y sus abuelos migraron a Niza. La joven conoció a un médico inglés con quien se fue a vivir a Nigeria. Quedó embarazada, volvieron a Niza. La guerra estalló, y el 13 de abril de 1940 nació Jean-Marie Gustave Le Clézio, que sorprendió a su padre fuera del país sirviendo a Inglaterra en la Guerra.
El niño creció con su madre y su abuela materna, que le enseñó a leer y a escribir y le contaba historias con las que viajaba a otros mundos y le ayudó a él y a su hermano a sobrevivir. La abuela de J. M. G. Le Clézio era una mujer fuerte que no solía tener miedo, recuerda el Nobel de literatura en su reciente Canción de infancia (Lumen, 2021). Vivió las dos guerras mundiales. Con ella tiene su primer recuerdo vívido, y es de violencia. Vivían cerca de Niza. La guerra se acercaba a su fin. Antes de un mediodía, el niño Jean-Marie tomaba una ducha cuando lo estremeció el estruendo de un sonido ensordecedor que lo tiró al suelo, rompió cristales y cimbró el edificio: “Estoy por entero en el grito, un grito tan estridente que me da la impresión, cuando intento recordarlo, de que no me sale de la garganta. Sale del mundo entero”, escribe. Es la estupefacción frente a la proximidad de la muerte provocada por otros, una gran fractura que intuye en el mundo.
Una filosofía que ha reflejado en medio centenar de libros como El atestado, El diluvio, Terra amata, La guerra, Los gigantes, Mondo y otras historias, El desconocido en la tierra, Desierto, La conquista divina de Michoacán, El buscador de oro, La cuarentena, El pez dorado, El africano, La música del hambre, Bitna bajo el cielo de Seúl, y así hasta llegar al presente, donde ha ido al origen de su vida en Canción de infancia.
Terminada la guerra, la vida volvió a abrirse paso en Europa y con ella asomó el escritor. Pues aquella historia que escribió a los seis años la hizo en una cartilla de racionamiento con la que su madre reclamaba los alimentos.
Tras las felices visitas a Bretaña, como lo recuerda en su reciente y emotiva biografía, llega el segundo viaje clave: Nigeria, África. A los siete años va con su madre y su hermano para vivir con su padre que trabaja como cirujano en las Fuerzas Armadas Británicas. Es un doble descubrimiento: emocional con el padre y social y político con el continente: “En África fue donde nos civilizamos. Allí conocimos la libertad, el placer de los sentidos y la abundancia de la naturaleza. Descubrimos la injusticia fundamentalmente de las colonias”, escribe.
Entre medias va a Mauricio. Hasta que viaja a Reino Unido a estudiar en la Universidad de Bristol y luego a Londres donde se busca la vida y da clases. Pero es la lengua francesa la que gana la partida como medio de expresión artística. Con 23 años publica su primera novela, El atestado, y obtiene el premio Renaudot. En 1967 está en Tailandia prestando el servicio militar. Lo trasladan a México. Sigue su trabajo de cooperación y empieza a estudiar español y la cultura precolombina, mientras es testigo de la contemporánea. Allí le sorprende la onda expansiva de Mayo del 68 en París, que muta en la revuelta de los estudiantes mexicanos. Un par de años después llega su encuentro con los emberás y el hallazgo definitivo de Elvira, la “rapsoda del Darién”.
Cada lugar donde ha vivido y cada época existencial de su vida tienen un libro: por ejemplo, de su experiencia africana es Onitsha (1991), del reencuentro con su padre El africano (2004), de su paso por el Sáhara Desierto, o de su estancia como profesor en Corea del Sur Bitna bajo el cielo de Seúl.
El ciberespacio es el nuevo territorio que explora. A través de internet repasa en esta entrevista parte de su trayectoria personal y literaria, que son una sola. Medio centenar de novelas, cuentos y ensayos lo atestiguan. Experiencias de su vida y sus narraciones recuerdan el poema de uno de los escritores franceses que revolucionaron la literatura, las artes y la forma de mirar la vida en el siglo XIX, Charles Baudelaire, cuando escribe: “¿Vienes del hondo cielo o del abismo sales, / Belleza?”
¿Cuál es el primer recuerdo que tiene sobre la belleza o su descubrimiento, o cuándo supo de manera consciente que algo era bello?
Los recuerdos de los niños son volátiles… Pero la primera memoria que conservo es de 1945, cuando, sobre un pedazo de madera, con tizas de colores hice el retrato de la puesta del sol desde el balcón de la casa de mi abuela.
¿Por qué son importantes los recuerdos?
Son nuestra carne y nuestros huesos.
La memoria está en sus libros, la propia y la de otras personas que usted convierte en literatura, ¿qué significa para usted la memoria ahora?
La memoria es todo, y es a la vez felicidad y traición.
