“Stevenson, inadaptado”: un adelanto de la nueva novela de Guillermo Fadanelli

Abr 30 • destacamos, Ficciones, principales • 5189 Views • No hay comentarios en “Stevenson, inadaptado”: un adelanto de la nueva novela de Guillermo Fadanelli

 

Este es un adelanto de Stevenson, inadaptado, novela de Guillermo Fadanelli, publicada por Literatura Random House. El autor nos presenta a Mario Stevenson, un hombre para quien su perfecta salud es su enfermedad, y que desde su perspectiva mordaz contará lo que sucede en la ciudad azotada por una pandemia, mientras él permanece encerrado en un hotel de la colonia Roma

 

POR GUILLERMO FADANELLI
Mario Stevenson no lograba dar crédito a su exceso de buena suerte. No había sufrido una enfermedad seria o digna de ser tomada en cuenta durante casi cincuenta años, su edad. A excepción de tonterías que se resolvían fácilmente por vía de medicamentos comunes y una dosis mínima de valentía, cinismo y resignación, podría decirse que desconocía el sufrimiento corporal. Los hombres más jóvenes que él no le causaban ninguna clase de envidia o impresión especial; cuando se hallaba ante alguno de ellos lo observaba con discreto detenimiento y calculaba su tiempo de vida. “Este tipo va a hundirse en un par de décadas, y ni siquiera sabrá cuál fue la causa”, pronosticaba el sabihondo Stevenson. Podría introducir a todos los jóvenes en una canasta y luego esparcirlos por la ciudad, pero el panorama no se modificaría o cambiaría gran cosa, ni aun a expensas de tan despampanante inyección de hormonas, entusiasmo y ansiedad de futuro. Lo más probable es que se multiplicaría el movimiento sin sentido y, de vez en cuando, se haría presente alguna noble excepción que le despertaría, en realidad, más tristeza que orgullo. “Qué tristes resultan las excepciones, son como un tumor en la piel”, se decía Mario a sí mismo. Salvo muy pocos jóvenes, la mayoría le resultaba indiferente ya que no asociaba la juventud directamente con el futuro. ¿Hacia dónde se dirigía aquella manada delirante y rebosante de energía; aquella erupción sicodélica; aquel salpullido venéreo? Se encaminaba, nada menos que, a tomar el control del mundo, la dirigencia, con el único propósito de continuar la broma, sospechaba Stevenson; sin embargo, de ninguna manera guardaba odio o alguna clase de envidia hacia la juventud; si a lo largo de su vida había sido inmune a las enfermedades, también parecía ser refractario ante el futuro o la belleza de la juventud. Era un fanático del “ahora y aquí”, podría decirse. No hay que malentender a Stevenson, la presencia juvenil resultaba inevitable y sólo habría que prevenirse, levantar los hombros, compadecerlos lo menos posible y sonreír frente a la incomodidad íntima que causa toda belleza que sólo es y carece de adjetivos. Los jóvenes, creía Stevenson, tendrían que considerarse una especie de invención, puesto que sólo había niños en el mundo y Stevenson, acusado por extraños momentos de melancolía, se sentía a veces el más niño de todos. El porvenir tendría que ser aterrador para una persona como él, lo sabía y no podía remediarlo, y tal destino no sería aterrador a causa de una epidemia o de un virus, sino como consecuencia de la estampida humana que tomaba ya impulso y camino para enfermar y contaminar todavía más al planeta, aun desde la supuesta tranquilidad y aparente inocencia de sus computadoras.

