Somos fantasmas que aman fantasmas

Dic 23 • destacamos, Ficciones, principales • 3589 Views • No hay comentarios en Somos fantasmas que aman fantasmas

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¿Acaso el enamoramiento no es un espejismo, al igual que los recuerdos de la infancia? Este relato evoca el descubrimiento que una niña hace de la adultez, como testigo de los tropiezos amorosos de una tía presionada por la moral familiar y los desencuentros que a veces, sólo a veces, suceden en las cenas de fin de año

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POR GILMA LUQUE

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“Nosotros no somos clientes de Santa Claus”, le gustaba decir a mamá, razón por la que ese viejito bonachón no llegaba a la casa a dejarnos juguetes. Teníamos que esperar hasta el seis de enero a que llegaran los Reyes Magos, de quienes sí éramos clientes. De alguna manera era un buen negocio, pues los Reyes Magos nos dejaban cada uno un juguete, con Santa en vez de tres hubiéramos tenido uno según la lógica de mis padres. Para Navidad nos regalaban ropa (de esa que no le interesa mucho a un niño: calzones, calcetas, piyamas), que envolvían en papel celofán y acomodaban bajo “el árbol”, a lo que nosotros respondíamos con nuestros regalos: pepitas y chocolates envueltos en papel periódico porque estaba de moda, también así forrábamos los cuadernos y libros de texto. Nuestro árbol de Navidad no era un hermoso pino que había viajado en el toldo del auto, se trataba de un tronco que mamá había recogido de la calle —como se recoge un perro— una vez que los jardineros, en voz de mi madre “unos desgraciados” habían podado varios árboles en la colonia. Ese tronco fue nuestro árbol de Navidad durante años. Mamá lo pintó de blanco y lo decoraba con piñitas secas que recolectábamos del Desierto de los Leones o del Bosque de Chapultepec. Ese tronco de Navidad alguna vez tuvo esferas porque yo se lo pedí a mamá de manera frenética y también porque en la fábrica de vidrio en las que cambiábamos botellas por canicas se pusieron a tono con la época.

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La fiesta preferida de mamá en diciembre era la de Año Nuevo por eso pasábamos en casa de mis abuelos maternos el 31 de diciembre y el 24, que ella desdeñaba, en casa de mis abuelos paternos. Eso duró solo unos años pues de pronto amabas fechas las terminamos pasando en casa de mi abuelo Juan y mi abuela Tony.

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Yo prefería pasar la Navidad en casa de Marta y Demetrio pues éramos quince primos más o menos de la edad y podíamos jugar escondidillas dentro de la casa o salir a la calle y correr como locos gracias a todos los dulces que habíamos comido. Unos dulces que más bien no me gustaban nada, pues eran los insípidos dulces de la colación. Rompíamos dos o tres piñatas, que yo odiaba, no a las piñatas en sí, si no el hecho de intentar romperlas, pues me sentía (aún ahora) muy ridícula con los ojos vendados y mareada después de las mil vueltas que me daban mientras intentaba escuchar la orientación siempre errónea en muchas voces. Las piñatas de siete picos, tan bonitas y falsas, llenas de fruta de temporada: tejocotes, jícamas, cañas, mandarinas que terminaban pisoteadas en el suelo, pero que de todas maneras corríamos a recoger —una vez que el tío joven, harto de que los niños no más no le dieran una a la olla de barro voladora, rompía de un solo golpe— y guardábamos en el cucurucho (uno de los siete pecados capitales) o la bolsa de plástico que las mamás siempre nos tenían preparadas. Era absurdo, de todas maneras, siempre había más fruta en la casa que podías tener de la que no cupo en la piñata o tomar ponche donde al menos las cañas ya se habían aguadado un poco.

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En casa de mi abuela Marta hacíamos todo el rito de pedir posada, la mayoría de los niños estábamos afuera con velas encendidas chamuscando el pelo del de enfrente, y los adultos adentro para recibirnos. Mi abuela y su hermana Malena se lo tomaban muy en serio y cantaba muy fuerte y hasta cerraban los ojos. Una vez que nos daban posada, arrullábamos al niño dios con más cantos que solo se sabían la abuela y la tía, ya después se podía cenar. La familia era tan grande que era imposible cenar todos juntos en la mesa que estaba llena de platillos típicos y otros que se fueron haciendo típicos en la familia como el espagueti al cilantro de la tía Paty o el picadillo con almendras del tío Memo. El caso es que cada uno se servía lo que más le gustaba en su plato desechable para que nadie tuviera que lavar y porque todavía no estaba tan de moda eso de salvar al planeta. También los refrescos, el ron, el rompope de la abuela, que prefería el ron, pero todos le llevaban rompope porque es una bebida más de abuela estaban sobre la mesa y claro, la sidra con la que se emborrachó más de un niño.