Alguna vez recordó que Marcel Proust decía que no existe la imaginación sino la memoria y que usted guarda en su cabeza lo que escucha y deja que el tiempo haga su trabajo:¿qué somos, entonces?
Diría que somos un 15 por ciento de imaginación y el resto estamos hechos de memoria.
¿Y de qué están hechos sus libros?
Son 80 por ciento historias que escuché contar, porque creo mucho en el nutriente narrativo, sea oral o a través de la lectura.
Filósofos, escritores y artistas hablan de que buena parte de lo que habrá de ser una persona se gesta o anida en la infancia. ¿Qué tanto del futuro de una persona reside en la infancia?
Hay otras fuerzas, aparte del futuro, como la condición social, la educación, la situación histórica o geográfica, lo que se llamaría el destino.
¿Cree que la vida de alguien puede ser como las obras de arte, según algunos artistas, sobre que no hay pasado, ni presente, ni futuro, ni hay evolución porque todos esos tiempos dialogan entre sí de manera simultánea y son uno solo?
Me imagino el arte como una especie de galaxia, misteriosa y próxima.
Jorge Luis Borges decía que el tiempo es algo que cae de arriba. Prefiero la definición de Heráclito de que el tiempo es un niño jugando a las tabas, y riéndose.
Desde niño usted ha viajado por todo el mundo y ha vivido en muchos lugares, con lo cual ha tenido muchas primeras veces, ¿qué siente al tener una vida así?
Fue buena suerte.
¿Con qué imagen o episodio representaría algunos de esos lugares como Sainte-Marine, Niza, Nigeria, Isla Mauricio, Panamá, México?
¡Muchos lugares! Nigeria me deja el sentimiento de algo magnífico y amargo, entre la belleza de la selva y la miseria de los africanos bajo el mandato del gobierno británico: hombres encadenados, niños malnutridos y soledad. Panamá, al contrario, me abrió los ojos sobre una perfección, la manera de convivir con la naturaleza de un pueblo orgulloso y místico, los emberás; así como ciertos pueblos indígenas de México, de Colombia y de Perú. La isla Mauricio es mi patria chica, y Niza, la ciudad donde me crié después de la guerra.
Su abuela materna es un personaje crucial en su vida que dejó en usted la semilla de lo que es como escritor por las historias que le contaba. Hábleme un poco de ella, por favor.
Ella nació en el Este de Francia, donde están los campos de remolacha. Tenía, entonces, un espíritu muy práctico y energético, y nos ayudó mucho en tiempo de restricciones durante la Segunda Guerra Mundial buscando comida para mi hermano y para mí, y, también, nos provisionaba de cuentos para luchar contra el encierro. Esos cuentos nos ayudaron a sobrevivir. Para ella escribí mis primeros poemas y pinté mis cuadritos, que siempre recibió con mucho entusiasmo. Le debo mucho.
Junto a su abuela, como inspiración y semilla literaria, están El lazarillo de Tormes y El Quijote, ¿qué vio el niño en estas novelas?
Eran mis libros favoritos, estaban en la biblioteca de mis abuelos. Me dieron el gusto de otra forma de entender la vida. Me abrieron otras posibilidades de vida: cómo vive un mendigo, que es algo que resulta interesante para un niño, y la otra es sobre cómo un hombre vive en sus sueños. Fueron dos lecciones importantes en tiempos que siguieron a la Segunda Guerra Mundial.
Los emberás también fueron importantes, ¿qué le aportaron a su escritura?
Pese a que no tienen escritura, sí usan un lenguaje elegante y sencillo para contar cuentos. Con ellos comprendí la importancia de ser directos en el relato, no complicarlo. Lo importante es el ritmo, la musicalidad y la pasión que se ponga.
¿Por qué a los seres humanos nos gusta tanto que nos cuenten historias?
Son puertas para escaparse, a veces para dejar entrar monstruos, lo que es muy útil para aprender a vivir.
En 2023 cumplirá 60 años de su debut exitoso con El atestado. Ha pasado por varios procesos existenciales y de exploración literaria en medio centenar de libros, ¿qué es lo que más ha cambiado a lo largo de su vida a la hora de sentarse a escribir?
Ahora tengo un público más extenso (si menos indulgente), lo que significa más trabajo formal.
A pesar de los cambios y del periplo físico, existencial y literario, ¿cuáles podrían ser las ideas o los aspectos que siempre ha tenido en cuenta a la hora de escribir un libro?
Primero un título, después una especie de onda interior que, abusivamente, quiero comparar con el embarazo.
¿Qué conserva del escritor que en 1963 publicó su primer libro y qué ha cambiado?
Una cierta ingenuidad, más una desconfianza en los adjetivos.
Usted que ha vivido en tantos lugares, ¿qué opina del aumento de restricciones a los migrantes?