 

Stevenson no experimentaba culpabilidad alguna sobre el estado en que se encontraba su sociedad, pues carecía de hijos y, además, esperaba, como enérgico y definitivo consuelo, que pronto alguna enfermedad dolorosa, insoportable, se presentara a cobrarle el tiempo en el que la pírrica salud lo había acompañado. Cómo deseaba ser triturado por una enfermedad que de un golpe tirara al suelo su arrogancia y lo convirtiera en un ser más humilde. Su enfermedad, y algo así no debía olvidarse, era estar sano. Llamarle buena suerte al hecho de no haber sufrido dolor a lo largo de su vida era un asunto ambiguo, pues él imaginaba que el dolor suponía una especie de enseñanza, una demostración de que algo se movía, de que estaba vivo y de que, por lo tanto, algún día habría de morir o cambiar de morada o rostro. El dolor y la enfermedad le hacían recordar, impuntualmente, unas líneas escritas por Emily Dickinson: “Si mi barca se hunde es que navega rumbo a otro mar”. Y, sin embargo, su barca se mantenía cínica e inmutable anclada en el mismo muelle desde hacía casi medio siglo.

 

Ningún médico había logrado sepultarlo en un quirófano ni hundirle metales cortantes en la piel o tubos en la garganta. De ninguna manera permitiría una intromisión semejante. Sería más fácil que le hundieran un cuchillo en un callejón durante un asalto o pelea a que lo hiciera un médico en el quirófano. Ninguna nariz investigadora había tampoco husmeado en aquel baúl sanguíneo de casi uno ochenta metros de estatura, Stevenson, y sus tripas se mantenían tranquilas como astillados y resignados polines sosteniendo un tejado acosado por un viento colérico. El cuerpo humano representaba para él una casa habitada por fantasmas enloquecidos, floreros, retretes, trebejos y computadoras de última generación; es decir, fósiles de un futuro que se adivinaba todavía más lejano e incómodo. Si la casa se derrumbara, nada más allá de lo esperado sucedería; las casas se edifican pensando que algún día se vendrán abajo. Si las personas morían otras casas continuarían en pie y en vilo. ¿Cómo podía uno morir a causa de órganos que ni siquiera era uno capaz de ver directamente con sus propios ojos? “Si tuviera mi propio páncreas en las manos no lo reconocería.” A Stevenson lo convencía la idea de que los médicos eran, en realidad, extraterrestres dispersos entre la humanidad; seres alucinados que realizaban investigaciones y andaban a la búsqueda de un conocimiento superior, el cual poco tenía que ver con el cuidado de la salud humana. Si la salud era de por sí una voz durmiente y muda o una utopía indefinible, ¿qué más tenían que añadir a ello otra clase de entes que, además, se consideraban expertos? Restauraban la salud, pero no conocían a profundidad la salud. La enfermedad es una experiencia individual, recitaba Stevenson, y mi enfermedad es mi salud; ¿qué puede saber al respecto un médico? Los médicos tenían el poder de hipnotizar y convencer a los humanos de que existe cierta realidad única e imperturbable y que todos los cuerpos pueden medirse y graduarse de la misma manera, como si fueran repollos apenas acosados por insignificantes diferencias: todos los cuerpos se encuentran sometidos a una misma realidad y los médicos creen saber en qué consiste esa realidad. Todo ello lo sospechaba Stevenson, y se sentía molesto. ¿A qué época del pasado pertenecía este hombre?

 

Aquellos médicos alienígenas imaginados y despreciados por el escrupuloso y saludable Mario Stevenson andaban por allí, a la búsqueda de un conocimiento de grosor profundo, con el propósito de llevárselo a su planeta y quizás obtener un reconocimiento de sus colegas extraterrestres: “Hemos descubierto que el mundo humano no es una apariencia, sino que es real. Lo hemos tocado y comprendido. Todos los mundos posibles son materiales y pueden medirse. El Universo no es imaginario; ¡es real!, ¡es real!”, concluirían los extraterrestres, satisfechos de no haber leído jamás al temperamental Nietzsche, al cojo Feyerabend ni a ningún relativista que pusiera en duda la realidad comprensible y contundente: la realidad real: ¡súper real! ¡Recontra puta madre real! Una vez saciada su curiosidad y obtenido el aplauso de sus colegas, los médicos se mostrarían absolutamente satisfechos puesto que habrían hecho “su agosto”, o como sea que se mida el éxito en los asteroides o en los planetas lejanos. Y pese a que la descripción anterior parezca sórdida, demasiado estúpida o extravagante, existía un ser sobre la tierra que pensaba de esta forma: Mario Stevenson. Y nada podía hacerse al respecto, ya que no hablaba de ello con nadie y se cuidaba mucho de andar opinando por allí. Opinar significaba para él abrir puertas de habitaciones horrendas y en donde se enfrentaría a toda clase de problemas innecesarios.

