Tabarovsky: cosmopolitismo crítico
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Domínguez Michael hace una reflexión sobre Fantasma de la vanguardia, libro del novelista Damián Tabarovsky y a propósito de su obra, presenta un breve recorrido por la literatura de izquierda argentina.
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
A diferencia de los poetas y de los novelistas, a los críticos literarios nos sería difícil gloriarnos, como ellos suelen hacerlo, de no leer a nuestros contemporáneos. Pasado el morbo suscitado por una reseña y si el crítico no goza de buena prensa en la academia, los libros que se atreva a publicar, no pocas veces recopilaciones, son de los menos leídos. Por ello, yo le dedico su tiempo a mis colegas y entre los latinoamericanos, Damián Tabarovsky (Buenos Aires, 1967) es uno de mis preferidos porque, con frecuencia, no estoy de acuerdo con él, aunque siempre se trata de discrepancias fértiles, iniciadas hace una década, cuando leí Literatura de izquierda (2004 y 2011). La empatía en una situación concreta –en aquel caso la subordinación de la narrativa a los dicterios de las grandes casas editoriales– puede provenir de miradas ideológicas no sólo distintas, sino en conflicto y acabar por ser una afinidad temperamental.
Tabarovsky (también novelista) continúa en Fantasma de la vanguardia (Mardulce, 2018) su búsqueda de una “literatura de izquierda”, que no es la escrita por connotados revolucionarios (unos militantes en su día armados, otros tan sólo de verba cursilísima) como los Gelman o los Cortázar, ni aquella que trata, en la Argentina, de militares y desaparecidos, donde según el crítico bonaerense, suele refugiarse la literatura más convencional.
Para él, la “literatura de izquierda” sería aquella que ha sido calificada con un sinfín de antis: antiburguesa, anticonvencional, anticanónica, etc., es decir, aquella que ha puesto en riesgo la estabilidad del lenguaje o para decirlo con él, a la sintaxis, politizándola: la que incomoda al lector. En la Argentina, los preferidos de Tabarovsky son, desde Roberto Arlt hasta César Aira, pasando por Copi, Osvaldo Lamborghini, Fogwill, Héctor Libertella y María Moreno, aunque termine reconciliado con Jorge Luis Borges y hasta con Victoria Ocampo porque es imposible que un escritor argentino no se pregunte qué es la literatura argentina y por qué es, se quejan, periférica.
El apremio ideológico –su definición del momento “neoliberal” de ese capitalismo que hasta Fredric Jameson cree dotado de vida eterna no es desde luego la mía– de Tabarovsky lo lleva a responder sólo la mitad de la pregunta. Sí, sabemos que desde los elogios de Engels (y no de Marx como se cree) a las novelas del legitimista Honoré de Balzac como anatomías casi perfectas de la sociedad burguesa o del odio del muy antiburgués Gustave Flaubert contra la Comuna de París, que no es necesario “ser de izquierda” para romper con el cambiante “universo-mundo” de la burguesía. Pero, ¿qué ocurre, haciendo historia del siglo XX, con los escritores fascistas, tan o más antiburgueses que aquellos identificados con las distintas obediencias marxistas? Louis-Ferdinand Céline (esencial, a diferencia de Raymond Roussel, un excéntrico a quien el argentino se atreve a comparar en importancia con Marcel Proust), Gottfried Benn, Pierre Drieu la Rochelle o Ezra Pound, no hicieron “literatura de izquierda” y sin embargo, citando Fantasma de la vanguardia, se dedicaron precisamente a “derribar la sintaxis dominante”, como dice Tabarovsky.
Y si el problema es la vanguardia, tema del libro del argentino, el asunto se complica. Hubo una vanguardia que devino fascista, la del italiano Filippo Marinetti. En contraste con Hitler, Mussolini, puertas adentro, fue un modernista que cuidó de los d’Annunzio y de los Malaparte, vanguardistas o no, pero ciertamente anticomunistas, en esos años. Tabarovsky se refiere, finalmente, a los analistas que afirman con razón que el capitalismo se hizo, casi entero, del programa rebelde del 68 y lo recicló exitosamente a favor del mercado. No es la primera vez que “las virtudes burguesas”, como las llamaría Deirdre N. McCloskey, se apropian de lo ajeno en detrimento de sus enemigos.