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Después de la cena y sin ningún orden se daban los regalos, la mayoría eran para los abuelos: rompopes y más rompopes. Aunque, no faltaba el tío que se lucía dándoles regalos espectaculares a sus hijos, quienes además eran clientes de Santa Claus. Yo ya estaba desencantada al respecto y mi regalo lo traía puesto seguramente, pues antes de ir a casa de la abuela nos repartíamos los regalos en la casa y todos fingíamos estar muy felices con nuestros calzones nuevos, mi papá con sus pepitas y mi mamá con los chocolates. Ella no fingía, amaba los chocolates. Al día siguiente íbamos al recalentado en el que ya todo se comía en torta: bacalao, romeritos, pavo. No sé por qué los recalentados siempre me han parecido tristes. ¿Sera porque es el fin verdadero de la fiesta?

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Las navidades en casa de Marta y Demetrio se acabaron cuando Jonny, el hermano pequeño de mi mamá, se fue a vivir a Estados Unidos llevándose a mis primos. Es decir que me mudé a una Navidad de adultos en la que no había posada, piñatas, pero si unos regalitos que mi abuela Tony compraba en la fayuca del centro y nos regalaba a mi hermano y a mí, los que quedábamos de sus nietos. No eran calzones, para empezar. Recuerdo una grabadora negra en la que podía graban música de la radio y también mi voz o un reloj rojo de plástico al que le podía cambiar la caratula.

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En casa de Tony todo era distinto. Mi papá, los tíos y el abuelo tomaban cubas o whisky mientras platicaban de política o futbol. Mi abuelo tenía una cava detrás de un sillón en el que guardaba sus botellas y entre las cuales no había rompope. También fumaba una pipa y se vestía como los protagonistas de las películas gringas de los años cincuenta. La abuela y las tías de tacones y medias ponían una mesa muy bonita de mantel blanco con noche buenas bordadas, la vajilla más bonita que simulaba a la de Sanborns y solo se usaba en fechas importantes. Nada de platos desechables, eso era de muy mal gusto, además la abuela y las tías se peleaban por lavar los trastes. El pan estaba cortado en rodajas y en una canasta de mimbre que también tenía motivos navideños. Todos nos sentábamos a la mesa a comer espagueti a la crema con queso fresco espolvoreado, algún guisado que hacía mi abuela como niño envuelto y ensalada de manzana, piña y crema. Siempre había café y postre.

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Una de esas navidades cuando yo tenía once años acompañé a mi tía Luisa a recoger a su novio a la central de autobuses del norte. Ella estaba muy emocionada, él se había ido a vivir a San Luis, donde ambos vivirían una vez que se casaran. Eso me lo contó en el auto, nadie lo sabía aún. Se veía feliz y hermosa. Le preocupaba un poco lo que pensara el abuelo que siempre había sido autoritario, le importaba porque Martín era unos años más chico que ella y también porque había sido novio de la tía Carla. Y aunque Martín era un buen muchacho y sobra decir que muy guapo, más de uno en la familia pensaba que era un patán, aunque a los involucrados (Luisa, Martín y Carla) no les molestaba la situación, hasta les parecía gracioso. Carla, ocho años más chica que Luisa, se acaba de casar y estaba muy enamorada. Desde la boda de esta, Luisa no dejaba de escuchar eso de “hermana saltada, hermana quedada” y aunque lo tomaba con gracia temía un poco que fuera verdad, pues tenía 28 años y venía de una familia tradicional. Mi tía Luisa no era nada tradicional, se había rapado el cabello para tenerlo como una cantante de moda que tenía cara de ratón, y se veía guapísima.