 

¿Qué significaba para Stevenson el hecho de no haber estado enfermo nunca? ¿El silencio de su cuerpo lo transformaba en una clase de mónada o fantasma que nadie puede ver o tocar? ¿Acaso Stevenson se consideraba semejante a una piedra, a un fragmento de hierro o a un ser afortunado e inmune que presenciaría otra vez la mítica muerte de los dinosaurios? Stevenson detestaba a esos reptiles gigantescos y de ningún modo le despertaban ternura o gracia alguna. Mas, para su desdicha, los dinosaurios, cualquiera sabía algo así, se hallaban más vivos que nunca y ahora se desollaban unos a otros dentro de la pantalla cinematográfica; los tiranosaurios o iguanodontes paseaban ante las narices humanas como cualquier perro baboso y domesticado: una verdadera y desastrosa decepción, ni más ni menos. ¿Acaso Stevenson era un hombre amargado? No, en absoluto, como se podrá comprobar más adelante.

 

Stevenson, a quien, como se ha dicho aquí, no debe considerarse un tipo amargado o colérico, ni siquiera lograba imaginar cómo debió haber sido la piel de los antiguos saurios ni si la odontología podría haber tenido remedios efectivos para atenuar su aliento fétido. Porque, eso sí, los dinosaurios poseen la indiscutible obligación de lucir una dentadura de artistas consagrados y su aliento pútrido jamás traspasará la pantalla de la televisión. ¿Qué clase de ser humano es capaz de lucir una dentadura tan perfecta como la que ostentaban los dinosaurios? Y cuando Stevenson miraba en el cine la dentadura inmaculada de alguna actriz o actor, de inmediato los relacionaba con dinosaurios que se lo tragarían de un intrépido bocado. A partir de unos huesos avejentados y dispersos, los paleontólogos y productores de documentales y películas habían llenado la imaginación humana de aquellos saurios equipados con pequeñas y ridículas extremidades. Si fuera posible hundiría a los dinosaurios y a sus fanáticos en una montaña de pasta dental. ¿Por qué le molestaba tanto a Stevenson esta inofensiva y ridícula fantasía? Debería ya dejar de lanzar anatemas a diestra y siniestra y serenar su espíritu; tenía que dejar de ser un pendejo loco. No podría explicar su fobia hacia los dinosaurios, acaso sospechaba que existía una tenue o invisible conexión entre los dinosaurios y el virus que comenzaba a hacerse excesivamente famoso. El virus más cabrón, universal, chingón, hijo de su puta madre, que la historia humana había parido, según los más recientes informes. Más atemorizante, el virus, que cualquier plaga medieval o renacentista que aniquilara a miles de miserables dentro de sus aposentos: un virus más inmensamente culero que el meteorito sanguinario y matón de saurios.

 