Esa cantidad de restricciones a los migrantes son el escándalo contemporáneo: en mi juventud, hasta los años 60, las fronteras estaban completamente abiertas, por razones económicas. Ahora hemos inventado las líneas imaginarias de las fronteras; ¿hasta cuándo podremos mantener estas murallas de alambres y de papeles? Hoy en día, encima de esto hemos inventado la restricción sanitaria por la Covid-19, otro escándalo porque el beneficio de la vacuna debería ser universal, como lo fue antes contra la viruela.
La relación de las personas con la naturaleza es otro tema importante en su obra, ¿cree que nos falta empatía con la naturaleza?
Definitivamente. Debemos reconsiderar nuestra relación con nuestro mundo real, que no es una cornucopia, y no tiene necesidad de los seres humanos. No es un lujo, es algo vital para nosotros.
Científicos y divulgadores como Carl Safina y Stefano Mancuso insisten en recordar que el ser humano no es la única especie del planeta y que deberíamos aprender de otras especies para aprender a convivir, ¿cuál es su experiencia?
Vivir en la selva del Darién me enseñó mucho sobre el equilibrio entre las especies. Me acuerdo de momentos en que los emberás mostraron el lazo estrecho que une a los humanos y los animales o las plantas. El poeta chino Li Bai lo escribió en el siglo VII: “Este es un mundo que no es humano”. Una de las preocupaciones que dejamos a los jóvenes es el sentimiento de que es un mundo bastante usado, sin mucha solución, y a veces da la impresión de un sentido único, de vanidad, sin esperanza.
¿Qué enseñanza especial le ha dejado su relación con la naturaleza?
Enseñanza sería muy vanidoso, pero el mundo selvático de los emberás me alivió de ciertos problemas psicosomáticos, como gastritis y obsesiones mentales. La medicina tradicional china me alivió de mi sinusitis crónica. El respeto al desierto que manifiestan los saharauis, particularmente los de la tribu de mi esposa, Jemia, me alivió de mi escepticismo.
Ha sido crítico con el rumbo de la modernidad, el consumo exagerado y ciertas políticas. ¿Cree que se dedican más esfuerzos y dinero a buscar vida en otros planetas en lugar de salvar este?
Buscar vida no es un problema, pero consagrar tantos recursos a la destrucción y a la guerra, este sí es nuestro problema. Esta es nuestra única casa.
Muchos conflictos actuales tienen que ver con el resurgimiento de algunos nacionalismos extremos. Usted ha dicho que “somos de la nacionalidad de lo que amamos”, que condensa buena parte de su concepción de la vida.
Hablo de ella precisamente porque mi esposa heredará de una tradición nómada que ignora las fronteras y sabe mirar más lejos que el horizonte de las naciones políticas. El nacionalismo es una equivocación. Hay una sola raza, una sola literatura que nos abre a otros mundos.
¿Cree que el mundo es más intolerante ahora?
Imagino que pueda mejorarse aprendiendo de los acontecimientos y pruebas actuales.
Usted que lleva por el mundo tantas décadas, ¿considera que ahora el mundo es más convulso respecto a las migraciones, la interculturalidad y las minorías?
Es un combate de cada día que la pretendida superioridad de algunos hace más difícil: por eso la literatura es una necesidad absoluta. Entender que El Quijote y los libros abren puertas y son universales.
La vida también está cambiando muy rápido a través de la tecnología que nos sumerge en un mundo dual, analógico y digital, y modifica, por ejemplo, las relaciones interpersonales y el amor. ¿Cómo ve estas nuevas formas de relaciones afectivas?
El amor no es tan distinto al de antes, pero es más abierto. Hay más posibilidades de encontrar el amor y entablar lazos fuera de las ataduras del matrimonio y las obligaciones de la ley y la Iglesia. Hay más posibilidad de realizar el amor. Es la parte optimista para los jóvenes.
¿Si alguien le pregunta qué imagen tiene de Colombia qué le diría?
Quiero acordarme del viaje de peregrinación que hice en 1970 con un curandero panameño llamado Gerente Pena, a través de la selva del Darién, para encontrar personas de su familia en Colombia, en el río Baudó (departamento de Chocó), y de la bienvenida que recibió a lo largo del camino de parte de la gente que acudía para consultarlo (se quedó tres días dando consultas en el mercado de Medellín). Él era un hombre modesto, no cobraba por sus medicinas y sus recetas, era la sabiduría y la elegancia natural de su mundo para beneficio del pueblo colombiano. Esto era una época lejana, antes del narcotráfico, de la guerrilla y de la intolerancia contemporánea. Para mí, Colombia es
un lugar con una herencia magnífica y una literatura asombrosa, que me da mucha esperanza.
FOTO: Jean-Marie Gustave Le Clézio radicó en México desde 1967 hasta finales de la década de los 70/ Crédito: EFE
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