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Luisa y mamá no solo eran muy parecidas si no que se vestían igual. Debió haber sido muy triste para Luisa cuando mamá se casó a los veinte años y dejó la casa de los abuelos. Además de ser hermanas se decían las mejores amigas, tanto que se hicieron novias de mi papá y Mario que eran amigos inseparables y ambos fueron a casa del abuelo a pedir la mano de las respectivas hijas. Lo que rompió la simetría fue que mis padres se casaron y Luisa y Mario no. No fue por falta de amor y todavía no sé si creer en eso que llaman destino. Lo que sucedió es que a Mario lo mandaron a Marruecos por parte del trabajo y el abuelo se negó a dejar que Luisa se fuera con él, así que él prometió volver un año después para casarse con ella, quien lo esperó cada día. Pasó un año, pero él no regresó, mandó una carta en la que rompía con la relación pues se quedaría a vivir en ese país en el que había encontrado a otra mujer de la que se había enamorado. Luisa dejó de parecerse a mamá y también a ella misma. Somos fantasmas que aman fantasmas, y es que a veces el amor parece ser estar enamorados de los que fuimos con otros.

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Luisa que no había hecho una carrera universitaria, pues estaba decidida a casarse y tener hijos: su mayor sueño, entró a trabajar como secretaria en una oficina, a la que más de una vez la acompañé. Así era, me hablaba por teléfono a la casa y me decía “¿Quieres ir conmigo a la oficina?”. Siempre decía que sí, para mí era como ir a un centro de diversiones: tomábamos café y galletas, me dejaba jugar en la máquina de escribir y platicábamos muchísimo. No recuerdo exactamente de qué y eso es una lástima. ¿De qué podían hablar una niña de once años y una mujer de 28? Ella y mi mamá decían que en realidad yo era hija de Luisa, pero que mi mamá me había adoptado. A ellas les parecía muy gracioso, a mí entre que me daba miedo y alegría, mucha alegría, pues si había alguien que admirara en la vida era a ella.
—¿Así qué te vas a casar? —pregunté.

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Conocía su historia con Mario, sabía que había sufrido mucho, que eso del amor se le había complicado. La mayoría de los amigos de papá estaban enamorados de ella y ella siempre les encontraba un defecto: es chaparro, gordo o muy güero, etcétera. Su lista para rechazar a los hombres era muy larga, sin embargo, tuvo muchos novios con los que no duraba tanto y de los que yo siempre me enamoraba un poco. Eso parecía no estar muy bien visto, lo de tantos hombres y no casarse, pero parece que ella siempre se enamoraba del inadecuado. Que Luisa por fin se casara también significaba que se iría a vivir lejos, tendría hijos, se alejaría de mí. Ella, mi posible madre.

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—Me alegro mucho, tía.

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El momento no logró ser sentimental porque mi tía dio una vuelta incorrecta y nos perdimos en una colonia oscura y vacía y entonces ambas entramos en pánico. Yo porque ella no dejaba de repetir que no sabía dónde estábamos y me prometía encontrar la manera de volver sanas y salvas. Martín llegaba a las once de la noche, eran las once de la noche y mi tía daba vueltas y más vueltas que yo estaba segura nos perderían más. Llegamos a una calle cerrada en la que solo había un antro de mala muerte y unos hombres afuera. Mi tía salió del auto y se acercó a ellos para preguntarles cómo salir a Insurgentes o una avenida conocida. Aquellos hombres que nos miraron detenidamente e hicieron unas bromas entre ellos al fin nos dijeron cómo volver. Resultó que estábamos detrás de la central camionera. Mis manos sudaban y mi corazón latía con fuerza. Cuando vimos al fin la central le pregunté:

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—Tía, ¿estás embarazada?

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Lo que le dio mucha risa.

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—Ay, no. Me caso por amor.

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Martín ya nos esperaba. La besó en la boca y mi corazón volvió a latir con fuerza, pero está vez era de felicidad.

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Regresamos a casa de los abuelos más tarde de lo que habíamos quedado. El abuelo regañó a Luisa, quien me pidió guardáramos el secreto de que nos habíamos perdido y también el de la boda.

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Esa noche cenamos fusilli, no espagueti, pues el recién esposo de mi tía Carla, Daniel, llegó a modernizarnos. La abuela muy orgullosa dijo:

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—Cenaremos pasta.

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Ya no era de crema y queso fresco, era una arrabbiata y además había un par de baguettes y mantequilla. Y de fondo por primera vez no estaba la música del abuelo, escuchamos un disco de Pink Floyd que también había llevado el esposo de la tía Carla.

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Luisa estaba sonriente, se iba a casar y todo estaría bien.

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ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega

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