Stevenson se tocaba el cuerpo y no lo encontraba dócil ni indefenso, pese a que se consideraba a sí mismo un pobre diablo, en caso de que existieran diablos pobres, algo improbable, como le indicaban sus propios cálculos y experiencia. Le acomodaba bien reconocerse como un pobre diablo con tal de evitar autoexaminarse y reprobarse a causa de no haber alcanzado ciertas metas que lo harían un hombre admirable, un ejemplo para otros que todavía tenían teóricamente un extenso camino por recorrer. Se excomulgaba a sí mismo y ponía el cielo y el paraíso lo más lejos posible de su alcance. Y asunto resuelto. El paraíso tendría que vivirse ahora o nunca, encarnar la realidad y no el sueño. Y es probable que ese paraíso, en la vida un hombre sano como Stevenson, fuera sencillamente estar enfermo. La cuestión oculta de todo este asunto es que el tal Stevenson sufría de cierta clase de pudor que opacaba su estancia en la tierra. Le causaba vergüenza existir y el pudor le otorgaba algo de color a su sangre; como a la mayoría de los personajes de las novelas que más lo habían impresionado cuando era joven, él se hallaba sometido a un autoescrutinio escolar y eterno. Le molestaba tener algo que ver con la mayoría de sus contemporáneos a los que miraba como seres hambrientos y llenos de pelos: qué repugnantes podían llegar a parecerle algunos especímenes de la humanidad; por tal razón, consideraba un acto sabio o piadoso mirarlos sólo superficialmente y continuar de largo. Una ojeada y a la chingada. Prefería concentrarse en el cabello y en la piel en lugar del ano y las tripas; habitar en la superficie no en la garganta; convencerse de que más allá de toda verdad o mentira los humanos rebosaban simpatía, buenas intenciones y una solidaridad a prueba de cualquier duda. ¿Quién podía dudar de que la solidaridad se había extendido en todos los rincones del planeta? Sin embargo, Stevenson sabía que las buenas personas se construyen en la mente y de allí no tienen demasiados motivos para salir a husmear en el mundo. El tremendamente jodido Stevenson tenía un aire kafkiano, lo cual es bastante más sencillo que, por ejemplo, semejarse al gran Gatsby, ya que no requería de mucho dinero ni de una exuberante y glamurosa personalidad. Consideraba a los seres glamurosos como botellas o tanques a punto de explotar. Sin embargo, no se podría afirmar abiertamente que Stevenson padeciera una enfermedad anímica, ya que el pudor no es en sí bueno ni malo, y lo terrible de una enfermedad mental es que no necesariamente destierra de sí a la inteligencia: podrías ser un demente y la inteligencia podría mantenerse intacta, activa, dispuesta a expandirse como el vómito de un borracho germano sobre la acera luego del triunfo del Hertha de Berlín o del Bayern Munich. No hay que adelantarse: Stevenson no sufría de ninguna enfermedad mental evidente. Se trataba sólo de un hombre sin importancia colectiva, como rezaba la célebre frase del doctor Céline. Y mientras tanto el pavoroso virus comenzaba a pisar más fuerte y a demoler las casas y los hogares más débiles; las puertas se astillaban y las paredes empezaban a derrumbarse ante su paso sin duda estruendoso. Nadie hablaba de otra cosa, y mientras más se vociferaba acerca de él, este virus crecía y se propagaba llevando muerte hasta el regazo de los hogares más dulces.

 

Cuando alguien, debido a cualquier insípida razón, lo observaba detenidamente, Stevenson no se molestaba ni reclamaba airado la intromisión ajena; más bien se avergonzaba hasta la médula, y ese pudor demoniaco, insano, se apoderaba de él casi hasta llevarlo a soltar las lágrimas. No soportaba que algún desconocido, sus ojos taladrantes, el lenguaje salivoso cayendo de sus comisuras, lo observara o urdiera un juicio sobre él. ¡Qué desagradable e inoportuno resultaba tener un rostro! Allí comenzaban las desgracias, no en la cuna o en la economía. Stevenson no era un artista a quien se le debía juzgar por obligación; no andaba por allí requiriendo el juicio de nadie ni cumpliendo las expectativas de sus fanáticos o la de quienes esperaban algo de su talento. El hecho de que alguien más lo observara aseguraba que Stevenson podía ser reconocido como una cosa existente; y aunque no estaba dispuesto a soportar el escrutinio, tampoco tenía ánimos de contradecir la mirada de nadie. ¡Basta de arrogarse tanta maldita y puta importancia! ¿Y Minerva, su antigua esposa? ¿Y Natalia o Aracely? ¿Y su amistad con Humberto e incluso con Junior? Toda esta gente podía ofrecer pruebas de que el pudor de Mario era más falso que un dinosaurio. ¿O no? Cabe decir que Stevenson poseía un gran talento para levantar los hombros, fingir y, en apariencia, convivir alegremente con quien se le pusiera enfrente. Tal vez podría considerarse a Stevenson un inadaptado, pero no un ser malvado o un hijo de la chingada. Y esto podrá refrendarlo más adelante Aracely, la amable y risueña prostituta que merodeaba por los pasillos del Hotel Embassy de la calle Puebla, en la colonia Roma, y también la prima de Aracely, la manos detrás del mostrador, que regenteaba el hotel donde Stevenson pasó la mayor parte del tiempo en que la pandemia tomara las ciudades y sus alrededores. Serán ellas, Aracely y su prima, las encargadas de evitar que se piense en Mario Stevenson como en un ser mezquino o malvado. Y si alguien no cree en dicho testimonio, seguramente es porque el hijo de la chingada es él.