Ante esas evidencias, la inestabilidad de la vanguardia resulta fantasmal, dice bien el autor. Peor aún: excepción hecha de los primeros años del bolchevismo y del momento comunista del surrealismo, sólo en los años sesenta del siglo pasado –y acaso ya podemos apuntarlo como una de sus características originales– prometió ser duradero el matrimonio entre el radicalismo estético y el radicalismo político. Pero aquello no duró. Tabarovsky, al concluir, se pregunta si la teoría no fue “la gran novela de la segunda mitad del siglo XX”.
El crítico de Buenos Aires repite como un mantra aquella tontería –porque la frase es una consigna como cualquier otra y huérfana de sentido común– de Roland Barthes sobre que el lenguaje es fascista y cita a placer a Jean-François Lyotard, un personaje menor de aquel elenco. Pero todos tenemos esas aficiones de ultratumba por lo novelesco y lo que vale en Fantasma de la vanguardia, es la pregunta de cómo vivir con esa fidelidad de cara a una vanguardia convertida fatalmente en tradición.
Muy convincente es la arremetida de Tabarovsky contra Ricardo Piglia y lo que llama “el vanguardismo académico”. “Nada más fácil”, nos dice, “hoy que escribir una novela inteligente. Alcanza con tener una cierta formación, mezclar unas gotitas de teoría, un chorrito de citas cultas, un poco de los géneros menores –que con el tiempo se han vuelto centrales– como el policial, la ciencia ficción distópica o la autoficción, algunos procedimientos ‘experimentales’, un toque de crítica social…” Y listo, concluye Tabarovsky. Es curioso: antes de decidirme a escribir esta nota, leía yo La anomalía, de Hervé Le Teiller, estrella del OULIPO y la dejé, por el momento, precisamente por ser esa clase de novela que Tabarovsky condena.
Tabarovsky, sociólogo de formación (yo me inscribí en esa carrera, pero deserté rápido), asume que los sociólogos sustituyeron a los novelistas como intérpretes de la sociedad durante el giro lingüístico y que esa invasión –ante la cual es ambiguo al servirse de los Lyotard– dejó a “la literatura de vanguardia” en una suerte de edén revolucionario, solitaria y adánica en su tarea de derribar “la sintaxis dominante”. No va tan lejos como yo quisiera. Aunque reconoce “la inmensa pereza intelectual” con que la sociología se refiere a la literatura como “campo literario”, no acaba de romper del todo con sus amores de juventud. Esa invasión de la “novelesca teoría” –él lo dice– hizo desaparecer, a su vez, a la crítica literaria, para ser sustituida por una jerga formalista aún presente, pero afantasmada, en Tabarovsky.
Desde mi lado conservador y antifrankfurturiano, coincido con Fantasma de la vanguardia: la industria cultural es la enemiga del arte y la globalización, la peste del cosmopolitismo, porque –soy yo quien interpreta a Tabarovsky– cosmopolita es quien elige y lo global brinda lo indiscernible como oferta. Pero, ante esos dos males casi absolutos, ¿cómo actuar? Los críticos literarios somos anticuados por elección (y Tabarovsky se asume como tal porque sigue leyendo a Alain Robbe-Grillet), pero también formamos parte –aunque siempre humillados y ofendidos– de la industria cultural, lo cual provoca que debamos alimentar al público, aun avaramente, con el cosmopolitismo que nos ofrece la globalización: no sé cuánto tiempo más podré seguir ocultando mi simpatía por “cierto” Haruki Murakami porque también la crítica literaria necesita de los lectores y a estos los forma, en su mayoría, la edición (aun la más independiente) y sus concesiones imponderables.
Para averiguar cómo responde mi colega al entuerto busqué un libro suyo algo más callejero. Se titula Escritos de un insomne (Alquimia, 2015) y desde el título lo encuentro, a él, tan desvalido (y todopoderoso, a su vez) como yo ante la rutina de escribir una columna donde no le queda sino conceder, más allá del vértigo que produce la sintaxis rota, que la literatura sólo es autónoma relativamente y que por ese “relativismo se cuela la historia, la sociedad, la economía y la política”. Es obvio, dice Tabarovsky, “que no toda literatura es política” porque “el problema es otro: que no toda la literatura es literatura”, lo cual me recuerda una declaración reciente de Fabio Morábito, un escritor mexicano decisivo: “hay gente que no está dotada para la literatura pero se dedica a ella”. Desenmascararlos ante el lector es la tarea más ingrata del crítico literario y en ello Damián Tabarovsky es ejemplar.
FOTO: Damián Tabarovsky, autor del libro Fantasma de la vanguardia /Crédito: Ministerio de la Cultura de Argentina
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