 

Si la ausencia de enfermedades y dolor tornaba a este personaje una especie de carne medio ausente, la mirada inquisidora de otros humanos le devolvían, contra su voluntad, la presencia y la gravedad. A veces se rascaba los testículos o los sobacos, ¿pero la comezón podría diagnosticarse como dolor? La mirada humana, creía Stevenson, acompañada del juicio verbal, es especialista en transformarte en excremento, más allá de la opinión que despiertes en un ente dizque imparcial. Ser mirado: ¡qué aterrador! Y sin embargo, Stevenson permitía que lo miraran despectivamente o lo trataran como a un montículo de cagarruta, mientras quienes lo juzgaran no fueran los ojos de un médico, ya que entonces le reclamaría su intromisión de inmediato. ¿Por qué esta aberrante fobia del tal Stevenson hacia los médicos, seres dedicados al bien, a la ciencia, la filantropía e incapaces de cobrar su conocimiento a alguien, aunque este alguien esté muriendo o chorreando sangre? Nadie lo sabe. ¿No era John Locke, el filósofo, quien se había sentido inclinado a la práctica médica; o lo había sido David Hume? Stevenson, economista, no lo recordaba, pero Hume tendría que haber sido médico para que su escepticismo se hallara mejor fundado. Mario consideraba que la mayoría de los médicos eran un mal que deseaba hacer el bien y, en ocasiones, lo lograban. Stevenson encontraba claros síntomas de inteligencia en quienes contradecían a los médicos, tuvieran educación o no, tuvieran razón o no.

 

La llegada del aterrador y excepcional virus a la vida común había convertido a todos los habitantes de la ciudad en médicos y enfermos, no había espacio para ninguna clase de ser distinto. Los sanos, siempre más petulantes que los enfermos, andaban por allí derrochando consejos y advertencias, amenazando con la guillotina a quienes no seguían ciertas reglas preventivas. Apenas una plaga se hace presente las lenguas de los sanos serpentean y se enredan en los pies de otros obligándolos a dar mil piruetas. Hasta los camoteros, ya casi extinguidos, se arrogaban conocimientos de medicina antiviral. Cada boca resultaba una mina de información y consejos: una cloaca que expelía los humores y olores más sabios y contundentes. ¡Cuánta sabiduría expelían los albañales! Stevenson, como ya se ha dicho aquí, estaba convencido de ser afectado por el ambiguo pudor de existir. ¿Provendría ese maldito pudor de la harina y carne de su propia madre, quien no soportaba que la observaran comer y prefería hacerlo a solas en la cocina o enclaustrada en su habitación? ¿Qué podía hacer Stevenson si un azaroso grupo de minerales o moléculas había culminado en él una parte de su camino y lo había lanzado al mundo? El carbono, el hidrógeno, el nitrógeno y el oxígeno se habían sentado a jugar una partida de naipes en su obstinado ir y venir por el espacio “real” y ahora él estaba allí, en la Ciudad de México, debido justamente a esa obstinación juguetona del azar. Mas Stevenson era un hombre apacible y no gustaba de hacer pataletas ni se tiraba de lleno al dramatismo; al contrario, seguía tejiendo sus pasos con cierta obstinada y perversa curiosidad. Llegados a este punto sólo podría asegurarse que Stevenson poseía tres características inevitables: estaba sano, ocultaba su pudor y timidez lo mejor que podía y desconfiaba de los médicos. Y mientras tanto el maldito cabrón mitómano virus aumentaba a grados superlativos su popularidad y el público se rendía temeroso a sus pies.

 

Las dimensiones colosales de la Ciudad de México eran resultado de una necedad de la gravedad y de una inevitable atracción de los cuerpos, pero eso a Stevenson no le importaba porque la ciudad carecía de conciencia y desgraciadamente él sí tenía una. Y poseer una maldita conciencia requería mucho esfuerzo, ya que se inventaban cosas, se creía en la existencia y en el yo, en el bien y en el mal, se inventaban universos, elementos químicos y estrellas, se le permitía al lenguaje inventar tonterías y hacer preguntas estúpidas. Al menos la ciudad no se avergonzaba de oler mal o de causar repugnancia, no cagaba al lado de una barda o vomitaba encima del mantel ni tampoco concebía entidades abstractas como la mente, los números o las ideas. En cambio, tener conciencia significaba, en el razonamiento de Stevenson, una tragedia, quizás la única que un ser humano es capaz de vivir. Hacerse cargo de que uno es uno y no otro. Es verdad que tener conciencia le parecía la más letal de las enfermedades, una característica cruel inclusive, junto a ella el llamado coronavirus era sólo un grano repulsivo y pasajero, pero no iba a quejarse más por ello; trataría de olvidarse del virus mientras nadie se lo recordara. ¿Mas aquel olvido premeditado era ciertamente posible? Desde su llana niñez, Stevenson solía compararse con todo aquello que le causara más asco, fuera un traste cochambroso o la papilla de un niño que no terminaba de hundirse en el esófago. Sin embargo, el tiempo había desvanecido la bestialidad y la pureza de sus manías. Tal apellido, Stevenson, lo había tomado él mismo luego de dudar si Wallace no habría ido bastante mejor con su persona. Su rostro blancuzco se consideraría mestizo en cualquier país escandinavo, pero en México era un blanco, e incluso en los mercados lo llamaban “Güerito esto, güerito aquello”. Los mexicanos aman lo “güero” por encima de cualquier otra cosa, llámese dios o país. Y no había nada más apreciable que el güero güero, ese cuya piel rubia no dejaba lugar a dudas. Habría bastado decir que el virus era güero para que la población lo acogiera con simpatía y cordialidad. Cuánto dilema se habría evitado si los biólogos y médicos hubieran dicho que, aunque proveniente de China, el virus era güero. Que llamaran a Stevenson de esa forma, güerito, le causaba bastante gracia y sonreía, y tal gesto lo volvía más amable y simpático a ojos de los demás. Sin embargo, pese a sonreír, ¿a qué persona pudorosa no le causa dolor y molestia el ser simpática a ojos de los demás? Esta simpatía coloca al pudoroso en una posición casi fetal, incomodísima para un bípedo que anhela pasar inadvertido o tener el camino libre. La simpatía atrae animales de todos colores, y en México abundaba la gente dispuesta a entrometerse y a enrarecer el aire que Stevenson respiraba. Ser simpático tendría que considerarse una desgracia. A pesar de todo esto no hay que negar un hecho indudable: Stevenson poseía cierta extraña simpatía de la que no podía desarraigarse.

 

La pregunta que se impone antes de seguir es ¿por qué se le dedican tantas páginas a un pobre diablo, o si se quiere, a un cualquiera? ¿No bastaría una fotografía o algunos trazos verbales? Ya veremos si el señor tiene derecho a formar parte de una historia, ya que no es un héroe ni tampoco se halla inmerso en una historia digna de ser llevada al cine o a una novela. ¿Por qué la palabra Stevenson le resultaba tan familiar a Mario? A diferencia de Wallace que acaso él podría ligar sonoramente a Wall Street; o al enfermizo gobernador de Alabama, George Wallace, que odiara tanto a los negros para, al final de su vida, fingir arrepentirse, el cerdo, arrepentirse y llorar, tal como suelen hacer los fascistas y dictadores avejentados; e incluso Stevenson podría aludir también a Mike Wallace, el periodista del programa 60 Minutos de la CBS, cuyas emisiones llegó a ver en algún momento de su juventud, cuando tenía la obligación escolar de estar al tanto de las cosas, aunque no le incumbieran. Mario terminó definiéndose por el primer apellido, Stevenson, puesto que, además, había leído algunas obras del escritor escocés y lo pronunciaba correctamente. De hecho, Stevenson era la palabra que, según él, mejor podía pronunciar en otro idioma, incluso más que Fuck you o mon frère. Había ensayado ante un espejo tantas veces ese reflujo verbal hasta que la repetición del apellido lo llevó a pronunciarlo de forma tan natural como si toda su genealogía se asomara y hablara desde su boca. En cambio, el apellido inscrito en su acta de nacimiento se erosionaba y estancaba en el olvido. ¿Juárez? ¿Martínez? No, inaceptables: si le decían güerito en el mercado tendría que responder con la mayor exactitud y propiedad a ese apelativo. No se veía a sí mismo como el güerito Martínez, de ello estaba, al menos, seguro.

 

Pronto se percataría, Mario, de que se encontraba en medio de una fiesta trágica promovida por el terror que despertaba el coronavirus, del cual se escribiría posteriormente un número obsceno de novelas y se producirían obras artísticas de todos los géneros; y aunque Stevenson no solía enfermarse, como se ha acentuado aquí, ni poner atención a las vicisitudes del cuerpo, su vida se modificaría al ser invitado por su propia conciencia y ánimo a habitar un hotel durante un tiempo indefinido. El maldito virus había terminado confinándolo en la habitación de un hotel en donde haría nuevas amistades. Se trataba del hotel en el que conocería a Aracely y a la manos detrás del mostrador. El hotel que modificaría en algo su vida de hombre sano y pudoroso: el Hotel Embassy.

 

Cuando llegaba a sentir un leve dolor en cualquiera de sus partes levantaba los hombros y aguardaba a que el dolor se marchara; y el dolor se alejaba, como un perro manso y atarantado, o como un amigo discreto que ha agotado la conversación y, avergonzado, se despide haciendo carantoñas de más: como un ladrón decepcionado del botín robado con tanto esfuerzo. El dolor, por supuesto, no se sentía a sus anchas en el cuerpo de Stevenson y se largaba apenas asomaba la cara y quería sentar campamento. La idea de que el dolor fuera una mera manía, invención o juego de la mente lo perturbaba. ¿Dónde se sitúa exactamente el dolor? ¿Qué clase de fenómeno es el dolor? Stevenson no lo sabía; no tenía talento para la filosofía. Junto a un filósofo, él se consideraba una cebolla. ¿Y ante un médico? Dependía de la clase de médico, aunque le enervaba ser potencialmente el paciente de un loco que utilizaría su cuerpo para jugar al póker y repartir las cartas a su antojo. ¿Cómo podía un extraño obtener una conclusión de una experiencia ajena, más allá de que contara con algunas teorías, tradiciones, ciencias físicas y su propia y muy personal experiencia? Y al parecer de Stevenson, más siniestro se volvía el médico si diagnosticaba a una población entera de desconocidos y los obligaba a comportarse de cierta forma.

 

Mario no ponía en entredicho la ciencia física, le importaba muy poco y ni siquiera sabía bien qué significaba eso, la ciencia, ¿una filosofía aplicada a los cuerpos físicos? ¿Una cofradía de alucinados? No había leído lo suficiente a Aristóteles, así que mejor se callaba. ¡La epidemia era real y amenazaba con llevarse a todos a la chingada! Mas dicha amenaza no le interesaba gran cosa a Stevenson quien, alguna vez, durante su infancia transcurrida en Orizaba, presenciara el incendio de una casa que no había dejado una sola astilla de pie. Esas cosas suceden y la explicación se arrastra tratando de seguirle el paso a los hechos.

 

Probablemente la soledad había obligado a Stevenson a construirse como si fuera un personaje más recio, duro, ajeno a los cuidados que los otros suelen procurarse entre sí. Había vivido varios años al lado de una mujer, Minerva, comentarista deportiva de televisión de la cadena espn, pero aquellas épocas, como todo lo que había vivido en su pasado, le parecía ser el sueño de otro, la epopeya experimentada por un héroe que definitivamente no era Stevenson. ¿En verdad había olvidado a Minerva? No, por supuesto; sólo procuraba no recordarla. El economista Stevenson creía firmemente que no todos los enfermos ofrecían razones de peso para ser curados, puesto que no todos los males resultaban nocivos, al contrario, hacían que la vida asomara el rostro y se expresara con toda su indiferente crueldad y su amago de mortalidad pasajera. La mitad de las personas, pensaba él, no le harían mal a su comunidad si se fueran a la fosa; personas horribles, bestiales, acumuladoras de enfermedad y miseria, narcisistas, millonarios perrunos, obreros apocados, ojalá una porción de ellos desapareciera y dejara en el aire apenas la esencia de su inconfundible olor antes de desvanecerse en la eternidad. En Stevenson no se expresaba ninguna maldad u odio al ser humano, sino sencillamente la necesidad de habitar un confort mental. Quería estar cómodo, y ya. La muerte de gente buena, como la muerte de los pajaritos, es lamentable en cualquier rincón del mundo, lo sabía Stevenson, pero el sacrificio le parecía algo bastante natural en los mexicanos; un añejo sentimiento de derrota les escurría de las venas; Stevenson solía ser mexicano, y conocía de qué se trataba un asunto tan delicado, sangriento y puntilloso. Pensó en los cátaros, aquellos albigenses del siglo XII que alababan el suicidio, puesto que, al matarse, el humano abandonaba el mundo material. Todavía, el pobre Stevenson, no se imaginaba lo que tendría que vivir a partir de las semanas y meses siguientes a la aparición del virus, cuando un enloquecimiento colectivo convirtiera sus maniqueas palabras en cenizas y el estruendoso virus eligiera a algunos organismos para fincar allí mismo su casa. La catástrofe se avecinaba… como sucedía en México desde que su principal ciudad había sido fundada sobre la superficie de un lago. Como el virus, los antiguos mexicanos también habían sido huérfanos y levantaron sus casas y pirámides en el lugar menos pensado.

 

Las personas tienen miedo a la muerte porque no saben unir el principio con el fin, como lo había leído Stevenson del médico Alcmeón. Hacerlo les haría saber que su vida y muerte se concentran en un punto, en un círculo reducido, y ambos hechos, unidos, tienen lugar en cualquier día o instante que incluya, por supuesto, a la eternidad. Creer que el tiempo podía progresar ya fuera en cualquier dirección le parecía a Mario abrirle el paso a un sufrimiento insoportable. ¿Pero qué le importaban a Stevenson todas estas pedantes reflexiones? Él, como hemos dicho, no era un filósofo y, por lo tanto, podía morir en cualquier momento sin la necesidad de ensuciar su muerte atándola a una reflexión o a una especulación atildada. Su compasión por los demás era pura mentira y entre más rápido desaparecieran los demás, él se encontraría más cómodo; ¿o acaso para sentirse cómoda una persona requiere que vivan en la tierra ocho mil millones de personas? Es importante, antes de pasar al siguiente capítulo, tener en claro que Stevenson deseaba que las personas fueran felices con el único propósito de que lo dejaran en paz. Deseaba que desaparecieran, como conciencias, no como cuerpos. Al pobre Stevenson le importaba poco morir y causar la muerte; la presencia de uno es la incomodidad de otro, así es y nada cambiaría o negaría esta sospecha. Volvía a levantar los hombros y a observar a su alrededor: el virus comenzaba a copar la mente humana, el virus se hacía viral, se hacía un lugar en la mesa, en la cama, en el excusado, y alguien como Stevenson no resultaba en absoluto bienvenido a la tragedia: se hallaba de antemano expulsado. ¿Qué carajos hacer con él? Nada de lo que sucediera respecto al virus afectaría su mente ni su cuerpo condenado a la salud.

 

FOTO: Fadanelli recibió en 2019 el Premio Mazatlán de Literatura, en reconocimiento a la originalidad de su obra, que consta de más de 25 libros/ Berenice Fregoso/El Universal

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